Un món inhòspit.
Que algo resulte
habitable no significa que por ello deje de ser inhóspito. No pocas veces
vivimos en contextos, entornos y lugares que más parecen expulsarnos que recibirnos. Y si nos acogen es para
atraparnos y a su modo poseernos. Ni siquiera el mundo hecho a medida de
nuestro quehacer elaborador, obra del actuar humano, parece ser ni tan nuestro
ni tan para nosotros. De hallarnos en alguna modalidad de casa, de ello no se deduce que nos encontremos en un hogar. Vagamos, incluso en lo que
parece más nuestro. La sensación es la de no tenernos nunca.
Alberto
Caraco recuerda en Post
Mortem algunas ciudades por las que deambuló, “inhabituales, espiritualmente desiertas, lugares de los que la gente
sensata y sensible sólo deseaba irse”. Construimos espacios en los que
acercarnos y reunirnos, para no pocas veces ahondar aún más la experiencia de
necesidades insatisfechas, de una soledad sin paliativos, en los que encontrar
el consuelo de no ser los únicos en la misma tesitura. Mantenerse a buen
recaudo es tener a los otros en la debida distancia.
Y lo inhóspito es entonces lo que no es capaz de ofrecer la hospitalidad cordial que convive en la
diferencia y con la diferencia.
Inhóspitos para con lo
diverso, esos lugares resultan insensibles, salvo para el merodeo de un ir y venir permanente, con ciertas
precauciones para cualquier tipo de encuentro o de llegada. Y, sin embargo,
somos capaces de generar afectos, y
de dar sentido, y de crear espacios amigables, afables y expansivos, y de
sobreponernos a lo que no acoge para ofrecer curiosamente incluso aquello de lo
que carecemos.
Tampoco los tiempos son
propicios para una sana hospitalidad. Rodeados de cautelas, precauciones y
prevenciones, todo induce a
mantenerse al margen, de lado, lejos, procurando evitar a ser alcanzados por
cuanto sólo parece advenir para incidir o ahondar en la desolación y el desaliento.
Lo que nos afecta trata de ofrecerse disfrazado de bien futuro, pero ello
agudiza aún más la desventura del
presente.
Planteadas así las
cosas, casi sentimos el alivio de no
encontrarnos en peor situación y agradecemos satisfechos no haber sido
alcanzados aún suficientemente por el rayo de Heráclito y poder proseguir. De nuevo quizá lo inhóspito para
cualquier otra posibilidad adopta la forma de realismo, cuando no de sensatez.
La resignación sería la razonable manera de comportamiento inhóspito. Esto es,
de adecuación y de correspondencia con la árida situación. De lo contrario
cualquier atisbo de no asunción de lo que ya sucede se consideraría insolidaria
con la situación general. Se trataría, por lo visto, de propalar el abatimiento.
En tales circunstancias,
no resulta fácil alentar perspectivas ya que resultarían intempestivas, en un
mundo que, como el propio Caraco
señala, “se quedará sin aire ni agua para
que nos exterminemos en el afán de sobrevivir”. No es preciso ir tan lejos
para hacer la experiencia bien apuntada: “No
nos entenderemos sobre nada porque nos faltará de todo”.
No siempre la carencia,
la falta, la escasez, la necesidad generan espacios para convivir y compartir.
Precisamente no pocas veces ocasionan que emerja con contundencia una incomodidad radical que agudiza aspectos
poco armónicos. No ocurre en todo caso que nos unamos en las dificultades,
también ellas propician el aislamiento de una búsqueda individual de salida o
de respuesta. No son sólo inhóspitas las situaciones también pueden serlo los
modos de afrontarlas. Con ello se agudiza aún más el desamparo.
El temor y el afán de
seguridad no sólo nutren la audacia y la valentía. También propician insensibilidad y mediocridad. El mundo inhóspito para con nosotros podría encontrar
su ajustada medida y nuestra inhospitalidad para con él. La actitud poco
generosa de unos para con los demás se vería especularmente en una recíproca
desconsideración. Y así agudizaríamos lo inhóspito que, poco a poco, contaminaría nuestros sentimientos y
nuestros deseos, no sólo nuestras expectativas. Los malos tiempos, incluso
encontrando en su momento adecuadas soluciones, perviven dejando rastros y vestigios, residuos y huellas, que no
son fáciles de desprenderse de nuestras vidas. La tendencia de lo inhóspito es
a generar inhospitalidad. No es
cuestión de encontrarle ventaja alguna. Lo malo no es bueno ni por sus efectos
secundarios.
No pocos consideran que
la inhospitalaria actitud general,
por una permanente concepción que despiadadamente parece no velar ni siquiera
por los ámbitos de cordialidad y de convivencia, produce efectos de alcance impensable pero que pueden suponerse. Ni el
permanente desplazamiento nos impide vérnoslas con cuanto no se sostiene en la consideración
atenta para con todos y cada uno, para con todas y cada una. Lo inhóspito
alcanza entonces a las vidas propias, singulares, inconmensurables e
irrepetibles y entonces la cuestión no es ya sólo la pérdida de un hogar, es el extravío de uno mismo.
Conviene no ignorar
hasta qué punto las secuelas de una conformación y de una configuración
inhóspitas nos alcanzan, impidiendo no ya simplemente una existencia
confortable, sino una vida en la condición que como tal se reclama. Habituarse
a lo inhóspito es un aprendizaje que hace de la insatisfacción un elemento de articulación. Pero no ya entonces de
vertebración social. Por el contrario, de desamparo. Ahora bien, no es cuestión
de asumir ese entorno inhospitalario como nuestro razonable hogar. De hacerlo,
ya no lo sería.
Sólo la extraordinaria
y en ocasiones desconcertante irrupción e intervención de seres entrañables, generosos, lúcidos y solidarios pone en cuestión
con su acción y sus convicciones lo inhóspito, y lo conmueve. Aunque deben
sentirse bien solos quienes proceden de ese modo. No precisan únicamente
nuestra admiración, sino nuestra participación. Habitar la tierra como mortales
propicia la dicha y el gozo de vivir, pero eso exige no alentar permanentemente el desaliento y, en correspondencia con
lo inhóspito, no confirmar con nuestra continua actuación hasta qué punto puede
llegar a serlo. Se requiere otro tipo de acción intensa y rigurosa. A veces
desconcierta nuestra capacidad para procurarnos
lo inhabitable.
Ángel Gabilondo, Lo inhóspito, El salto del Ángel, 25/12/2012
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