Això és normal.

No siempre resulta atractivo ser calificado como normal. No hay duda de que puede valorarse frente a determinadas alternativas, pero resulta inquietante el uso que hacemos del término. En ocasiones nos amparamos en él y nos arropamos en el abrigo que nos procura. Quizás en este sentido hemos de comprender lo que tiene de denuncia el libro de Janette Winterson, “¿Por qué ser feliz cuando se puede ser normal?” (Why Be Happy When You Could Be Normal?). Nos encontramos con una pregunta rigurosa, no exenta de ironía, que más bien ofrece el texto de una denuncia, de una búsqueda, de una lucha, de una dura experiencia, la de labrar la propia vida en circunstancias difíciles. A veces se logra siquiera que sea un relato de ficción para sobrevivir y no ser condenado a los dictados estandarizados. No es una huída, ni un simple refugio. Es simplemente una posibilidad.

Y lo es frente a quienes desean “normalizar” las vidas ajenas y reducirlas a lo que se ofrece del modo más convencional. El título no es en este caso ninguna rendición, sino una transgresión que pone en cuestión lo que con demasiada ligereza llamamos “normal”. Y esta palabra no solo ha de ser descrita, merece prácticamente ser desenmascarada. Ante lo llamado normal se erige la voluntad de no ser sometido permanentemente al examen y a los intereses ajenos. Se precisa una tarea conjunta de recelo, de sospecha, sobre el supuesto atractivo de la normalidad.

Resulta asimismo sugerente el título de la obra en la que Canguilhem muestra hasta qué punto el término funciona como un elemento de clasificación y de exclusión. En Lo normal y lo patológico se incide en los límites de una racionalidad que expulsa de sí y califica de enfermizo y digno de tratamiento aquello que no se deja recoger y domesticar en este concepto, más aún, en la lectura dominante del mismo. Así planteado, resulta difícil no saberse normal sin sentir una verdadera amputación de los sentimientos, de los deseos, de las emociones, de las pasiones, en definitiva, de los proyectos de vida y de la vida misma. De no ser de acuerdo con esa tipificación que vincula un concepto de razón a una determinada “normalidad”, uno se haría “digno de terapia”, “de cura”.

Encontramos normal lo que es habitual o corriente, lo que responde a usos y costumbres, lo que calificamos de natural, de sano sentido común, lo que estadísticamente es frecuente, lo que, como decimos, “siempre se ha hecho así”, “siempre ha sido así”. Al supeditarnos a esa propuesta norma, este concepto produce finalmente, como es “lógico”, “gente de lo más normal”. La interiorización cobra tal alcance, que ya no es necesario mucho más para encauzar, embridar y acomodar la propia vida a lo que impera como “razonable”, que identificamos inapropiadamente como “socialmente aceptado”. La palabra queda así encerrada en un sentido preciso pero desajustado, y nace también todo un lenguaje silenciado. Más aún, que funciona como un elemento disuasorio de otras experiencias o formas de vida que, entonces, consideramos poco normales. Se califican prácticamente como una sin-razón, que merece alguna suerte más o menos explícita de internamiento o de exilio, con las correspondientes dosis de aislamiento. Se disocia la propia vida del lenguaje y sobre ciertos asuntos se pide callar. Es lo normal.


Hemos tenido ocasión con René Char de reivindicar la necesidad de desarrollar la legítima rareza, que no tanto se opone a lo normal, cuanto que pone en evidencia , incluso en ridículo, la insuficiencia de un término que se esgrime como arma de poder controlador de conciencias y de vidas mediante procesos de regulación y de simplificación. Bien lo dicen los encargados de fijar posiciones: “esto no es normal”.
La puesta en cuestión de la autoestima, cuando aquello que se puede o se decide vivir no responde a lo preestablecido como adecuado comporta dosis de marginación personal y tal vez paralice la acción. Salvo que la energía y la convicción se sobrepongan e impongan sobre lo convencionalmente asentado. Esto no significa que no quepa reconocer la necesidad de hábitos, usos, costumbres y necesidades que impulsan y cuajan la libertad, pero que pueda llegar a ser así no significa que inexorablemente haya de ser siempre de ese modo.

No pocas veces utilizamos el término “normal” para neutralizar iniciativas, actitudes, posiciones y vidas, y encauzarlas interesadamente hacia modelos previamente establecidos con carácter social dominante. Ello no significa que no se den actitudes que hayamos de evitar, o dolores y sufrimientos producidos por una determinada disgregación o desagregación de uno mismo que debamos eludir, lo que es otro asunto. Para eso no hemos de desechar maneras de ser o de vivir que cuestionen lo que se propone como referencia normal.

También resulta inquietante la tendencia a apagar lo que en cada uno de nosotros no se deja reducir a modos que son moldes que marcan la identidad y la identificación, para poner a buen recaudo la diferencia o la respuesta en la que consiste la impugnación. No siempre necesitamos que sean otros quienes nos obstaculicen, nos impidan, nos contengan o nos retengan. Nuestra propia subjetividad funciona, no pocas veces, como una manera de restablecer, frente a los diversos modos de subjetivación, el imperio dominante de los valores al uso. Y no es que nos moleste ser normales, en el supuesto de que eso diga algo razonable, salvo porque consideramos no merecer quedar atrapados en el corsé normalizador.

De ahí que gestos como los de Winterson no solo son muestras de supervivencia, sino alientos que cuestionan un concepto de felicidad que se impone como coartada paralizante ante los riesgos de otras formas de vida. Entonces, llegados a este punto, no se trata de ser feliz de cualquier manera, es decir, a cualquier precio. Tal vez baste con estar razonablemente contentos. Y ser más libres.

Ángel Gabilondo, Lo llamado normal, El salto del Ángel, 20/06/2012

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