Contra l'utopisme.
Hay muchas personas que odian la violencia y están convencidas de que una de sus tareas principales y al mismo tiempo más esperanzadas es luchar por su reducción y, si es posible, para su eliminación de la vida humana. Me cuento entre esos esperanzados enemigos de la violencia. No sólo odio la violencia, sino que también creo firmemente que la lucha contra ella no es en modo alguno inútil. Comprendo que la tarea es difícil. Comprendo que en el curso de la historia ha sucedido demasiado a menudo que aquello que parecía al principio ser un gran éxito en la lucha contra la violencia se convertía en una derrota. No pierdo de vista el hecho que la nueva era de violencia, que se inició con las dos guerras mundiales, de ningún modo ha llegado a su fin. El nazismo y el fascismo han sido derrotados completamente, pero debo admitir que su derrota no significa que hayan sido derrotadas la barbarie y la brutalidad. Por el contrario, es inútil cerrar los ojos ante el hecho de que esas odiadas ideas lograron algo semejante a la victoria en la derrota. Debo admitir que Hitler logró degradar el nivel moral de nuestro mundo occidental y que en el mundo actual hay más violencia y fuerza bruta que la que habría sido tolerada aun en la década posterior a la primera guerra mundial. Y debemos enfrentar la posibilidad de que nuestra civilización pueda ser destruida finalmente por esas nuevas armas que el hitlerismo nos tenía destinadas quizás hasta dentro de la primera década ^ después de la segunda guerra mundial. Pues, sin duda, el espíritu del hitlerismo ganó su mayor victoria sobre nosotros cuando, después de su derrota, usamos las armas que la amenaza del nazismo nos llevó a crear. Pero a pesar de todo esto abrigo tanta esperanza como siempre de que es posible derrotar la violencia. Es nuestra única esperanza y largos períodos de la historia de las civilizaciones, tanto occidentales como orientales, prueban que no se trata de una esperanza vana, que es posible reducir la violencia y llevarla bajo el control de la razón.
Quizás es ése el motivo por el cual, al igual que muchos otros, creo en la razón; por el cual me llamo racionalista porque veo en la actitud racional la única alternativa a la violencia.
Cuando dos hombres discrepan es porque sus opiniones difieren o porque sus intereses difieren, o por ambas causas. Hay muchos tipos de desacuerdo en la vida social que deben ser resueltos de una u otra manera. La cuestión puede ser tal que deba ser dirimida, porque no hacerlo puede crear nuevas dificultades cuyos efectos acumulativos provoquen una tensión intolerable, tal como un estado de continua e intensa preparación para decidir el problema. (Un ejemplo de esto es la carrera armamentista.) Llegar a una decisión puede convertirse en una necesidad.
¿Cómo puede llegarse a una decisión? Hay, fundamentalmente, sólo dos caminos posibles: la argumentación (inclusive con argumentos sometidos a arbitraje, por ejemplo, ante alguna corte internacional de justicia) y la violencia. O, si se trata de un choque de intereses, las dos alternativas son un compromiso razonable o el intento de destruir al rival.
El racionalista, tal como yo uso el término, es un hombre que trata de llegar a las decisiones por la argumentación o, en ciertos casos, por el compromiso, y no por la violencia. Es un hombre que prefiere fracasar en el intento de convencer a otra persona mediante la argumentación antes que lograr aplastarla por la fuerza, la intimidación y las amenazas, o hasta por la propaganda persuasiva.
Comprenderemos mejor lo que entiendo por razonabilidad si consideramos la diferencia entre tratar de convencer a una persona mediante argumentos y tratar de persuadirla mediante la propaganda.
La diferencia no reside tanto en el uso de los argumentos. La propaganda a menudo usa también argumentos. Y tampoco reside la diferencia en nuestra convicción de que nuestros argumentos son concluyentes y de que todo hombre razonable debe admitir que lo son. Reside mis bien en una actitud de toma y daca, en la disposición no sólo a convencer al otro, sino también a dejarse convencer por él. Lo que llamo la actitud de razonabilidad puede ser caracterizada mediante una observación como la siguiente: "Creo que tengo razón, pero yo puedo estar equivocado y ser usted quien tenga la razón; en todo caso, discutámoslo, pues de esta manera es más probable que nos acerquemos a una verdadera comprensión que si meramente insistimos ambos en que tenemos razón."
