La fam mundial, un patiment evitable.
Un día como hoy hace 64 años se firmó en París la Declaración Universal de
los Derechos Humanos. Su artículo 25 reconoce el derecho a la alimentación como
un bien primordial que debe ser protegido.
Jean Ziegler, el ex-relator especial de la ONU para el derecho a la
alimentación, alerta de que, de todos los Derechos Humanos, el derecho a la
alimentación, siendo uno de los más fundamentales, es al mismo tiempo el más
constante y ampliamente violado en nuestro planeta (Destrucción Masiva,
2012). La desnutrición está asociada a la aparición de enfermedades como el
kwashiorkor, la tuberculosis y la diarrea, responsables de la mayoría de las
muertes que se producen en los países menos desarrollados. El hambre es, a día
de hoy, la principal causa de muerte en el mundo: más que las guerras, las
enfermedades cardiovasculares, o el cáncer.
La infancia constituye el sector de la población más vulnerable a la
desnutrición. La desnutrición no es lo mismo que la falta de alimento. Además de
la ingestión de una cantidad de calorías diaria aceptable—que hace que el menor
tenga un peso adecuado—es preciso que su alimentación sea rica en
micronutrientes: vitaminas, minerales y oligoelementos. Las deficiencias en
micronutrientes generan la llamada hambre silente, responsable de
millones de casos anuales de ceguera (causada por la falta de vitamina A),
beriberi (enfermedad que destruye el sistema nervioso y que es causada por la
falta de vitamina B), escorbuto y raquitismo (causados por falta de vitamina C),
múltiples trastornos del crecimiento y desórdenes mentales. La desnutrición
prolongada destruye el cuerpo y las habilidades mentales. Quien no puede comer,
sencillamente, deja de poseer su vida. Son el hambre y la enfermedad los que
poseen la vida del hambriento.
Entre 2010 y 2012 ha habido 870 millones de personas en el mundo
subalimentadas, el equivalente a 18 veces la población actualmente residente en
España, o el 12,5% de la población global. ¿Soportaríamos vivir en una sociedad
en la que una de cada ocho personas con las que nos cruzáramos estuviera al
borde de la muerte por inanición? Nos consolamos pensando que la inmensa mayoría
de esas personas—852 millones—viven en los lejanos países “en desarrollo”, donde
la desnutrición alcanza el 15% de la población. Sin embargo, en la era de la
globalización, nuestra capacidad para afectar y vernos afectados por lo que
ocurre a miles de kilómetros hace que esa distancia sea cada vez más
virtual.
España forma parte de los países privilegiados del mundo (aunque ya estemos
conociendo los primeros casos de malnutrición infantil como resultado de la
crisis). Mientras que en España la esperanza de vida es superior a ochenta años,
en Swazilandia es de treinta y dos. Cuando en Madrid una familia gasta al mes
aproximadamente el 15% de la renta familiar en la compra de alimentos, en los
suburbios de Manila la parte dedicada a la alimentación representa más del 80%
de los ingresos familiares, sin que ello les permita a los filipinos disfrutar
de una alimentación equilibrada.
Aunque la proporción de la población mundial subalimentada haya descendido
ligeramente en los últimos veinte años, no ocurre lo mismo con el total de
personas que pasan hambre. Hoy, a pesar de las innovaciones agroalimentarias y
de las mejoras alcanzadas en los sistemas de producción agrícola y los
transportes, hay 78 millones más de hambrientos que en 1990 (“Informe sobre la
inseguridad alimentaria en el mundo”, Roma, FAO, 2012).
Como ocurre con casi todas las injusticias planetarias, el hambre también
tiene un rostro femenino. Las mujeres la sufren más que los hombres; las niñas
más que los niños. En algunas regiones de Pakistán, por ejemplo, las mujeres y
las niñas solo pueden comer las sobras que los hombres y los hijos varones les
dejan. Una embarazada subalimentada no puede transmitir los nutrientes
necesarios al feto. La subalimentación fetal provoca daños cerebrales y
deficiencias motoras. Millones de bebés nacen cada año determinados a tener una
vida incompleta, privada de las necesidades más básicas. Incluso la lactancia,
la única capacidad propiamente humana—materna—de generar alimento, se ve
afectada. En Malí, poco más del 25% de las madres consigue amamantar a sus bebés
de un modo normal y durante el tiempo necesario. La anemia causada por la falta
de hierro en los menores de dos años es fatal en esa fase crucial de su
desarrollo neurológico e inmunitario. En ausencia de todo sucedáneo lácteo, las
madres que no pueden dar de mamar asisten al espectáculo insoportable de la
degradación progresiva de la salud de sus bebés. En 2007, en Angola, Burundi,
Congo, Costa de Marfil, Etiopía, Guinea, Liberia, Uganda, Somalia y Sudán, uno
de cada diez niños murió antes de cumplir los cinco años de edad. La situación
fue incluso peor en otros países, acechados por las guerras, como Afganistán,
Chad o Sierra Leona, donde llegó a morir hasta uno de cada cuatro niños menores
de cinco años. Estos datos encierran cantidades intolerables de sufrimiento y
desesperación.
