El fantasma de la tecnocràcia.


A pesar de su decisiva influencia –con un gran balance positivo– en muchos aspectos de la vida, el progreso tecnológico es un hecho singular y aislado, producto de una hábil restricción de los propósitos para la consecución de objetivos previamente fijados. El avance científico es el producto de un aspecto minoritario de la actividad humana. El avance tecnológico es el producto de la aplicación de una pequeña parte del conocimiento científico. Sus propios métodos exigen el abandono de objetivos borrosos, poco claros, paradójicos o contradictorios. Por suerte o por desgracia, la mayoría de los objetivos sociales y culturales poseen estas características.

A diferencia de los procesos tecnológicos —y a semejanza de los procesos biológicos—, los procesos socioculturales carecen de objetivos concretos específicos predeterminados. Tras el estrepitoso fracaso en el siglo veinte de los intentos de aplicación de modelos idealistas desarrollados en el diecinueve, la política ha terminado por convertirse primero en un sistema para determinar los objetivos y, cada vez más, en un medio para hacerlos inteligibles. La escena política ha ido perdiendo protagonismo en la mayor parte de los países porque ya no es vista por los ciudadanos como el lugar donde se toman las decisiones, sino como una especie de centro de traducción y divulgación, muy semejante a los medios de comunicación de masas, de cuyas interpretaciones de la realidad es preciso desconfiar. La simple legitimidad democrática  no nos parece suficiente en muchos casos para definir lo que es deseable para la sociedad: En un mundo donde practicamente nada puede hacerse sin recurrir al conocimiento especializado, la representatividad ha perdido casi todo su valor real.

El conocimiento al que acudimos para que legitime los proyectos individuales y sociales es, se supone, conocimiento científico. Sin embargo, en contra de lo que pudiera mostrar un examen demasiado superficial, los conceptos científicos tienen mucho menos arraigo en nuestras sociedades que los inspirados en la tecnología. Probablemente debido a que la tecnología ha acompañado al ser humano desde el origen de la historia y forma parte de las habilidades características de la especie como, por ejemplo, el lenguaje hablado. Los modelos económico-sociales heredados del siglo XIX, por ejemplo, son modelos técnicos que han pretendido hacerse pasar por modelos científicos. Todas las teorías económicas que se aplican o se proponen en las actualidad están basadas en una idea técnica y determinista de las relaciones económico-sociales. Su objetivo principal continúa siendo la planificación y la predicción. La palabra “tecnocracia”  define bastante bien la aplicación práctica de tales modelos.

Una tecnología —y, por lo tanto, una tecnocracia— puede desarrollarse independientemente de la comprensión de sus mecanismos y, una vez puesta en marcha, sus acciones son a menudo justificadas mediante el recurso de la Caja Negra, que sabemos alimentar y cuyo producto final analizamos mientras ignoramos lo que sucede en su interior.

No son las ciencias físicas o biológicas las que proporcionan los modelos para las metáforas sociales de nuestra época, como comunmente se cree, sino el efecto de sus aplicaciones técnicas. Para muchos continúa prevaleciendo la idea escolástica de que el mundo se encuentra ahí para ser estudiado y conocido por el hombre, que es un libro algunas de cuyas páginas hemos aprendido a leer y, para continuar su lectura, basta con aprender a pasar la página  —habría permanecido escrito e inmutable desde el principio de los tiempos. Un peligroso giro hacia la teología, o al menos, hacia el empirismo (es asombroso el parecido y las influencias recíprocas entre ambas). La explicación de W.J. Freeman que he citado en más de una ocasión (W.J. Freeman, Behavioral and Brain Sciences, 13 (4), 1990.) es muy aclaratoria:

"Una descripción científica [...] es un conjunto de relaciones entre un número de variables cuantificadas, y una explicación es un conjunto de ecuaciones que las interrelacionan en forma simbólica. Utilizándo un tópico, los científicos se preguntan "cómo", no "por qué"; una manzana cae de acuerdo a la ley del cuadrado inverso, no porque es empujada por la gravedad. Esto lo hacen no para evitar la satisfacción de un deseo teleológico, sino porque es lo que les atañe. Jueces, periodistas, abogados y filósofos necesitan explicaciones no científicas en términos de causas. Un patólogo debe decir: el sujeto A murió con la enfermedad B; y un forense debe decir: el sujeto A murió de la enfermedad B. Los forenses tienen la responsabilidad legal de asignar causas a la muerte. Estos son juicios sociales, no científicos."