Se comprenderá que lo que llamo la actitud de razonabilidad o actitud racionalista presupone una cierta dosis de humildad intelectual. Quizás sólo la puedan aceptar quienes tienen conciencia de que a veces se equivocan y quienes habitualmente no olvidan sus errores. Nace de la comprensión de que no somos omniscientes y de que debemos a otros la mayoría de nuestro conocimiento. Es una actitud que trata, en la medida de lo posible, de transferir al campo de las opiniones en general las dos reglas de todo" procedimiento legal: primero, que se debe oír siempre a ambas partes; segundo, que quien es parte en el caso no puede ser un buen juez.
Creo que sólo podemos evitar la violencia en la medida en que practiquemos esta actitud de razonabilidad al tratar unos con otros en la vida social; y que toda otra actitud puede engendrar la violencia, aun un intento unilateral de tratar con otros mediante una suave persuasión y convencerlos mediante argumentos y ejemplos de esas visiones que nos enorgullecemos de poseer, y de cuya verdad estamos absolutamente seguros. Todos recordamos cuántas guerras religiosas se libraron en pro de una religión del amor y la suavidad; cuántos cuerpos fueron quemados vivos con la intención genuinamente' bondadosa de salvar sus almas del fuego eterno del infierno. Sólo si abandonamos toda actitud autoritaria en el ámbito de la opinión, sólo si adoptamos la actitud de toma y daca, la disposición de aprender de otras personas, podemos abrigar la esperanza de refrenar los actos de violencia inspirados por la piedad y el sentido del deber.
Hay muchas dificultades que impiden la rápida difusión de la razonabilidad. Una de las principales dificultades es que siempre se necesitan dos para hacer razonable una discusión. Cada una de las partes debe estar dispuesta a aprender de la otra. Es imposible tener una discusión racional con un hombre que prefiere dispararme un balazo antes que ser convencido por mi. En otras palabras, hay límites para la actitud de razonabilidad. Lo mismo ocurre con la tolerancia. No debemos aceptar sin reservas el principio de tolerar a todos los intolerantes, pues si lo hacemos, no sólo nos destruimos a nosotros mismos, sino también a la actitud de tolerancia. (Todo esto está contenido en la observación que hice antes: que la razonabilidad debe ser una actitud de toma y daca).
Una consecuencia importante de todo esto es que no debemos permitir que se borre la distinción entre ataque y defensa. Debemos insistir en esta distinción, así como apoyar y desarrollar instituciones sociales (tanto nacionales como internacionales) cuya función sea discriminar entre agresión y resistencia a la agresión.
Creo que he dicho lo suficiente como para aclarar qué quiero decir cuando me califico de racionalista. Mi racionalismo no es dogmático. Admito de plano que no puedo probarlo racionalmente. Confieso francamente que elijo el racionalismo porque odio la violencia, y no me engaño a mí mismo con la creencia de que este odio tiene fundamentos racionales. O para decirlo de otra manera, mi racionalismo no es independiente, sino que se basa en una le irracional en la actitud de razonabilidad. No creo que se pueda ir más allá de esto. Se podría decir, quizás, que mi fe irracional en los derechos iguales y recíprocos de convencer a otros y ser convencido por ellos es una fe en la razón humana; o, simplemente, que creo en el hombre.
Si digo que creo en el hombre, quiero decir en el hombre tal como es; y nunca soñaría siquiera en afirmar que es totalmente racional. No creo que deba plantearse una cuestión como la relativa a si el hombre es más racional que emocional o a la inversa: no hay manera de evaluar o comparar tales aspectos. Admito que me siento inclinado a protestar contra ciertas exageraciones (provenientes en gran medida de una vulgarización del psicoanálisis) de la irracionalidad del hombre y de la sociedad humana. Pero no solamente soy consciente del poder de las emociones en la vida humana, sino también de su valor. Nunca sostendría que el logro de una actitud de razonabilidad deba convertirse en el objetivo dominante de nuestras vidas. Todo lo que pretendo afirmar es que esta actitud puede llegar a no estar totalmente ausente, ni siquiera en relaciones dominadas por grandes pasiones, como el amor.
