Moral, tecnologia i ciència en Bertrand Russell.
La sociedad científica que ha sido dibujada en los capítulos de esta última parte no ha de ser tomada como un profecía seria. Es un intento de describir el mundo que resultaría si la técnica científica hubiese de mandar sin freno alguno. El lector habrá observado que hechos que todo el mundo admite como deseables están íntimamente mezclados con hechos que son repulsivos. La razón de esto es que hemos imaginado una sociedad desarrollada de conformidad con ciertos ingredientes de la naturaleza humana, con exclusión de todos los demás. Como ingredientes son buenos, como única fuerza impulsora habrían de ser probablemente desastrosos. El impulso hacia la construcción científica, cuando no contraría ninguno de los grandes impulsos que dan valor a la vida humana, es admirable, pero si les es lícito y posible cerrar toda salida a lo que no sea él mismo, se transforma en una variedad de tiranía cruel. Hay un verdadero peligro de que el mundo llegue a verse sometido a una tiranía de esta clase, y por esta razón es por lo que no he retrocedido en pintar con tonos sombríos el mundo que la manipulación científica ilimitada podría desear crear.
Bertrand Russell |
La ciencia, en el curso de varios siglos de historia, ha tenido un desarrollo interno, que aún no parece estar completo. Se puede resumir este desarrollo como el paso de la contemplación a la manipulación. El amor del conocimiento, al cual se debe el crecimiento de la ciencia, es en sí mismo el producto de un doble impulso. Podemos buscar el conocimiento de un objeto porque amemos al objeto o porque deseemos tener poder sobre él. El primer impulso conduce al tipo de conocimiento contemplativo, el segundo, al tipo práctico. En el desarrollo de la ciencia, el impulso-poder ha prevalecido cada vez más sobre el impulso-amor. El impulso-poder está representado por la industria y por la técnica gubernamental. Está también representado por las conocidas filosofías del pragmatismo e instrumentalismo. Cada una de estas filosofías sostiene, dicho de un modo general, que nuestras creencias sobre cualquier objeto son verdaderas siempre que nos hagan capaces de manipularlo con ventaja para nosotros. Esto es lo que podría llamarse una concepción gubernamental de la verdad. De las verdades así concebidas, la ciencia nos ofrece una gran cantidad, en realidad, no se vislumbra límite a sus triunfos posibles. Al hombre que desea cambiar su medio ambiente, la ciencia le ofrece instrumentos asombrosamente poderosos, y si el conocimiento consiste en el poder de producir cambios intencionados, entonces la ciencia proporciona conocimiento en abundancia.
Pero el deseo de conocimiento se manifiesta también en otro forma, que pertenece a una serie de emociones del todo diferentes. El místico, el amante y el poeta también buscan conocimiento, quizá no con mucho éxito, mas no por eso son menos dignos de respeto. En todas las formas del amor deseamos tener conocimiento de lo que es amado, no con propósito de poderío, sino por el éxtasis de la contemplación. "En el conocimiento de Dios está nuestra vida eterna", pero no porque el conocimiento de Dios no dé poder sobre Dios. Siempre que haya éxtasis, alegría o deleite derivados de un objeto, hay deseo de conocer ese objeto –de conocerlo, no a la manera manipuladora que consiste en transformarlo en otra cosa, sino de conocerlo en la forma de visión beatífica, porque en sí derrama felicidad sobre el amante-. En el amor sexual, como en otras formas de amor, el impulso hacia este género de conocimiento existe, a no ser que el amor sea puramente físico o práctico. Esto puede constituir la piedra de toque de cualquier amor que sea digno de tenerse en cuenta. El amor que vale contiene un impulso hacia ese género de conocimiento del que sale la unión mística.