Por ello resulta crucial recordar que se trata de un sufrimiento
evitable. Es cómodo pensar la pobreza y el hambre como fenómenos
necesarios. Sin embargo, no son ninguna fatalidad. Ni siquiera es legítimo
asimilarlos a desastres naturales. La subalimentación y la desnutrición hoy en
día son creaciones humanas. Erradicarlas también está a nuestro alcance. Se
calcula que se necesita sumar 19000 millones de dólares anuales a la actual
ayuda oficial al desarrollo para eliminar el hambre y la malnutrición a nivel
mundial. Cada año, los habitantes de los países del norte preferimos gastar esa
misma cantidad en perfumes. Los cien mil millones que, solo en España, se han
empleado para rescatar a la banca, habrían servido para eliminar un tercio de la
pobreza mundial.
¡El 1% de la población más rica del mundo (grandes empresarios
multinacionales y banqueros) disfruta del 39,9% del capital mundial! Los 18
millones de muertes anuales relacionadas con la pobreza podrían prevenirse con
medidas muy baratas: una mejor distribución del alimento (el 40% de los cereales
los consumen animales, que son a su vez consumidos por los ricos del mundo),
medidas de rehidratación, vacunas, antibióticos y agua potable.
Si existe hambre es porque permitimos que exista. Opina Ziegler que el hambre
tiene un cierto parentesco con el crimen organizado. Un puñado de grandes
transnacionales agroalimentarias—Aventis, Monsanto, Pioneer, Syngenta,
Cargill—controlan el mercado de semillas, abonos, así como el almacenaje, la
distribución y la venta de los productos alimentarios. El control que ejercen
sobre el precio de los productos les permite obtener beneficios muy
sustanciosos. Por otro lado, ese control deja a merced de su codicia a millones
de personas pobres cuyo acceso a los alimentos esenciales —el trigo, el maíz,
el arroz— se ve mortalmente restringido. Los recursos financieros de estas
transnacionales, a menudo superiores al producto interior bruto de los países en
los que están implantadas, hacen desaparecer todo poder de negociación por parte
de estos. Incluso en los países pobres donde los dirigentes han sido elegidos
democráticamente y velan por los intereses sociales, los políticos están atados
de manos para garantizar el acceso al derecho a la alimentación.
La eliminación de las barreras de comercio proteccionistas con las economías
desarrolladas y los aranceles a las exportaciones del Sur, la eliminación de la
agricultura extensiva y los monocultivos, la eliminación de los latifundios, la
redistribución de las tierras arables, la subvención pública de los alimentos
básicos, la eliminación del dumping y otras formas de especulación oligopólica
con los alimentos básicos, la preservación del suelo, la equidad en la
adquisición del alimento y una prohibición de los monopolios de las sociedades
multinacionales del sector agroalimentario sobre los mercados de semillas,
abonos y comercio, bastarían para interrumpir la hambruna que sufre el Sur ante
nuestra indiferencia.
Los habitantes de las sociedades desarrolladas y democráticas tendemos a
tener la conciencia tranquila: no somos nosotros los que provocamos las
violaciones de derechos, las hambrunas y la explotación. Sin embargo, esas
violaciones y daños no solo los llevan a cabo personas. Como señala el filósofo
Thomas Pogge, también se producen a través de las instituciones: “Los ciudadanos
podrían estar implicados cuando las instituciones que mantienen producen de
manera previsible y sistemática un déficit evitable de derechos humanos”
(Politics as usual, 2010, 29) La violación del derecho humano a la
alimentación se reproduce cada vez que contribuimos con nuestros hábitos de
consumo al enriquecimiento de las empresas multinacionales cuyo lucro pasa por
pisotear la legítima aspiración de los más pobres al alimento. Además del deber
moral de contribuir eficazmente con nuestro propio dinero (cuando nuestra
situación económica lo permite) a los que menos tienen, los ciudadanos de los
países medianamente democráticos tenemos, además, la responsabilidad de
presionar a nuestros gobiernos para que no se dobleguen ante los poderes
económicos establecidos por esos oligopolios asesinos. Mientras no cumplamos con
nuestra parte de responsabilidad, careceremos de argumentos para rebatir la
desafiante insinuación de que cada persona que muere por hambre, muere
asesinada.
David Rodríguez-Arias y Carissa Véliz, El derecho humano a la alimentación, 64 años después, Público, 11/12/2012
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