De la impossibilitat a la normalització.

Resultat d'imatges de contaminacion en pekin china

En diciembre de 2016, la contaminación en las grandes ciudades chinas se ha vuelto tan espesa que miles de personas han huido al campo, en un intento de encontrar un lugar donde se pudiera ver un cielo azul. Este aeropocalipsis ha afectado a 500 millones de personas. Para los que se quedaron, moverse por ahí empezó a parecerse a la vida en una película posapocalíptica: personas deambulando con grandes máscaras de gas en medio de una sopa de niebla y contaminación atmosférica en la que incluso árboles cercanos eran invisibles. La dimensión clase social ha desempeñado un papel decisivo: antes de que las autoridades tuvieran que cerrar aeropuertos por culpa del aire contaminado, las ciudades fueron abandonadas por aquéllos que podían permitirse un vuelo de alto precio... Y, el colmo de los colmos, la asamblea legislativa de Beijing consideró catalogar esta sopa como catástrofe meteorológica, un hecho natural, no un efecto de la contaminación industrial, para evitar así echar la culpa de la catástrofe a las autoridades. Una nueva categoría se añade así a la larga lista de refugiados de guerras, sequías, tsunamis, terremotos, crisis económicas, etc.: los refugiados de la contaminación.

Tal vez lo más sorprendente de este aeropocalipsis es su rápida renormalización: una vez que las autoridades ya no pudieron negar el problema, trataron de establecer unos nuevos procedimientos que, mal que bien, permitieran a la gente continuar con su vida cotidiana a base de adoptar nuevas rutinas, como si esta catastrófica contaminación fuera simplemente un dato nuevo en la vida. En determinados días, hay que tratar de quedarse en casa tanto como sea posible y, en caso necesario, salir a la calle con máscaras. Los niños disfrutan con la noticia de que muchos días se cierran las escuelas, una oportunidad para quedarse en casa y jugar. Hacer un viaje al campo donde todavía es visible el cielo azul se convierte en una ocasión especial que se espera con ilusión (ya hay agencias en Beijing especializadas en este tipo de viajes de un día). Lo importante es no caer en el pánico y mantener la apariencia de que, a pesar de todos los problemas, la vida sigue...

Una cosa es segura: justo ante nuestros ojos está teniendo lugar un cambio social y psicológico extraordinario, que lo imposible se está convirtiendo en posible. Un hecho que se experimenta por primera vez como imposible pero no real (la perspectiva de una próxima catástrofe que, por probable que sepamos que es, no creemos que efectivamente vaya a ocurrir y que por tanto descartamos por imposible) llega a ser real pero no imposible (una vez que la catástrofe ocurre, se normaliza, se percibe como parte del curso normal de las cosas, como si siempre hubiera sido posible). El espacio que hace posible estas paradojas es el que existe entre saber y entender: sabemos que la catástrofe (ecológica) es posible, incluso probable, aunque no creemos que realmente vaya a suceder.

Recuérdese el asedio de Sarajevo a principios de los años 90: el hecho de que una ciudad europea normal de medio millón de habitantes fuera sitiada, privada de alimentos, bombardeada con regularidad, y sus ciudadanos, aterrorizados por el fuego de francotiradores, etc., y que aquello se prolongara durante tres años habría sido considerado inimaginable antes de 1992; a las potencias occidentales les habría resultado muy fácil romper el cerco y abrir un pequeño corredor de seguridad hasta la ciudad. Cuando comenzó el asedio, incluso los ciudadanos de Sarajevo pensaron que se trataba de un suceso a corto plazo, procuraban enviar a sus hijos a un lugar seguro "durante una semana o dos, hasta que este lío se haya terminado". Y acto seguido, muy rápidamente, el asedio se normalizó... Este mismo paso de la imposibilidad a la normalización (con una breve etapa intermedia de alucinación motivada por el pánico) es claramente perceptible en la forma en que la clase dirigente liberal de Estados Unidos ha reaccionado a la victoria de Trump. Eso mismo es también claramente aplicable a la forma en que los poderes del Estado y el gran capital se refieren a amenazas ecológicas como la fusión de los hielos polares. Los mismos políticos y gestores que, hasta hace poco, tachaban los temores de un calentamiento global de alarmismo apocalíptico de ex comunistas o, al menos, de conclusiones prematuras basadas en pruebas insuficientes, asegurándonos que no había ninguna razón para el pánico, que en lo fundamental todo iba a seguir como de costumbre, ahora se han puesto de repente a encarar el calentamiento global como un hecho más, como parte de la forma en que las cosas "van sucediendo como de costumbre"...

