Psicologia i regulació de l'ús de les armes.
Apenas han pasado 72 horas después del
brutal tiroteo en Newtown, Connecticut, que costó la vida a 27 personas.
Prensa, radio y TV de todo el mundo así como las redes sociales no cesan de
vocear lo sucedido aportando cualquier detalle nimio al morbo generalizado que
busca respuestas fáciles y las quiere rápido.
En este punto recuerdo la sorda labor de las autoridades y la justicia noruega hace poco más de un año cuando tuvo lugar la matanza de la isla de Utoya perpretada por el psicópata Anders Breivik. Los responsables del caso soportaron presiones y descalificaciones por su meticulosidad y su parsimonia, pero obligaron a los medios a adaptarse a la magnitud e importancia de la tragedia. No se ocultó ni un solo dato importante para la investigación, como pudo comprobarse mas tarde en el proceso, pero todo lo supimos a medida que se iba confirmando que era cierto. Ese ritmo sosegado con el que trabajaron los medios y las autoridades evitó que la masacre de Utoya se convirtiese en un circo mediático, porque ingredientes no faltaban. Los sufridos jueces noruegos pudieron haberse rendido a los peritos que calificaban de “psicótica” la conducta de Breivik y haber zanjado la cuestión por la vía más rápida y tranquilizadora. Pero una severa reflexión surgida de las increíbles discrepancias entre los peritos psiquiatras acabó por taxonomizar con mayor certeza aquella conducta asesina como derivada de la conjunción de un sistema de creencias filonazis que se unió a una personalidad con rasgos anormales y patológicos y a un consumo excesivo de fármacos estimulantes. Para llegar a esta conclusión hizo falta casi un año de trabajo. Pero tanto las víctimas como la sociedad noruega se sienten muy satisfechas con la forma en que se llevó a cabo el proceso y con la sentencia que mandó a Breivik a una cárcel.
No suele ser tan metódica y fría la forma de
trabajar de los cuerpos de seguridad y la justicia norteamericana, que muestran
una extraña facilidad para complicarse la vida con estos trámites. ¿Hará falta
recordar el comportamiento que tuvieron en los días posteriores al 11S,
aquellos amargos días en que Nueva York decidió esconder los cadáveres de los
muertos en los atentados contra las Torres Gemelas? Para lo que nos interesa
ahora, casi siempre que se ha producido una tragedia como la de Newtown, y se
me ocurren varias (61 desde la de Columbine en 1999), el presunto autor tarda
apenas unas horas en ser motejado en los medios con algún diagnóstico
psiquiátrico o alguna otra tara que le descalifique y permita situarle como “sujeto-
que- nada- tiene- que ver- con- el -americano medio”. Hay casos donde el
acusado aparece ante los medios totalmente apayasado, como sucedió con el
asesino de Aurora, Colorado, que fue presentado con su pelo teñido de naranja y
aspecto de estar bajo dosis fuertes de algún psicofármaco. En el caso de Adam Lanza, apenas un par de horas después del tiroteo,
alguien gritó que padecía el síndrome de Asperger. Tres días después de la
masacre, seguimos sin saber quién le diagnosticó así y quiénes lo trataban.
Porque a medida que avanza la investigación, la meticulosidad y la sangre fría
con que se prepararon los hechos contradice no solo el diagnóstico de síndrome
de Asperger sino el de cualquier otra forma de autismo o de enfermedad mental
grave (o sea, una psicosis). Sorprende ver con qué facilidad se cuelgan
etiquetas peyorativas que no harán ningún bien a muchos inocentes: en nuestro
medio, uno de cada 100 recién nacidos sufrirá alguna forma de autismo. No
hablamos, pues, de enfermedades minoritarias.
