225: Michael J. Sandel, Hacia una política del bien común
La pandemia de la covid-19 no es solo una crisis de salud pública. Es también una crisis global y cívica. Para luchar contra la enfermedad se necesita la clase de solidaridad que la mayoría de las sociedades difícilmente alcanzan excepto en tiempos de guerra. El desafío al que nos enfrentamos consiste en descubrir fuentes de solidaridad en una época en la que la mayor parte de las sociedades democráticas están profundamente divididas.
A primera vista, puede parecer que la pandemia fomenta los vínculos solidarios, porque pone de manifiesto nuestra dependencia mutua y nuestra vulnerabilidad. Los políticos, los famosos y los relaciones públicas proclaman que, en esto, "todos vamos en el mismo barco". Pero este eslogan fraternal, aunque en principio resulte motivador, en estos momentos suena hueco, ya que nos recuerda lo divididos que estamos en realidad.
La pandemia ha llegado en un momento de gran desigualdad y de rencor partidista. Las décadas precedentes han abierto una profunda división entre ganadores y perdedores. Cuarenta años de globalización neoliberal han prodigado generosas gratificaciones a los que están en lo más alto, mientras que han dejado a la mayor parte de los trabajadores con salarios estancados y menos estima social.
La brecha cada vez más dilatada entre los ricos y el resto no ha sido el único motivo de polarización. Echando sal en la herida, una concepción meritocrática del éxito ha venido a racionalizar la desigualdad. A medida que los ganadores amasaban los beneficios que les proporcionaban la subcontratación, los tratados de libre comercio, las nuevas tecnologías y la liberalización de las finanzas, llegaron a creer que su éxito era merecido, que se lo habían labrado ellos, y que quienes luchaban para llegar a fin de mes no podían culpar a nadie más que a sí mismos.
Esta visión del éxito hace difícil creer que "vamos todos en el mismo barco", ya que invita a los ganadores a considerarse artífices de su éxito, y a los que se quedan atrás a sentir que las élites los miran con desprecio. Esto ayuda a explicar por qué hemos sido testigos de una reacción furiosa y resentida contra la globalización neoliberal.
La pandemia nos recuerda a diario la contribución al bien común de unos trabajadores que reciben un sueldo modesto pero que, en cambio, realizan tareas esenciales, a menudo a riesgo de su propia salud. No estoy pensando solo en los médicos y las enfermeras que reciben los bien merecidos aplausos, sino también en los empleados y los cajeros de los supermercados, los repartidores, los camioneros, los almacenistas, los policías y los bomberos, los agricultores y los cuidadores a domicilio.
Reconocer la contribución de los trabajadores que se encuentran fuera del círculo privilegiado de las profesiones de élite y otorgarles una voz significativa en la economía y la sociedad podría ser el primer paso hacia la renovación moral y cívica cuando empecemos a salir de la crisis. La pandemia ha puesto de manifiesto hasta qué punto cuatro décadas de desigualdad creciente han deteriorado los lazos sociales. Pero, tal vez, al poner de relieve nuestra dependencia mutua, nos encamine hacia una nueva política del bien común.
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