Som mirada.
Bien sabemos que mirar es más que ver. Y que un buen ver contempla la
mirada del otro. No es que ver sea ser mirado, es que nos vemos
en el mirar ajeno. Verse mirando es más que ser mirado, es sentirse
otro para alguien. Semejante relación entre la mirada y la
alteridad no hace sino confirmar, no sólo que cada cual ve o mira a su
modo sino que, puestos a caracterizarnos, consistimos en una forma de mirar,
somos mirada. De hecho, no hay mayor desconsideración para con
los demás que ni mirarlos, ni verlos.
El elitismo de la mirada acaba por lograrlo. No ver al otro garantiza la tranquilidad de no verse afectado por lo que le sucede. Una suerte de inexistencia para la mirada alivia cualquier incertidumbre: “Lo siento, no le había visto”. De ello no se deduce que la cosa hubiera mejorado en caso de notarlo, simplemente reduce la mirada a un asunto de modales. Pero lo desconcertante no es la nuestra para con los demás, lo inquietante es la suya, su mirada. No ya sólo la mirada del otro, sino la constatación del otro como mirada, hasta el punto de no poder desvincularla de su palabra. Encontrarse con ella es en definitiva hacer la experiencia de dar con su rostro: palabra y mirada.
No faltan quienes necesitan no dar con ese rostro para poder comportarse con
la indiferencia que permite la eficacia de la desconsideración. La clave es no
toparse con la mirada de alguien. Y de hallarse en semejante tesitura, se
trataría de que no fuera en una situación simétrica en la que se corriera el
riesgo de un cara a cara. La altivez sería entonces una
atalaya, en la que la elevación de la postura permitiría una condescendiente
forma de mirar: de arriba abajo. Y ya tendría el carácter de un
consejo, de una recriminación, de una advertencia, cuando no de una amenaza. Eso
sí, “por su bien”. Ponerse en el lugar del otro sería mucho rebajarse y ceder,
salvo momentáneamente, para procurar formas de conmiseración más
paternalistas que fraternales, más maternales que maternas.
La
alteración que supone dar con la mirada de alguien disloca
algunas supuestas contundencias y firmezas. Aprender que el otro también
desea, sueña, imagina,
ama y sufre es decisivo para que uno pueda
verlo de verdad. La experiencia del sentir ajeno es la clave de nuestro efectivo
sentir. Y esta experiencia sólo se produce en el concreto encuentro con
el otro. Ni es una constatación intelectual, ni es una deducción, ni es
una conclusión lógica producto de una demostración. Sólo el otro, el otro sin
tapujos, nos hace comprender hasta que punto su alteridad es
radical, es otro absolutamente otro, que tiene no sólo su
propia vida, sino su insustituible vivir.
La permanente clasificación, cuantificación y ordenación de los demás, su
reducción a lo que puede sopesarse y medirse, no pocas veces ignora su peculiar
singularidad. Por eso, no basta saber de ellos, ni hacer juicios sobre sus
necesidades, sobre sus preferencias, y, ante todo, sobre lo que les conviene. Lo
determinante es estar cerca, lo suficiente para sentir la
proximidad del calor de su mirada, su ansiedad o su entrega, la demanda y la
donación que se nos ofrecen. De ahí que a veces nos situemos a la distancia
adecuada para ver sin ser mirados, sin tener que encontrarnos con la mirada del
otro. Nos gusta ver, fisgar, incluso
escudriñar, pero a condición de no ser penetrados por la
irrupción de la singularidad irreductible del otro. Podemos hablar de él, tomar
decisiones que le afecten, buscar lo que le es más adecuado, eso sí, siempre y
cuando no nos alcance la palabra que destella en su mirada. De
este modo lo vemos sin escuchar lo que su mirar nos dice. Y podemos
compadecernos durante un momento, emocionarnos, pero no nos quedaremos insomnes
con su rostro, ni necesitaremos ninguna transformación. Bastará con vernos
afectados, pero no se precisará ni nuestra acogida, ni nuestra
hospitalidad.
En
definitiva, se tratará de que esta concreta singularidad de alguien no
nos llegue, de que no nos alcance la incomodidad que
nos disloca, de que no se produzca su venida, de que su palabra se quede en un
mero hablar, pero no nos diga. Vivimos de una u otra forma en el olvido
del otro. Y no simplemente porque nos reduzcamos a nosotros mismos,
sino porque efectivamente se trata de una reducción. No es sólo la pérdida del
otro, es, nuestro propio extravío. Sin su palabra, la nuestra
es pura prédica vacía. Sin su decir, poco tenemos nosotros que comunicar, salvo
indicaciones y consignas.
En ocasiones, casi inesperadamente, cuando menos propicio parecería, cuando
bastante tenemos con lo nuestro, se produce un desplazamiento
que cuestiona nuestros anclajes y tambalea nuestras certezas. El rostro
de alguien nos afecta hasta el punto de hacer tiritar nuestro saber y
de reclamar otra sabiduría. Ni sabemos muy bien qué hacer, salvo recibir
cordialmente lo que adviene, a quien se aproxima. Tal vez, sin
expresamente decidirlo, nos encontramos a la distancia pertinente. Y entonces
sólo cabe disponerse a la hospitalaria acogida. Aunque siempre
es posible tratar de “reconocernos” en el otro, utilizándolo para mayor gloria
de nuestra posición satisfecha. Si entonces lo necesitamos es porque gracias a
él, y dado que somos otros para nosotros mismos, ello nos permite saborearnos
como quienes enseñoreamos nuestra existencia. “Nos viene bien” para afirmarnos.
Pero el otro, ese otro que no nos permite tamaño dominio, que se presenta como
irreconocible para el afán de posesión y de seguridad de nosotros como sujetos,
pone a prueba y en cuestión lo que ya parecíamos ser.
Por ello es tan deliciosamente inquietante y
peligroso, y necesario, vérselas con el rostro
del otro, dar con su mirada, dejarse decir por su palabra y sentirse afectado
por su singular existencia. Y no pocas veces, el pensamiento, la decisión, la
voluntad, la ejecución se han nutrido de un olvido nada lateral: el
olvido del rostro del otro.
Ángel Gabilondo, El riesgo de mirar, El salto del Ángel, 11/12/2012
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