219: Zadie Smith, La excepción de Estados Unidos




No es que intentar alargar la distancia entre la fecha de nuestro certificado de nacimiento y la que figura en nuestra lápida tenga nada de ridículo: la vida ética depende de lo sustancial que sea ese esfuerzo. Pero quizá no hay ningún otro lugar en el mundo en el que dicho empeño, y su éxito relativo, estén tan claramente vinculados al dinero como en Estados Unidos. Tal vez ese es el motivo de que, en la imaginación del norteamericano, las plagas —que se consideran demasiado poco jerárquicas, demasiado poco pendientes de la disparidad de rentas— se vean desde hace mucho tiempo como algo perteneciente a la historia o a otros continentes. De hecho, como dijo él rotundamente en los primeros tiempos de su presidencia, había países “de mierda” que tenían la culpa de sus elevadas tasas de mortalidad, porque estaban, por definición, en el lugar equivocado (allí) y en el momento inoportuno (en una fase primitiva de desarrollo). Eran unos lugares permanentemente apestados por no haber tenido la previsión de ser Estados Unidos. Ni siquiera una extinción planetaria masiva —en forma de catástrofe medioambiental— llegaría a Norteamérica, o llegaría en el ultimísimo momento. Con una seguridad relativa, en su refugio amurallado, Estados Unidos disfrutaría de lo que quedara de sus recursos y seguiría siendo grande en comparación con las penalidades de otros países, fuera de sus fronteras.

resulta que el supuesto carácter democrático de la plaga, el hecho de que puede afectar a todos los votantes por igual, es una ligera exageración. Es una plaga, pero las jerarquías, formadas hace cientos de años, no son tan fáciles de trastocar. En Estados Unidos, en medio de la muerte indiscriminada, persisten viejas distinciones. Los negros y los hispanos tienen el doble de mortalidad que los blancos y los de origen asiático. Mueren más pobres que ricos. Más gente en las ciudades que en el campo. El mapa del virus en los distritos de Nueva York se vuelve más rojo con arreglo a las mismas líneas que delimitan niveles de rentas y tiroteos en institutos. A la hora de la verdad, la muerte no suele ser aleatoria en estos Estados Unidos. Suele tener una fisonomía, una localización y un trasfondo muy precisos. Para millones de estadounidenses, siempre ha sido una guerra.

La guerra transforma a los que participan en ella. Lo que antes era necesario, ahora no lo parece; lo que se daba por descontado, se menospreciaba y se maltrataba, ahora es esencial para nuestra existencia. Proliferan vuelcos de lo más extraño. La gente aplaude a una sanidad pública que su propio gobierno ha dejado empobrecido y abandonado desde hace 10 años. Da gracias a Dios por unos trabajadores “esenciales” a los que antes consideraban insignificantes, a los que despreciaban por querer ganar 15 dólares la hora.

La muerte ha llegado a Estados Unidos. Siempre estuvo aquí, oscurecida y negada, pero ahora todos pueden verla. La “guerra” que libra el país contra ella tiene que poder sortear a un mascarón hueco y triunfar por encima de él. Es un esfuerzo colectivo; hay millones de personas involucradas, a las que les será difícil olvidar lo que han visto. No olvidarán la lamentable situación, exclusivamente estadounidense, de ver cómo cada estado pujaba “en eBay” —en palabras del gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo— por un material de protección crucial. La muerte llega a todo el mundo pero, en EE UU, hace mucho que se considera razonable ofrecer la mejor oportunidad de retrasarle al mejor postor.

https://elpais.com/opinion/2020-04-30/la-excepcion-de-estados-unidos.html?fbclid=IwAR2iRGc50XroMFdsOeIea2PPfQ6d4GgCeNZonqOnxZWzKvvphiy-sDMqzpo

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