Se comprenderá ahora mi actitud fundamental ante el problema de la razón y la violencia; y espero que sea la misma que la de alguno de mis lectores y de muchas otras personas de todas partes. Es esta la base sobre la cual propongo discutir el problema del utopismo.
Creo que podemos considerar al utopismo como el resultado de una forma de racionalismo, y trataré de demostrar que se trata de una forma de racionalismo muy diferente de aquella en la cual creemos yo y muchos otros. Así, trataré de mostrar que existen al menos dos formas de racionalismo, una de las cuales considero correcta y la otra errónea; y que la errónea es la que da origen al utopismo.
Hasta donde se me alcanza, el utopismo es el resultado de una manera de razonar aceptada por muchos que se asombrarían si se les dijera que esta manera aparentemente ineludible y evidente de razonar conduce a resultados utópicos. Quizás pueda presentarse este razonamiento especioso de la siguiente manera.
Una acción, podría argüirse, es racional si hace el mejor uso de los medios disponibles para lograr un determinado fin. Puede ocurrir, sin duda, que sea imposible determinar racionalmente ese fin. Sea como fuere, sólo podernos juzgar racionalmente una acción y describirla como racional o adecuada con respecto a un fin dado. Sólo si tenemos un fin, y sólo con respecto a tal fin, podemos decir que actuamos racionalmente.
Ahora bien, apliquemos este argumento a la política. Toda política consta de acciones, y éstas serán racionales sólo si persiguen algún fin. El fin de las acciones políticas de un hombre puede ser el aumento de su propio poder o su riqueza. O puede ser el mejoramiento de las leyes del Estado, un cambio en la estructura del Estado.
En el último caso mencionado la acción política sólo será racional si determinamos primero los objetivos finales de los cambios políticos que queremos efectuar. Será racional sólo con respecto a ciertas ideas acerca de cómo debe estar constituido un Estado. Así, parece que, romo preámbulo a toda acción política racional, debemos tratar primero de aclarar todo lo posible nuestros objetivos políticos últimos^ por ejemplo, acerca del tipo de Estado que consideramos el mejor, y sólo después podemos empezar a determinar los medios que pueden ser más adecuados para realizar este Estado o para dirigirnos lentamente hacia él, al considerarlo como el propósito de un proceso histórico que —en cierta medida— podemos influir y conducir hacia el fin elegido.
Pues bien, es precisamente a la concepción esbozada a la que llamo utópica. Toda acción política racional y no egoísta, según esa concepción, debe estar precedida por una determinación de nuestros fines últimos, no solamente de fines intermedios o parciales que sólo sean escalones hacia nuestros fines últimos y que, por lo tanto, deben ser considerados como medios más que como fines. Por consiguiente, la acción política racional debe basarse en una descripción o esquema más o menos claro y detallado de nuestro Estado ideal, y también en un plano o esquema del camino histórico que conduce hacia ese objetivo.
Considero a lo que llamo utopismo una teoría atrayente, y hasta enormemente atrayente; pero también la considero peligrosa y perniciosa. Creo que es autofrustrante y que conduce a la violencia.
El hecho de que sea autofrustrante se vincula con el hecho de que es imposible determinar fines científicamente. No hay ninguna manera científica de elegir entre dos fines. Algunas personas, por ejemplo, aman y veneran la violencia. Para ellos, una vida sin violencias sería obscura y trivial. Muchos otros, entre los cuales me cuento, odian la violencia. Se trata de una disputa acerca de fines. La ciencia no puede decidirla. Esto no significa que la tentativa de argumentar contra la violencia sea necesariamente una pérdida de tiempo. Sólo significa que posiblemente no se pueda argumentar con el admirador de la violencia. Éste contestará nuestros argumentos con un balazo, si no se lo refrena mediante la amenaza de la contraviolencia. Si está dispuesto a escuchar nuestros argumentos sin balearnos, entonces está al menos infectado de racionalismo y, quizás, podamos ganarlo. Esta es la razón por la cual argumentar no es una pérdida de tiempo, en la medida en que se nos escuche. Pero no podemos, mediante argumentos, hacer que la gente escuche argumentos; no podemos, por medio de argumentos, convertir a quienes sospechan de todo argumento y que prefieren las decisiones violentas a las decisiones racionales. No se les puede probar que están equivocados. Y éste es sólo un caso particular, que puede ser generalizado. No puede establecerse ninguna decisión acerca de objetivos por medios puramente racionales o científicos. Sin embargo, los argumentos pueden ser sumamente útiles para llegar a una decisión acerca de objetivos.