Revisando lo que muestran los estudios
criminalísticos sobre atentados previos, nos encontramos que la tendencia al
aislamiento o la timidez no son predictores de ninguna forma de violencia. Mas
bien al contrario. A la hora de disparar suelen predominar las llamadas
psicopatías de tipo impositivo (antisociales, narcisistas, etc) que distan
mucho de ser enfermedades mentales. La conclusión mas importante de dichos
estudios es poco tranquilizadora para el común: conductas violentas de este
tipo aparecen en una amplia variedad de personalidades “bien adaptadas”
socialmente. O sea, que cualquier ciudadano, si se dan las circunstancias
adecuadas y la accesibilidad a un arsenal de armas, podría acabar
protagonizando una balacera. Por estrechar el foco, en un número importante de
casos los autores de este tipo de atentados muestran dos rasgos de personalidad
anormales y predominantes: un narcisismo maligno y cierta sensación de poder o
posesión sobre todo lo que les rodea (lo que llaman los americanos sense of
entitlement). Sobre los vaivenes del narcisismo hay mucho escrito. A nadie nos
gusta que nos cuestionen el papel de ser el guapo, el listo o el preferido de
la audiencia. Aunque eso solo exista en nuestra cabeza. Cuando uno convive
desde pequeño con esas fantasías de omnipotencia le ha de resultar muy difícil
soportar que se las cuestionen. Ligado al narcisismo está esa sensación de que
todo lo que nos rodea es nuestro o que nos debe sumisión y respeto, motor de
tantos episodios de violencia doméstica. Añádase a este cóctel algún problema
de conducta del tipo antisocial, como el perder amistades por no saber qué
hacer con ellas o maltratarlas o manipularlas para el propio beneficio. Añádase
el haber sido víctima de maltratos o frustraciones que produzcan una rabia intensa.
Y el consumo de algunos tóxicos desinhibidores. Y, the last
but not the least, un acceso fácil a armas de gatillo rápido y haber crecido en un
ambiente que avala la resolución de conflictos mediante esas armas. Y ya nos
falta poco para que el explosivo estalle.
Lo sucedido ya no puede evitarse, pero si
sería un buen homenaje a los 27 muertos que Newtown fuese el último de estos
desenlaces tan trágicos. No ha de ser imposible, pese al impresionante aparato
propagandístico que los medios ponen a disposición de quien desee restañar su
narcisismo malherido causando tanto dolor como eco informativo. El primer
factor sobre el que trabajar ha de ser una estricta regulación de la tenencia
de armas. El debate político en los próximos meses está servido en los EEUU y
se promete peliagudo. Otro factor diferencial que aparece en la sociedad
norteamericana actual es la dificultad que tiene el ciudadano medio
estadounidense para acceder a los servicios de salud mental. Recomiendo ver las
recientes películas Take shelter o Martha
Marcy May Marlene para comprobar lo
mucho que cuesta consultar con un psiquiatra en Estados Unidos. Cierto que las
psicopatías impositivas no son enfermedades mentales y por tanto no son
susceptibles de tratamiento psicofarmacológico ni psicoterapéutico. Pero se
pueden realizar con ellos intervenciones como retirarles las armas o permisos de conducir, o
tratarlos para evitar el consumo de tóxicos, dos de los factores que más
favorecen episodios como el sucedido en Newtown. Un sistema de salud basado en
el individuo tiene muy poco que hacer en este aspecto frente a los sistemas de
salud que cuenten con redes comunitarias de atención primaria y salud mental
apoyados por servicios sociales especializados. Para un sistema de salud con
una perspectiva pública es más fácil evitar que ciertos malestares e
inestabilidades lleguen a concretarse de forma ultraviolenta, aunque siempre
habrá algún Breivik que ponga su firmeza a prueba. ¿No llama la atención que en
muchos casos estadounidenses la peligrosidad del individuo haya sido detectada
por los próximos o el vecindario pero no comunicada a las agencias competentes?
Es muy difícil comunicar algo cuando las instancias que han de hacerse cargo de
una sospecha fundada resultan casi inaccesibles.
Un servidor se hizo camusiano tras leer La peste. Por eso pienso
que cualquier planteamiento que se haga para evitar estas balaceras que no
cuente con coordinar todo el tejido comunitario (comunidad, educación, sanidad,
servicios sociales) será errado.
Juanjo
Martínez Jambrina, Newtown,
Conneticut, Jot Down, 17/12/2012
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