Nada que objetar a los juicios sociales, siempre y cuando sean reconocidos como tales. Siempre y cuando nos demos cuenta de que la responsabilidad de cambiarlos no es científica, sino personal. Siempre y cuando aceptemos que, para buscar alternativas a la tecnocracia, debemos empezar a poner en cuestión a nuestro tecnócrata interior, ese supersticioso que habita dentro de cada uno de nosotros. Ese que ya había denunciado Lucrecio.

Como escribe Clément Rosset (La antinaturaleza) :

          "Contrariamente a lo que, por lo general, se suele creer, parece evidente que la intuición más importante de Lucrecio, lejos de ser una recusación de la religión en nombre de la razón, fue una asimilación muy penetrante del estado de espíritu religioso al estado de espíritu racionalista y que, en consecuencia, la idea de naturaleza —en el sentido de una pretensión de explicación natural sustituyendo a la interpretación religiosa— no ha tenido cabida jamás en el De rerum natura. En efecto, la razón en la que se apoya Lucrecio para criticar las representaciones de la superstición (es decir, especialmente las representaciones naturalistas, en el sentido moderno del término) no participa de un racionalismo concebido como un sistema explicativo de los fenómenos: consiste, por el contrario, en negar que los fenómenos sean susceptibles de una explicación y hacer de esta promesa de explicación la expresión de un deseo de interpretación racionalista que caracteriza no a la ciencia y a la razón, sino a la religión y a la superstición. La superstición requiere causas, mientras que lo propio de la razón verdadera es descubrir que las cosas son sin causa y denunciar, en el deseo causal, la raíz de la angustia religiosa, la fuente de esa «necesidad metafísica de la humanidad» de la que habla Shopenhauer. De ahí procede, en Lucrecio, una negación muy significativa de los hechos mismos de los que la superstición requiere explicación: si nada explica nada, es que no hay nada que explicar, es decir, que no hay ninguna «naturaleza de las cosas» reclamando del observador explicitación e interpretación. Ya que la superstición, antes de pretender justificar diferentes formas de existencia por una interpretación religiosa o una explicación naturalista, comienza por decretar que hay una «naturaleza» de la vida, de la muerte, del hombre, del trueno, del viento, mientras que, para Lucrecio, estos fenómenos, al ser la expresión del azar y de la conveniencia (o de la inconveniencia), carecen tanto de naturaleza como de causa: la «naturaleza» del hombre consiste en no tener en absoluto naturaleza, la «razón» del trueno o del viento es no tener en absoluto razón. Se comprende entonces fácilmente la indiferencia de Lucrecio respecto a la pluralidad de explicaciones posibles para tal o cual fenómeno, que incomoda a la mayoría de los comentadores, lo cual no significa una indecisión científica atribuíble al estado balbuciente de la física greco-romana, sino indiferencia frente a la idea de causa en sí misma".

Aunque las ciencias sociales reconocen hace tiempo la indeterminación y en la imposibilidad del análisis lineal de los procesos, en la práctica seguimos empeñados en pensar en causas y en efectos. No nos hemos librado de la metáfora mecánica que proviene de la vieja idea de la "máquina divina" y se continua hoy en la máquina electrónica. Y la máquina como metáfora siempre acaba por requerir su axiomática y su fantasma. Ese fantasma es, hoy, la tecnocracia.

Germán Sierra, Ciencia y tecnocracia, Pliegues.eldiario.es, 02/12/2012

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