En julio de 2008, la CNN difundió repetidamente un reportaje, El reverdecer de Groenlandia, en el que elogiaba las nuevas oportunidades que la fusión del casquete polar ofrece a los groenlandeses: ya pueden cultivar hortalizas en campo abierto, etc. La obscenidad de este reportaje no consiste sólo en que se centra en el beneficio secundario de una catástrofe mundial; echando sal en la herida, juega con el doble significado de verde en nuestro discurso público (el verde de la vegetación; el verde de la concienciación ecológica), de modo que el hecho de que pueda crecer vegetación en el suelo de Groenlandia debido el calentamiento global se asocia con el auge de la conciencia ecológica... ¿No son estos fenómenos otro ejemplo más de lo acertada que estuvo Naomi Klein cuando en su libro The Shock Doctrine (La doctrina del shock) describió la forma en que el capitalismo global explota catástrofes (guerras, crisis políticas, desastres naturales) para deshacerse de las caducas limitaciones sociales e imponer sus prioridades en la pizarra recién borrada por la catástrofe? Tal vez las próximas catástrofes ecológicas, lejos de socavar el capitalismo, le servirán de mayor impulso.

Lo que se pierde en este cambio es el verdadero sentido de lo que está pasando, con todas las trampas inesperadas que oculta la catástrofe. Por ejemplo, una de las paradojas desagradables de este dilema en el que nos encontramos es que los propios intentos por contrarrestar otras amenazas ecológicas pueden contribuir al calentamiento de los polos: el agujero de ozono contribuye a proteger el interior de la Antártida del calentamiento global por lo que, si se revirtiera, la Antártida podría ponerse rápidamente a la par del calentamiento del resto de la Tierra... Al menos hay una cosa segura. En las últimas décadas, estaba de moda hablar sobre el papel predominante del trabajo intelectual en nuestras sociedades posindustriales; sin embargo, lo material está reafirmándose como si ejecutara una venganza en todos los terrenos que le son propios, desde la lucha inminente por los escasos recursos (alimentos, agua, energía, minerales...) hasta la contaminación ambiental.

Incluso cuando manifestamos disposición a asumir nuestra responsabilidad por las catástrofes ecológicas, no hay que descartar que se trate de una estratagema tramposa para eludir las verdaderas dimensiones de una catástrofe. Hay algo engañosamente tranquilizador en esta disposición a asumir la culpa por las amenazas a nuestro medio ambiente: nos gusta ser culpables puesto que, si somos culpables, entonces es que todo depende de nosotros, somos nosotros los que movemos los hilos de la catástrofe, así que también podemos salvarnos a nosotros mismos simplemente con que cambiemos de vida. Lo que nos resulta verdaderamente difícil (al menos, a nosotros, en Occidente) es aceptar que estamos reducidos a un papel puramente pasivo de observador impotente que sólo puede sentarse a ver cuál será su destino; para evitar una situación así, somos propensos a desplegar una obsesiva actividad frenética, reciclar papel viejo, comprar alimentos orgánicos, lo que sea con tal de que podamos estar seguros de que estamos haciendo algo, de que estamos aportando nuestra contribución, como ese aficionado al fútbol que apoya a su equipo en casa ante la pantalla del televisor, gritando y saltando en su sillón, en la creencia supersticiosa de que eso influirá de alguna manera en el resultado... Es cierto que la forma típica de negación fetichista a propósito de la ecología es: "Lo sé muy bien (que todos estamos amenazados), pero la verdad es que no me lo creo (así que no estoy dispuesto a hacer nada realmente importante, como cambiar mi forma de vida)". Sin embargo, también se da la forma opuesta de desaprobación: "Sé muy bien que no puedo influir en el proceso que puede conducirme al desastre (como una explosión volcánica) pero, no obstante, me resulta demasiado traumático aceptarlo, así que no puedo resistir el impulso de hacer algo, incluso aunque sepa que, en última instancia, no tiene ningún sentido"... ¿No es la misma razón por la que compramos alimentos orgánicos? ¿Quién cree de verdad que las carísimas y medio pasadas manzanas orgánicas son realmente saludables? La cuestión está en que, al comprarlas, no nos limitamos simplemente a comprar y consumir un producto; al mismo tiempo hacemos algo valioso, demostramos nuestra preocupación y nuestra conciencia global, participamos en un gran proyecto colectivo.