La ciencia en sus comienzos, fue debida a hombres que tenían amor al mundo. Percibían la belleza de las estrellas y del mar, de los vientos y de las montañas. Porque amaban todas esas cosas, sus pensamientos se ocupaban de ellas y deseaban entenderlas más íntimamente que lo que la mera contemplación exterior hacía posible. "El mundo –decía Heráclito- es un fuego siempre vivo". Heráclito y los demás filósofos jónicos, de los que vino el primer impulso hacia el conocimiento científico, sintieron la extraña belleza del mundo casi como una locura, en la sangre. Eran hombres de un intelecto titánicamente apasionado, y de la intensidad de su pasión intelectual se ha derivado todo el movimiento del mundo moderno, pero, paso a paso, a medida que la ciencia se fue desarrollando, el impulso-amor que le dio origen ha sido contrariado, mientras el impulso-poder, que fue al principio un mero acompañante, ha usurpado gradualmente el mando, en virtud de su éxito no previsto. El amante de la naturaleza ha sido burlado, el tirano de la naturaleza ha sido recompensado. A medida que la física se ha desarrollado, nos ha ido privando, paso a paso, de lo que nos imaginábamos que conocíamos acerca de la naturaleza íntima del mundo físico. El color y el sonido, la luz y la sombra, la forma y la contextura, no pertenecen ya a aquella naturaleza externa que los jonios buscaban como a la desposada de sus amores. Todas estas cosas han sido transferidas del amado al amante, y el amado ha quedado reducido a un simple esqueleto de huesos crujientes, frío y temible. Aunque quizá sea un mero fantasma. El pobre físico, aterrado ante el desierto que sus fórmulas descubren, acude a Dios en busca de consuelo, pero Dios debe compartir la espiritualidad de su creación, y la respuesta que el físico cree oír a su grito es sólo el latido asustado de su pobre corazón. Desengañado como amante de la naturaleza, el hombre de ciencia se está haciendo su tirano. ¿Qué importa –dice el hombre práctico- que el mundo exterior exista o sea un sueño, si yo puedo obligarle a comportarse según mis deseos?. Así la ciencia ha sustituido cada vez más el conocimiento-poder al conocimiento-amor, y a medida que se completa esta sustitución, la ciencia tiende más y más a hacerse sádica. La sociedad científica del futuro, tal como la hemos imaginado, es de índole tal, que en ella el impulso-poder ha dominado por completo al impulso-amor, y éste es el origen psicológico de las crueldades que corre peligro de fomentar.
La ciencia que comenzó siendo la persecución de la verdad, se está haciendo incompatible con la veracidad, ya que la veracidad completa tiende cada vez más al escepticismo científico completo. Cuando consideramos la ciencia contemplativamente, y no prácticamente, encontramos que lo que creemos lo creemos por fe animal, y que sólo nuestras incredulidades son debidas a la ciencia. Cuando, por otro lado, la ciencia se considera como una técnica para la transformación de nosotros mismos y de nuestro alrededor, se encuentra que nos da un poder enteramente independiente de su validez metafísica. Pero sólo podemos manejar este poder cesando de plantearnos cuestiones metafísica respecto a la naturaleza de la realidad. Y, sin embargo, estas cuestiones son la prueba de una actitud de amante hacia el mundo. De este modo, sólo renunciando al mundo como adoradores podemos conquistarlo como técnicos. Mas esta división en el alma es fatal para la parte mejor del hombre. Tan pronto como se comprueba el fracaso de la ciencia considerada como metafísica, el poder que la ciencia confiere como técnica se obtiene merced a algo análogo a la adoración de Satanás, o sea, por renuncia al amor.
