214: Manuel Arias Maldonado, Chernóbil no se acaba nunca
Recordemos que Antropoceno designa una nueva época geológica cuya causación obedecería a la vasta escala del impacto humano sobre la Tierra. Es sabido que el marcador estratigráfico que con más insistencia suena como «estaca dorada» que marca en el registro fósil el tránsito de una época geológica a otra no es otro que los isótopos radioactivos diseminados por todo el planeta con motivo de los ensayos atómicos de los años cuarenta y cincuenta. Y entre las denominaciones que tratan de dar un sentido alternativo al «Antropoceno» no sólo se cuentan las de «Capitaloceno» (que pone el foco en el capitalismo) o «Tecnoceno» (que lo pone en la técnica), sino que también las hay que subrayan la relevancia de lo atómico. Así, Andrew Glikson ha propuesto que hablemos del «Plutoceno», era geológica que empieza con el test atómico que tuvo lugar en Trinity en 1945, momento en que, a su juicio –la imagen tenía que aparecer–, el ser humano abre la caja de Pandora.
Esta misma interpretación hizo fortuna en las ciencias sociales y las humanidades. En primer lugar, a causa de una larga tradición de pensamiento que vincula –ya desde el jardín del Edén– la empresa científica con el fruto prohibido: nuestro juicio por defecto en caso de desastre tecnológico apunta hacia esa presunta hibris periódicamente castigada por los dioses. Pero también, en segundo lugar, por la inesperada forma en que la realidad quiso confirmar la plausibilidad del concepto, hoy bien conocido, de la «sociedad del riesgo». Ulrich Beck era un joven sociólogo alemán que a mediados de los años ochenta llevaba un tiempo trabajando en el manuscrito de su Risikogesellschaft, escrito bajo el influjo de las protestas antinucleares en la Alemania Occidental. En los meses que rodearon la publicación del libro, que no aparecería en inglés hasta seis años más tarde y se publicaría (muy mal traducido) al español en 1998, acontecieron tres terribles sucesos: el transbordador Challenger explotó cuando despegaba de Florida (induciendo la redacción de Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado, ensayo monumental de Rafael Sánchez Ferlosio); el Rin se incendió tras una explosión en la planta química de Sandoz en Basilea; y explotó el reactor número 4 de Chernóbil. ¡Menuda racha! Beck diría después que estaba corrigiendo las pruebas de su manuscrito cuando se percató de algo que terminó por desempeñar un papel central en su teoría sociológica: la posibilidad de que un accidente sucedido en Ucrania pudiera –formas siniestras de la globalización– afectar a Alemania.
La tesis de Beck es que, si en las sociedades premodernas las amenazas y peligros eran contempladas, sobre todo, en términos de destino o imposición externa, el riesgo contemporáneo tiene que ver con las transformaciones inherentes a la modernización: el desarrollo tecnológico crearía riesgos de un tipo antes desconocido. El fallecido sociólogo se refería así a «aquellas sociedades confrontadas con los desafíos de la posibilidad autocreada, en principio oculta y después cada vez más visible, de la autodestrucción de toda vida en este planeta». En fin: si la vocación de la modernidad es acabar con la ambivalencia, ésta regresa con inesperada fuerza por la puerta de atrás del desarrollo tecnológico. El riesgo tiene así su origen en la imposibilidad de predecir con total certidumbre las consecuencias de nuestras acciones y decisiones. Ahora bien, el surgimiento de estos nuevos riesgos no sería resultado de una anomalía o del funcionamiento anormal de las instituciones sociales, sino el producto de la evolución misma de la modernidad. Lejos de derivar en posmodernidad, la sociedad se adentra en un proceso de modernización reflexiva que se caracteriza por la radicalización y universalización de sus consecuencias. De ahí que la producción social de este nuevo tipo de riesgos –entre los que destacarían la crisis ecológica y la tecnología nuclear– pueda considerarse una transformación de la propia modernidad, que Beck –al igual que Anthony Giddens–denominará «modernización reflexiva». Es, en buena medida, una cuestión de percepción: «La sociedad industrial se ve y se critica a sí misma como sociedad del riesgo».
Sea como fuere, lo que me interesa es poner de manifiesto cómo Chernóbil constituye un hito en la formación de la conciencia tardomoderna del riesgo, y cómo contribuye asimismo a distorsionarla. Es algo inherente al propio concepto de «sociedad del riesgo»: una sobrevaloración del riesgo y una minusvaloración del control de riesgos. En su momento, el también sociólogo Niklas Luhmann ya mostró una cierta dosis de escepticismo hacia las tesis de los sociólogos de la modernidad reflexiva. Teórico de sistemas, Luhmann deploraba «la extravagante preocupación con las improbabilidades extremas» y llamaba la atención sobre el hecho de que las cosas pueden ir mal debido a tantas causas improbables que el cálculo racional es sencillamente imposible. Hablar de riesgo, término que parece tener su origen moderno en el vocabulario marítimo, supone que podemos identificar una decisión a la que imputar la pérdida o el daño. Y eso es algo que la complejidad social no siempre permite, lo que de alguna manera nos obliga a «inventar decisiones» a las que imputar el daño producido. Es así posible, concluye Luhmann, que la sociedad moderna atribuya demasiada importancia a las decisiones: como si se consolara con ello de su impenetrable complejidad.
El riesgo existe: es el precio que se paga por el despliegue de la acción humana en el mundo. Pero hay sistemas institucionales y políticos en los que el riesgo sistémico será objeto de un control más exhaustivo que en otros; y donde, por tanto, la probabilidad de un accidente será menor. Si le damos la vuelta a la moneda y no nos fijamos en la «sociedad del riesgo» en el sentido que Ulrich Beck da al concepto, ¿acaso no tenemos delante algo más parecido a una «sociedad del control del riesgo» que funciona de manera eficaz? Al menos, si tenemos en cuenta la infinidad de accidentes que deberían producirse diariamente si consideramos el número potencial de riesgos existentes en el interior de una sociedad en la que las interacciones humanas y sociotecnológicas se cuentan por billones. ¿Cuál es la norma y cuál es la excepción? A la hora de emitir juicios sobre el mundo de la modernidad, no estaría de más hacernos esa pregunta.
https://www.revistadelibros.com/blogs/torre-de-marfil/chernobil-no-se-acaba-nunca?fbclid=IwAR0-qCNidoaY1cS4wQMEVKPHSajBRkRLV6WAKrEKL8oV5UadW-cEhhTKpoY
Comentaris