Hem tornat a l'Espanya de sempre.


Hace ya algún tiempo, casi 20 años, encontré en el aeropuerto de Goma a un joven fotógrafo recién llegado. El genocidio ruandés había desbordado sobre Congo, entonces Zaire, y morían miles de personas cada día por la violencia y el cólera. El fotógrafo me dijo que tenía poco tiempo y necesitaba tomar imágenes “intensas”. Preguntó si cerca del aeropuerto, del que aún no había salido, existía alguna fosa común. Existía, por supuesto: enorme y simpre abierta. Me pidió que le llevara hasta ella y lo hice. En cuanto se asomó a la zanja y disfrutó del espectáculo y del aroma, el fotógrafo vomitó sobre los cadáveres. Recuperando como pudo una actitud digna, el fotógrafo se alejó y desde la distancia, con la cámara empuñada, me explicó el intríngulis del asunto: “Es que estas cosas”, dijo, “hay que fotografiarlas con perspectiva”.

Muy cierto. Cuando el asco resulta insoportable, mejor alejarse y recurrir a la perspectiva. ¿Para qué meter la nariz en la carroña, si ya nos la conocemos? Bankia es sólo una excrecencia, una más, y no la última, de un sistema construido en los 70 sobre dos pilares que en su momento pudieron parecer razonables: la reconciliación y el consenso. La idea consistía en saltar por encima de los problemas endémicos de España (una letanía de conflictos centrífugos y centrípetos, de bandazos liberales y nacional-católicos y de angustias existenciales, resumido todo ello en la puñetera pregunta ¿qué es España?) y plantarse en el futuro sin resolver el pasado.

Ahora estamos ya en el futuro. La Cultura de la Transición (“copyright” de Guillem Martínez) ha conseguido sus últimos objetivos. La reconciliación es una plena realidad allí donde hacía falta, entre las élites: no hay más que ver cómo se protegen entre sí políticos, banqueros, altos funcionarios, gentes pudientes e intelectuales orgánicos, unidos y libres al fin de conflictos ideológicos, en la evasión de responsabilidades. Si cae uno, caen otros, como ocurrió en Italia a principios de los 90. El consenso ha permitido construir una España unida, separada y todo lo contrario, en la que cada ciudadano ha venido soportando al menos dos Gobiernos con su correspondiente pompa, sus gastos clientelares y sus caprichos, y en la que han mandado el dinero, la superficialidad y la desfachatez.

La ruina económica se debe en gran medida a los errores de la construcción europea, una tarea objetivamente positiva y sin embargo marcada por una de las taras del siglo XX: la convicción de que la realidad acabaría adaptándose al proyecto ideológico. Pero la ruina moral es enteramente nuestra.

Hemos llegado a un futuro parecidísimo al pasado. Tiene su gracia leer, en el presente trance, el discurso que Joaquín Costa pronunció el 3 de enero de 1900 en el Círculo de la Unión Mercantil e Industrial de Madrid. ¿Qué proponía? Aumentar la productividad, aligerar la administración, atender la pobreza, acabar con la corrupción caciquil y mejorar la educación. El clásico catecismo regeneracionista, con lamentos no menos clásicos: “¿Por qué será esto, señores? ¿Por qué será que el pueblo, que las masas neutras, que la nación, toleren el que de ese modo sigan jugando con sus destinos y con su suerte los gobernantes, sin más título que el de haber jugado antes con ellos 20 y 30 años? ¿Será, por ventura, que hayamos sido tan culpables como ellos, y que nos sintamos desarmados y sin autoridad para reconvenirles y jubilarles?”.

Volvemos a entonar saetas regeneracionistas como las del 98, a lanzar quejidos como los de Ortega y Gasset en La España invertebrada y a constatar, en resumen, que seguimos viviendo en el país angustiado e ineficiente que describió José Sánchez Junco en su espléndido ensayo Mater dolorosa, la idea de España en el siglo XIX. Aunque, crucemos los dedos, sin pronunciamientos militares y sin tanto hambre como entonces, hemos vuelto a la España de siempre. La Transición, al parecer, era esto.

Son curiosos los destinos nacionales. Véase el caso de Alemania, que desde mucho antes de su nacimiento (cuando el Congreso de Viena, o incluso más atrás) y hasta hoy mismo vive empeñada en salvar Europa, por lo civil o por lo criminal, y acaba siempre dejándola patas arriba. Alemania tuvo un par de décadas francamente simpáticas, más o menos las que transcurrieron entre 1968, cuando se afrontó la desnazificación, y 1989, cuando comenzó la retirada de las tropas ocupantes aliadas y se tramó la reunificación. Hoy es Alemania de nuevo.

Y España es España. Lo cual tiene sus ventajas. Los que pasamos de una cierta edad sabemos ya a qué atenernos, los jóvenes descubrirán en qué país viven realmente y por una temporada larga, muy larga, nos ahorraremos esas estupideces de nuevos ricos con las que abochornábamos al mundo. Algo es algo.

Enric González, La Transición era esto. Jot Down, 31/05/2012

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