Al aplicar todo lo anterior al problema del utopismo, primero debemos tener bien en claro que el problema de construir un esquema utópico no puede ser resuelto por la ciencia solamente. Sus objetivos, al menos, deben estar dados antes de que el científico social pueda comenzar a delinear ese esquema. Encontramos la misma situación en las ciencias naturales. No hay cantidad alguna de ciencia física que pueda enseñarle a un científico que debe construir un arado, un aeroplano o una bomba atómica. Los fines deben ser adaptados por él o deben serle propuestos; y lo que él hace como científico sólo es construir medios por los cuales alcanzar esos fines.
.Al destacar la dificultad de decidir, a través de argumentos racionales, entre ideales utópicos diferentes, no quiero dar la impresión de que existe un ámbito —el de los fines— que está totalmente fuera del poder de la crítica racional (aunque sí quiero decir que el ámbito de los fines está más allá del poder de la argumentación científica.) Pues yo mismo trato de argumentar en lo que respecta a ese ámbito: y al señalar la dificultad de decidir entre esquemas utópicos rivales, trato de argumentar racionalmente contra la elección de fines ideales de este tipo. Análogamente, mi intento de señalar que esta dificultad probablemente conduzca a la violencia tiene la intención de ser un argumento racional, aunque sólo alcanzara a los que odian la violencia.
Puede demostrarse que el método utópico, que elige un estado ideal de la sociedad como el objetivo al cual deben tender todas nuestras acciones políticas, probablemente conduzca a la violencia del siguiente modo. Puesto que no podemos determinar los fines últimos de las acciones políticas científicamente o por métodos puramente racionales, no siempre es posible dirimir por el método de la argumentación las diferencias de opinión concernientes a cuál debe ser el Estado ideal. Tendrán, al menos parcialmente, el carácter de diferencias religiosas. Y no puede haber tolerancia alguna entre esas diferentes religiones utópicas. Los objetivos utópicos están destinados a ser la base de la acción política racional y la discusión, y tal acción sólo parece posible si se ha elegido definitivamente el objetivo. Así, el utopista debe conquistar o aplastar a sus utopistas rivales, que no comparten sus propios objetivos utópicos y no profesan su propia religión utopista.
Pero tiene que hacer aún más. Tiene que ser muy radical en la eliminación y extirpación de todas las concepciones heréticas rivales. Pues el camino hacia el objetivo utópico es largo. Por ello, la racionalidad de su acción política requiere la constancia del objetivo durante mucho tiempo futuro; y esto sólo puede lograrse si no se limita a aplastar a las religiones utópicas rivales, sino que hasta extirpa —en la medida de lo posible— toda memoria de ella.
El uso de métodos violentos para la supresión de objetivos se hace aún más urgente si consideramos que el período de la construcción utopista probablemente sea un período de cambio social. Es probable también que, en un período semejante, las ideas puedan cambiar. Así, lo que muchos pueden haber considerado como deseable en la época en que se trazaba el esquema utopista, en una fecha posterior puede parecer menos deseable. Si esto sucede, todo el enfoque corre el peligro de derrumbarse. Pues si cambiamos nuestros objetivos políticos últimos mientras tratamos de desplazarnos hacia ellos, pronto podremos descubrir que nos estamos moviendo circularmcnte. Todo el método de fijar primero un objetivo político último y luego disponerse a ir hacia él es fútil si se cambia el objetivo durante el proceso de su realización. Puede ocurrir fácilmente que los pasos dados hasta ese momento de hecíio alejen del nuevo objetivo. Y si luego cambiamos de th'rección lie acuerdo con nuestro nuevo objetivo, nos exponemos al mismo riesgo. A pesar de todos los sacrificios que podamos haber realizado para estar seguros de que estamos actuando racionalmente, podemos no llegar a ninguna parte, aunque no exactamente a esa "ninguna parte" a la que alude la palabra "utopía".