Tenemos que terminar con este tipo de juegos. El aeropocalipsis en China es un claro indicio de los límites de nuestro ambientalismo en boga, esta extraña combinación de catastrofismo y de rutina, de sentimiento de culpa y de indiferencia. La ecología es hoy uno de los principales campos de la batalla ideológica, con toda una serie de estrategias para oscurecer las verdaderas dimensiones de la amenaza ecológica: (1) simple ignorancia: se trata de un fenómeno marginal, no es merecedor de nuestra preocupación, la vida (del capital) continúa, la naturaleza se cuidará de sí misma; (2) la ciencia y la tecnología pueden salvarnos; (3) confiemos la solución al mercado (impuestos más altos a los que contaminan, etc.); (4) presión del superego sobre la responsabilidad personal en lugar de grandes medidas sistémicas: cada uno de nosotros debería hacer lo que pueda (reciclar, consumir menos, etc.); (5) tal vez la peor de todas ellas sea la de abogar por un retorno al equilibrio natural, a una vida tradicional, más morigerada, por la que renunciemos a la arrogancia humana y nos convirtamos de nuevo en niños respetuosos de nuestra Madre Naturaleza (todo este paradigma de la Madre Naturaleza que descarrila por nuestra arrogancia es injusto).

¿Acaso no se dirige a nosotros el discurso ecológico predominante como culpablesa priori, deudores de la Madre Naturaleza, bajo la presión constante de la autoridad del superego ecológico, que nos emplaza en nuestra individualidad? "¿Qué has hecho hoy para pagar tu deuda con la Naturaleza? ¿Has tirado todos los periódicos al contenedor adecuado de reciclaje? ¿Y todas las botellas de cerveza o las latas de Coca-Cola? ¿Has usado tu coche cuando podrías haber cogido una bicicleta o un medio de transporte público? ¿Has puesto el aire acondicionado en vez de abrir las ventanas simplemente de par en par?". Lo que ideológicamente se pone en juego con la individualización [del problema] en estos términos es fácilmente perceptible: termino perdiéndome en mi examen de mí mismo en lugar de plantear interrogantes globales mucho más pertinentes acerca de nuestra civilización industrial en su conjunto. Además hay que destacar cómo esta culpabilización se suplementa de manera inmediata con salidas facilonas: recicla, compra alimentos orgánicos, utiliza energías renovables, etc., y ya no tendrás que sentirte culpable, puedes disfrutar de la vida como de costumbre.

Otra trampa que hay que evitar es el anticapitalismo moralizante, todo el debate sobre cómo el capitalismo se sostiene gracias a la codicia egoísta de los capitalistas individualmente considerados por obtener más poder y riqueza. En el capitalismo real, la codicia personal está subordinada a la lucha impersonal del propio capital por reproducirse y expandirse. Uno se siente entonces casi tentado de decir que lo que realmente necesitamos es más egoísmo ilustrado, no menos. Véase la amenaza ecológica: no es necesario sentir un amor pseudo-animista por la Naturaleza para actuar en este punto; sólo un interés egoísta a largo plazo. Es posible que el conflicto entre capitalismo y ecología parezca que es una típica disputa entre patológicos intereses egoístas-utilitaristas y la preocupación propiamente ética por el bien común de la humanidad. Tras un examen más detenido, se hace inmediatamente evidente que la situación es exactamente la opuesta: son nuestras preocupaciones ecológicas las que se basan en el sentido utilitario de la supervivencia y, como tal, carecen de esa dimensión propiamente ética, simplemente se sostienen en interés propio y, en el mejor de los casos, por el interés de las generaciones futuras frente a nuestro interés inmediato (si, por supuesto, hacemos caso omiso de la idea espiritualista, a lo New Age, de la sacralidad de la vida como tal, del derecho del medio ambiente a su conservación, etc.). Si estamos buscando la dimensión ética en todo este asunto, se encuentra en el compromiso incondicional del capitalismo con su propia reproducción en continua expansión: un capitalista que se dedique incondicionalmente a la pulsión autoexpansiva del capitalismo está efectivamente dispuesto a ponerlo todo en juego, incluida la supervivencia de la humanidad, no en aras de un rédito o de un objetivo patológico sino sólo en aras de la reproducción del sistema como fin en sí mismo. Fiat profitus, pereat mundus es la forma en la que podríamos resumir su lema. Este lema ético es, por supuesto, una extravagancia, cuando no directamente un mal en sí mismo; sin embargo, desde una estricta perspectiva kantiana no hay que olvidar que lo que hace que para nosotros sea repulsivo es nuestra puramente patológica reacción de supervivencia: un capitalista, en la medida en que actúa de acuerdo con su idea, es alguien que persigue a pies juntillas un objetivo universal, sin tener en cuenta obstáculo patológico alguno...

Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer, como lo habría planteado Lenin? En su obra ¿Qué ocurrió en el siglo XX?, después de rechazar "la pasión por lo real" en el siglo XX como un presagio de un extremismo político que conduce al exterminio del enemigo, Peter Sloterdijk ofrece su propio esquema de lo que hay que hacer en el siglo XXI, mejor resumido en los títulos de los dos primeros ensayos del libro, El Antropoceno y De la domesticación del hombre a la civilización de culturas. Por Antropoceno se entiende una nueva época en la vida de nuestro planeta en la que nosotros, los humanos, ya no podemos depender durante más tiempo de la Tierra como reservorio listo para absorber las consecuencias de nuestra actividad productiva: ya no podemos permitirnos el lujo de cerrar los ojos a los efectos secundarios (daños colaterales) de nuestra productividad, que no pueden rebajarse durante más tiempo a un segundo plano en las estadísticas de la humanidad.Tenemos que aceptar que vivimos en una "nave espacial Tierra", responsable de sus condiciones. La Tierra ya no es el telón de fondo/horizonte impenetrable de nuestra actividad productiva, se revela como (otro) objeto finito que podemos destruir sin darnos cuenta o transformarlo hasta hacerlo inhabitable. Esto significa que, en el mismo momento en el que llegamos a ser lo suficientemente poderosos como para perjudicar las condiciones más básicas de nuestra vida, tenemos que aceptar que no somos más que otra especie animal en un pequeño planeta. Es necesaria una nueva forma de relacionarnos con nuestro entorno una vez que nos demos cuenta de esto: ya no se trata de un heroico trabajador que expresa su potencial creativo y extrae recursos inagotables de su entorno sino de un agente mucho más modesto que colabora con su entorno, que permanentemente negocia un nivel tolerable de seguridad y estabilidad.

¿Acaso no es capitalismo ese mismo modelo de cerrar los ojos ante los daños colaterales? Lo que importa en la reproducción capitalista es el empeño repetitivo de automejora centrada en el beneficio y, en principio, se hace caso omiso de los daños colaterales causados al entorno y no incluidos en los costes de producción; incluso los intentos de tenerlos en cuenta a través de impuestos (o por medio de poner directamente un precio a todos y cada uno de los recursos naturales de los que se hace uso, incluido el aire) no pueden sino terminar fracasando. Así pues, a fin de establecer este nuevo modo de relacionarnos con nuestro entorno, es necesario un cambio radical político-económico, lo que Sloterdijk llama "la domesticación de la cultura de animal salvaje". Hasta ahora, cada cultura disciplinaba/educaba a sus propios miembros y garantizaba la paz cívica entre ellos bajo el pretexto del poder del Estado, pero la relación entre las diferentes culturas y estados ha estado permanentemente bajo la sombra de guerras potenciales, en las que las situaciones de paz no eran nada más que un armisticio temporal. Tal y como fue definida por Hegel, toda la ética de un Estado culmina en el mayor acto de heroísmo, la disposición a sacrificar la propia vida por el Estado-nación de cada uno, lo que significa que las salvajes relaciones bárbaras entre estados sirven como fundamento de la vida ética dentro de un Estado. ¿Es la Corea del Norte de hoy, con su inquebrantable afán de armas y misiles nucleares con los que alcanzar blancos distantes, el principal ejemplo de esta lógica de soberanía incondicional del Estado-nación? Sin embargo, en el momento en que aceptamos sin reservas el hecho de que vivimos en una nave espacial Tierra, la tarea que se impone con urgencia es la de civilizar las propias civilizaciones, la de imponer la solidaridad universal y la cooperación entre todas las comunidades humanas, una misión que se vuelve tanto más difícil por el continuo aumento de la 'heroica' violencia sectaria religiosa y étnica y por la disposición a sacrificarse uno mismo (y al mundo) por la causa específica de cada cual. La superación del expansionismo capitalista, una amplia cooperación internacional y una solidaridad que también debería ser capaz de transformarse en un poder ejecutivo dispuesto a violar soberanías estatales, etc., ¿no son todas ellas medidas destinadas a proteger nuestros bienes naturales y culturales? Si no apuntan hacia el comunismo, si no implican un horizonte comunista, entonces es que el término comunismo no tiene ningún sentido en absoluto.

Slavoj Zizek, Lecciones del "aeroapocalipsis", el mundo.es 30/12/2016

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