Ésta es la razón fundamente de por qué la perspectiva de una sociedad científica debe ser mirada con aprensión. La sociedad científica, en su forma pura –que es la que hemos tratado de representar-, es incompatible con la persecución de la verdad, con el amor, con el arte, con el deleite espontáneo, con todos los ideales que los hombres han protegido hasta ahora, con la única excepción de la renuncia ascética. No es el conocimiento el que origina estos peligros. El conocimiento es bueno, y la ignorancia es mala, a este principio no encuentra excepción el amante del mundo. Ni tampoco es el poder en sí y por sí el origen del peligro. Lo que es peligroso es el poder manejado por amor al poder, y no el poder manejado por amor al bien genuino. Los directores del mundo moderno están borrachos de poder: el hecho de poder hacer algo que nadie previamente pensaba como posible realización es para ellos suficiente razón para hacerlo. El poder no es uno de los fines de la vida, sino meramente un medio para otros fines, y hasta que los hombres tengan presente los fines a que el poder debiera servir, la ciencia no hará lo que es capaz para procurar la buena vida. Pero cuales son los fines de la vida? Preguntará el lector. No creo que ningún hombre tenga el derecho a legislar para otros sobre este particular. Para cada individuo, los fines de la vida son aquellas cosas que desea ardientemente, y que si existiesen le proporcionarían la paz. O, si se piensa que es mucho pedir la paz en esta vida, digamos que los fines de la vida habrán de proporcionarle deleite o alegría o éxtasis. En los deseos conscientes del hombre que busca el poder por sí hay algo de avaricia, cuando lo alcanza, necesita más poder, y no encuentra felicidad en la contemplación de lo que tiene. El amante, el poeta y el místico hallan una satisfacción más completa que la que pueda conocer el buscador de poder, ya que pueden descansar en el objeto de su amor, mientras el buscador de poder debe estar perpetuamente ocupado en alguna nueva manipulación, si no quiere experimentar una sensación de vacío. Creo, por tanto, que las satisfacciones del amante, usando esta palabra en su sentido más amplio, exceden a las satisfacciones del tirano y merecen un puesto más elevado entre los fines de la vida. Cuando llegue la hora de mi muerte, no sentiré haber vivido en vano. Habré visto los crepúsculos rojos de la tarde, el rocío de la mañana y la nieve brillando bajo los rayos del sol universal, habré olido la lluvia después de la sequía, y habré oído el atlántico tormentoso batir contra las costas graníticas de Cornualles. La ciencia puede otorgar estas y otras alegrías a más gente de la que de otra suerte gozaría con ellas. Si procede así, su poder será sabiamente empleado. Pero cuando suprime de la vida los momentos a que la vida debe su valor, la ciencia no merece admiración, por muy sabiamente que conduzca a los hombres por el camino de la desesperación. La esfera de los valores cae fuera de la ciencia, excepto en cuanto la ciencia consiste en la persecución de la verdad. La ciencia como persecución del poder no debe introducirse violentamente en la esfera de los valores, y la técnica científica, si ha de enriquecer la vida humana, no debe rebasar los fines a que sirve.
El número de hombres que determinan el carácter de una época es pequeño. Colón, Lutero y Carlos V dominaron el siglo XVI, Galileo y Descartes gobernaron el XVII. Los hombre importantes de la edad que acaba de concluir son: Edison, Rockefeller, Lenin y Sun Yat-sen. Con la excepción de este último, estaban estos hombres desprovistos de cultura, desdeñaban el pasado, confiaban en sí mismos y eran crueles. La sabiduría tradicional no se albergaba en sus pensamientos y sentimientos, lo que les interesaba era el mecanismo y la organización. Una educación diferente podía haber hecho completamente distintos a estos hombres. Edison podía, en su juventud haber adquirido conocimiento de historia, poesía y arte, Rockefeller pudo haber aprendido que se le había anticipado Creso, Lenin, en vez de haberse sentido invadido por el odio, al ver ejecutado a su hermano durante su época de estudiante, pudo haberse familiarizado con el desarrollo del Islam y con el desarrollo del puritanismo de la piedad a la plutocracia. Por medio de tales educaciones pudo haber penetrado en las almas de estos grandes hombres algún fermento de duda. Con un poco de duda en el alma, sus hazañas hubieran quizá perdido en volumen, pero hubieran valido mucho más.