Nuevamente, la única manera de evitar tales cambios de nuestros objetivos parece ser el uso de la violencia, que incluye la propaganda, la supresión de la crítica y el aniquilamiento de toda oposición. Junto con ella, se afirma la sabiduría y la visión de los planificadores utópicos, de los ingenieros utópicos que diseñan y ejecutan el plan utopista. De este modo, los ingenieros utopistas deben convertirse en seres omniscientes y omnipotentes. Se convierten en dioses. No debe haber otros dioses por encima de ellos.
El racionalismo utópico es un racionalismo autofrustrante. Por buenos que sean sus fines, no brinda la felicidad, sino sólo la desgracia familiar de estar condenado a vivir bajo un gobierno tiránico.
Es importante comprender plenamente esta crítica. No critico ideales políticos como tales, ni afirmo que un ideal político nunca pueda ser realizado. Esta no sería una crítica válida. Se han realizado muchos ideales que antes se consideraban dogmáticamente irrealizables, por ejemplo, el establecimiento de instituciones eficientes y no tiránicas paía asegurar la paz civil, esto es, para la supresión de delitos contra el Estado. Y no veo ninguna razón por la cual una judicatura y una fuerza de policía internacionales deban tener menos éxito en la supresión del delito internacional, esto es, de la agresión nacional y el mal trato a minorías o, quizás, a mayorías. Yo no objeto el intento de realizar tales ideales.
¿En qué reside, pues, la diferencia entre esos benévolos planes utópicos que yo objeto porque conducen a la violencia y esas otras reformas políticas importantes y de largo alcance que propendo a recomendar?
Si yo tuviera que dar una fórmula o receta simple para distinguir entre los que considero planes admisibles de reforma social y escjuemas utópicos inadmisibles, diría lo siguiente:
Trabajad para la eliminación de males concretos, más que para la realización de bienes abstractos. No pretendáis establecer la lelicidatl jíor medios políticos. Tended más bien a la eliminación de las desagracias concretas. O, en términos más prácticos: luchad para la eliminación de la miseria por medios directos, por ejemplo, asegurando que todo el mundo tenga unos ingresos mínimos. O luchad contra las epidemias y las enfermedades creando hospitales y escuelas de medicina. Luchad contra el analfabetismo como lucháis contra la delincuencia. Pero haced todo esto por medios directos. Elegid lo que consideréis el mal más acuciante de la sociedad en que vivís y tratad pacientemente de convencer a la gente de que es posible librarse de él.
Pero no tratéis de realizar esos objetivos indirectamente, diseñando y trabajando para la realización de un ideal distante de una sociedad perfecta. Por mucho que os sintáis deudores de su visión inspiradora, no penséis que estáis obligados a trabajar por su realización o que vuestra misión es abrir los ojos de otros hacia su belleza. No permitáis que vuestros sueños de un mundo maravilloso os aparten de las aspiradones de los hombres que sufren aquí y ahora. Nuestros congéneres tienen derecho a nuestra ayuda; ninguna generación debe ser sacrificada en pro de generaciones futuras, en pro de un ideal de la felicidad que nunca puede ser realizado. En resumen, mi tesis es que la miseria humana es el problema más urgente de una política pública racional, y que la felicidad no constituye un problema semejante. El logro de la felicidad debe ser dejado a nuestros esfuerzos privados.
