218: Orhan Pamuk, Una plaga entre dos mundos
A medida que vemos cómo se multiplican los puntos rojos en el mapa de nuestros países y del mundo, nos damos cuenta de que no queda ningún sitio al que huir. No necesitamos nuestra imaginación para temer lo peor. Contemplamos imágenes de grandes camiones negros del ejército que transportan cadáveres de pequeños pueblos italianos a los crematorios cercanos como si estuviéramos viendo nuestro propio entierro.
Ahora bien, el terror que sentimos excluye la imaginación y la particularidad y revela hasta qué punto son inesperadamente similares nuestras frágiles vidas y nuestra humanidad común. El miedo, como la idea de morir, nos hace sentirnos solos, pero la conciencia de que todos estamos experimentando una angustia similar nos saca de nuestra soledad.
Saber que toda la humanidad, desde Tailandia hasta Nueva York, comparte nuestra inquietud sobre cómo y dónde llevar mascarilla, la forma más segura de manipular la comida que hemos comprado y si debemos mantenernos en cuarentena es un recordatorio constante de que no estamos solos. Produce un sentimiento de solidaridad. Nuestro miedo deja de mortificarnos; descubrimos cierta humildad en el hecho de que fomenta la mutua comprensión.
Cuando veo las imágenes televisadas de gente que espera ante los mayores hospitales del mundo, comprendo que mi terror lo siente también el resto de la humanidad y no me siento solo. Con el tiempo, mi miedo me avergüenza menos y me parece, cada vez más, una reacción perfectamente sensata. Me acuerdo de aquel viejo dicho sobre epidemias y plagas, que afirma que quienes tienen miedo viven más tiempo.
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