Nuestro mundo tiene una herencia de cultura y de belleza, pero, desgraciadamente, esta herencia ha sido sólo manejada por los miembros menos activos e importantes de cada generación. El gobierno del mundo, con lo que o quiero significar los puestos ministeriales, sino los puestos dominantes de poder, ha venido a caer en manos de hombres que ignoran el pasado, que no tienen ternura por lo tradicional, ni comprensión de lo que están destruyendo. No han ninguna razón fundamental que justifique este estado de cosas. El prevenirlo es un problema de educación, y no muy difícil. Los hombre del pasado eran a menudo limitados y provincianos en el espacio, pero los hombres que dominan en nuestra época son provincianos en el tiempo. Sienten por el pasado un desprecio que no merece, y por el presente un respeto que aún merece menos. Las máximas consagradas de la edad pretérita han pasado de moda pero hace falta una nueva serie de máximas para reemplazarlas. Colocaría yo como primera entre éstas la siguiente: "Es mejor hacer un poco de bien que mucho daño." Para dar sentido a esta máxima sería necesario compenetrarse con lo que se entiende por bien. Pocos hombres de nuestros días, por ejemplo, podrán ser compelidos a creer que no hay una excelencia intrínseca en la locomoción rápida. Subir del infierno al cielo es bueno, aunque es un proceso lento y laborioso, el caer del cielo al infierno es malo, aunque puede realizarse con la velocidad del Satanás de Milton. Ni tampoco puede decirse que un mero aumento en la producción de comodidades materiales sea en sí una cosa de gran valor. Prevenir la extrema pobreza es importante, pero aumentar los bienes de los que ya poseen mucho es un gasto de esfuerzo sin valor prevenir el crimen puede ser necesario, pero inventar nuevos crímenes con el fin de que la policía puede mostrar su habilidad en prevenirlos no es tan de admirar. Lo nuevos poderes que la ciencia ha dado al hombre pueden ser manejados sin peligro por aquellos que , bien por el estudio de la historia, o por su propia experiencia de la vida, hayan adquirido alguna reverencia por los sentimientos humanos y alguna ternura por las emociones que dan colorido a la existencia cotidiana de hombres y mujeres. No me atrevo a negar que la técnica científica pueda, con el tiempo, construir un mundo artificial preferible por todos estilos al mundo en que hasta ahora han vivido los hombres, pero debo decir que, si esto ha de realizarse, deberá hacerse por vía de ensayo y con el convencimiento de que el propósito de gobernar no ha de proporcionar tan sólo placer a los que gobiernan, sino hacer la vida tolerable a los que son gobernados. La técnica científica no debe por más tiempo constituir la cultura de los mantenedores del poder, y deberá formar la parte esencial del panorama ético de los hombres para comprobar que la buena voluntad por sí sola no puede hacer una vida buena, el conocimiento y el sentimiento son ingredientes por igual esenciales, tanto en la vida del individuo como en la de la comunidad. El conocimiento, si es amplio e íntimo, trae consigo una relación de tiempos y lugares distantes, el saber que el individuo no es omnipotente o imprescindible, y una perspectiva en la que los valores se vean más claramente que como los perciben aquellos a quienes es imposible una visión distante, aún más importante que el conocimiento es la vida de las emociones. Un mundo sin deleite y sin afectos es un mundo privado de valor. El manipulador científico debe recordar estas cosas, y si lo hace, su manipulación puede ser beneficiosa del todo. Todo lo que se necesita es que los hombres no se envenenen tanto con el nuevo poder que lleguen a olvidar las verdades que fueron familiares a todas las generaciones anteriores. Ni toda la sabiduría es nueva, ni todas las tonterías son anticuadas.
El hombre ha sido disciplinado hasta ahora por su sujeción a la naturaleza. Habiéndose emancipado de esta sujeción, muestra algunos de los defectos del esclavo que se convierte en amo. Una nueva perspectiva moral es necesaria, en la que la sumisión a los poderes de la naturaleza sea reemplazada por lo que tiene el hombre de mejor. Mientras exista esa moral, la ciencia que ha librado al hombre de su cautiverio de la naturaleza podrá proceder a librarle de su cautiverio de sí mismo. Existen peligros, pero no son inevitables, y la esperanza en el futuro es tan racional como el temor.
Bertrand Russell, La perspectiva científica (1931), Cap. XVII
Trad.: G. Sans Huelin
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