De hecho, y no es un hecho muy extraño, no presenta grandes dificultades llegar a un acuerdo en la discusión acerca de cuáles son los males más intolerables de nuestra sociedad y acerca de cuáles son las reformas sociales más urgentes. Tal acuerdo puede ser alcanzado mucho más fácilmente que un acuerdo concerniente a una forma ideal de la vida social. Pues los males están en medio de nosotros, aquí y ahora. Se los puede experimentar y, de hecho, los experimentan cotidianamente muchas personas a quienes la miseria, la desocupación, la opresión nacional, la guerra y las enfermedades hacen desdichadas. Aquellos de nosotros que no sufren de esos males encuentran todas los días a otras personas que nos los pueden describir. Es eso lo que da a los males un carácter concreto, es la razón por la cual podemos llegar a algo al argumentar acerca de ellos, por la cual podemos aprovechar aquí la actitud de razonabilidad. Podemos aprender mucho oyendo aspiraciones concretas, tratando pacientemente de evaluarlas de la manera más imparcial que podamos y reflexionando acerca de los modos de satisfacerlas sin crear males peores.
No sucede lo mismo con los bienes ideales. A éstos sólo los conocemos a través de nuestros sueños y de los sueños de nuestros poetas y profetas. No exigen la actitud racional del juez imparcial, sino la actitud emocional del predicador apasionado.
La actitud utopista, por lo tanto, se opone a la actitud de razonabilidad. El utopismo, aunque a menudo se presenta con un disfraz racionalista, no puede ser más que un seudo racionalismo.
¿Cuál es el error, entonces, en el argumento aparentemente racional que esbocé al exponer la defensa del utopista? Creo que es muy cierto que sólo podemos juzgar la racionalidad de una acción con respecto a ciertas aspiraciones o fines. Pero esto no significa necesariamente que sólo se pueda juzgar la racionalidad de una acción política con respecto a un fin histórico. Y tampoco significa, indudablemente, que debamos considerar toda situación social o política desde el punto de vista de algún ideal histórico preconcebido, desde el punto de vista de un presunto fin último del desarrollo de la historia. Por el contrario, si entre nuestras aspiraciones y objetivos hay algo concebido en términos de felicidad y desdicha humanas, entonces estamos obligados a juzgar nuestras acciones no sólo en términos de posibles contribuciones a la felicidad del hombre en un futuro distante, sino también en sus efectos más inmediatos. No debemos argüir que una determinada situación social es sólo un medio para alcanzar un fin, sobre la base de que es meramente una situación histórica transitoria. Pues todas las situaciones son transitorias. Análogamente, no debemos argüir que la desdicha de una generación puede ser considerada como un simple medio para asegurar la felicidad perdurable de generaciones futuras; ni el alto grado de felicidad prometida ni el gran número de generaciones -que gozarán de ella pueden dar mayor fuerza a ese argumento. Todas las generaciones son transitorias. Todas tienen el mismo derecho a ser tomadas en consideración, pero nuestros deberes inmediatos son, indudablemente, hacia la presente generación y hacia la próxima. Además, nunca debemos tratar de compensar la desdicha de alguien con la felicidad de algún otro.
De este modo, los argumentos aparentemente racionales del utopismo quedan reducidos a la nada. La fascinación que el futuro ejerce sobre el utopista no tiene nada que ver con la previsión racional. Considerada bajo este aspecto, la violencia que el utopismo alimenta se parece mucho al amor común de una metafísica evolucionista, de una filosofía histérica de la historia, ansiosa de sacrificar el presente a los esplendores del futuro e inconsciente de que su principio llevaría a sacrificar cada período futuro particular en aras de otro posterior a él; e igualmente inconsciente de la verdad trivial de que el futuro último del hombre —sea lo que fuere lo que el destino le depara- no puede ser nada más espléndido que su extinción final.
El atractivo del utopismo surge de no comprender que no podemos establecer el paraíso en la tierra. Lo que podemos hacer en cambio, creo yo, es hacer la vida un poco menos terrible y un poco menos injusta en cada generación. Por este camino es mucho lo que puede lograrse. Ya es mucho lo que se ha logrado en los últimos cien años. Nuestra propia generación puede lograr aún más. Hay muchos problemas acuciantes que podemos resolver, al menos parcialmente; podemos ayudar a los débiles y los enfermos, y a todos los que sufren bajo la opresión y la injusticia; podemos eliminar la desocupación, igualar las oportunidades e impedir los delitos internacionales como el chantaje y la guerra instigados por hombres exaltados a la posición de dioses, por líderes omnipotentes y omniscientes. Podríamos lograr de luchar por nuestros esquemas utópicos de un nuevo mundo y un nuevo hombre. Aquellos de nosotros que creen en el hombre tal como es y que, por lo tanto, no han abandonado la esperanza de derrotar a la violencia y a la irracionalidad deben exigir, en cambio, que se les dé a todos los hombres el derecho de disponer de su vida por sí mismos, en la medida en que esto sea compatible con los derechos iguales de los demás.
Podemos ver por lo que antecede que el problema de los racionalismos verdaderos y falsos forma parte de un problema más vasto. En última instancia, se trata del problema de una actitud cuerda hacia nuestra propia existencia y hacia sus limitaciones, de ese mismo problema alrededor del cual han hecho tanto ruido los que se llaman a sí mismos "existencialistas", exponentes de una nueva teología sin Dios. Creo que hay un elemento neurótico y hasta histérico en ese énfasis exagerado en la fundamental soledad del hombre en un mundo sin Dios y en la tensión resultante entre el yo y el mundo. Tengo pocas dudas de que esta histeria es íntimamente afín al romanticismo utópico y, también, a la ética del culto del héroe, a una ética que sólo puede comprender la vida en los términos de "domina o póstrate". No dudo de que esta histeria es el secreto de su fuerte atractivo. Puede verse que nuestro problema es parte de otro mayor en el hecho de que se puede establecer un claro paralelo entre él y la división en racionalismo falso aun en una esfera aparentemente tan alejada del racionalismo como la de la religión. Los pensadores cristianos han interpretado la relación entre el hombre y Dios al menos de dos maneras diferentes. La manera sensata puede ser expresada así: "No olvides nunca que los hombres no son Dioses; pero recuerda que hay en ellos una chispa divina." La otra, exagera la tensión entre el hombre y Dios, así como entre la bajeza del hombre y las alturas a las que aspira. Introduce la ética del "domina o póstrate" en la relación entre el hombre y Dios. No sé si hay siempre sueños conscientes o inconscientes de asemejarse a Dios y de omnipotencia en las raíces de esa actitud. Pero pienso que es difícil negar que el énfasis puesto en esa tensión sólo puede surgir de una actitud no equilibrada frente al problema del poder.
Esa actitud desequilibrada (e inmadura) está obsesionada por el problema del poder, no sólo sobre otros hombres, sino también sobre nuestro medio ambiente natural, sobre el mundo como un todo. Lo que podría llamarse, por analogía, la "religión falsa" no sólo está obsesionada por el poder de Dios sobre los hombres, sino también por Su poder para crear un mundo; análogamente, el falso racionalismo está fascinado por la idea de crear enormes máquinas y mundos sociales utópicos. El "conocimiento es poder" de Bacon y el "gobierno del sabio" de Platón son diferentes expresiones de esta actitud que, en el fondo, consiste en reclamar el poder sobre da base de los propios dones intelectuales superiores. El verdadero racionalista, en cambio, sabe siempre cuan poco sabe y es consciente del hecho simple de que toda facultad crítica o razón que pueda poseer la debe al intercambio intelectual con otros. Por consiguiente, se sentirá inclinado a considerar a los hombres como fundamentalmente iguales, y a la razón humana como vínculo que los une. La razón, para él, es precisamente lo opuesto a un instrumento del poder y la violencia: la ve como un medio mediante el cual domesticar a éstos.
1 Esto fue escrito en 1947. Actualmente, modificaría este pasaje sólo reemplazando "primera" por "segunda".
2 El existencialista Jaspers escribe: "Por eso el amor es cruel, implacable; y por eso el genuino amante sólo cree en él si es así". En mi opinión, esta actitud revela debilidad, y no la fuerza que pretende exhibir; no es tanto una simple barbarie como un intento histérico por hacerse el bárbaro. (Cfr. mi Open Society, 4a. ed., vol. II, pág. 317.
Karl Popper, Conjeturas y refutaciones
Trad.: Néstor Míguez
Barcelona, Paidós, 1991
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