Contra la imatge ideal de l'economia moderna.
by Erlich |
Si hay un pasaje célebre en la historia del pensamiento económico, es aquel
de La riqueza de las naciones en que Adam Smith sostiene que no debemos
esperar que sean la benevolencia del carnicero o el posadero las que nos provean
de una buena cena, sino su propio interés en seguir haciéndolo en el futuro a
cambio de una cierta ganancia. Están aquí presentes los elementos que componen
la imagen liberal del mercado: una concurrencia de egoísmos que desembocan en el
bien común, mediante el juego
de la oferta y la demanda de unos bienes cuyo valor viene expresado, en cada
momento, por su precio. Aunque se trata de una imagen ideal, constreñida a un
escenario cotidiano, sus condiciones esenciales –la maximización de la
preferencia individual en condiciones de libre competencia– pueden proyectarse a
una escala superior. Y es precisamente el carácter canónico de este pasaje el
que permite a David Graeber, en un momento de su voluminoso y fascinante
trabajo (En deuda. Una historia alternativa de la economía), discutir el fundamento de la economía moderna y avanzar hacia sus
propias conclusiones sobre la naturaleza del dinero, la deuda y el capitalismo.
Porque, para el antropólogo norteamericano, la escena que Smith describe no era
cierta en ese momento, por la sencilla razón de que el carnicero y el
posadero servían a crédito a sus clientes en el contexto de una red local de
solidaridades comunales. En realidad, el predominio del interés propio descrito
por Adam Smith era en aquel momento una utopía, una que las instituciones del
capitalismo moderno han convertido en realidad al destruir las economías
tradicionales mediante la violencia y la aritmética. Es decir, que el carnicero
era benevolente, pero se le ha obligado a dejar de serlo.
En el curso de este proceso, lo decisivo para nuestro autor es que el
lenguaje económico ha colonizado todas las esferas de la vida social, a despecho
de las consecuencias sobre las vidas humanas sobre las que no se realiza cálculo
alguno. Para Graeber, el desarrollo del capitalismo, la generalización del uso
del dinero y la punición del impago de las deudas han provocado una confusión
moral formidable, según la cual concebimos la moralidad y la justicia como si
fueran una transacción económica: al modo de una obligación impersonal y
cuantificable cuya objetivación monetaria nos permite justificar lo
injustificable, ya se trate de la opresión de países enteros o del desahucio de
una familia sin recursos. Y esto se pone inmejorablemente de manifiesto en el
hecho de que no todas las deudas son iguales, ni lo son todos los deudores. Lo
que a su vez significa que la premisa mayor, a saber, que las deudas están para
ser pagadas, es falsa: no siempre, ni en todos los casos, ni necesariamente.
¡Depende de la violencia que pueda ejercer el acreedor sobre el deudor! Y
viceversa. No hace falta ser muy perspicaz para comprender cuán diferente sería
nuestra visión de una realidad contemporánea marcada precisamente por el fuerte
endeudamiento de actores individuales, colectivos e instituciones si se
consagrase el principio de que las deudas no deben ser pagadas.
Naturalmente, es difícil concebir que algo así pueda suceder, por más que
Graeber haga un llamamiento final a la condonación universal de las deudas, una
suerte de jubileo global que nos permita empezar de nuevo y refundar la
sociedad. Sin embargo, al igual que sucediera con la también irrealizable
demanda de que los impuestos pasen a ser voluntarios, formulada por Peter
Sloterdijk hace un par de años, es instructivo reflexionar acerca de las razones
que subyacen a un planteamiento semejante1.
Tal como señala el propio Graeber, su libro no deja de ser una historia de la
deuda y del dinero que usa esa misma historia para formular interrogantes que
conciernen al núcleo mismo de la organización social. Se trata de una obra
ambiciosa y erudita, de raigambre antropológica y ramificaciones
económico-filosóficas, que provoca y sugiere tanto como promete, pero, no
obstante su alcance, calla tanto como dice. Su autor ofrece una síntesis
histórica de las prácticas sociales transnacionales relativas al intercambio, el
dinero y la deuda: desde Grecia a China, pasando por Mesopotamia y el banco de
la esquina. Su tesis principal es que la deuda se ha convertido en una forma de
cuantificar, bajo amenaza de violencia, las categorías morales de la obligación
y la promesa, de tal manera que en los últimos cuatro siglos nos hemos apartado
dramáticamente de la manera tradicional de concebir nuestras obligaciones
recíprocas, esto es, la ayuda mutua en el seno de comunidades cooperativas.
¿Rousseau
meets Marcel Mauss? Ciertamente2.
De ahí proviene en gran medida el atractivo contestatario de sus planteamientos,
que, al decir de The New York Times, hacen a Graeber acreedor al título
de «teórico de guardia» de Occupy Wall Street, movimiento análogo a
nuestros indignados del 15-M. De hecho, este confeso anarquista de cincuenta y
un años ha estado ligado al activismo político desde, al menos, la irrupción de
la protesta antiglobalización a finales de los años noventa. Y ello hasta el
punto de protagonizar un sonoro escándalo en la Universidad de Yale, cuando ésta
declinó renovar su contrato en 2005 sin alegar razón alguna, provocando una
oleada de críticas en todo el mundo que terminó en un acuerdo extrajudicial:
Yale pagó un año sabático a Graeber a cambio de que éste retirara la demanda
interpuesta contra la universidad. Se hizo la paz de las indemnizaciones y el
autor da ahora clase en Londres. Este libro tiene así la virtud adicional de
sintetizar toda una forma de contemplar no ya la actual crisis económica, que es
primordialmente una crisis de endeudamiento, sino la propia relación entre la
sociedad y su sistema económico. Sin hacerlo explícito, Graeber estaría tratando
de proporcionar un fundamento antropológico a la idea de que la política debe
primar sobre la economía en lugar de –presuntamente– someterse a ella.
Se trata, en este caso, de la mirada de un antropólogo. Es algo que, como
veremos después, plantea más de un problema, pero que inicialmente tiene su
reflejo en el énfasis sobre los fundamentos sociales del intercambio económico.
Para Graeber, el debate sobre la deuda ha influido en la formulación del
vocabulario moral de la especie; a su juicio, la moralidad consiste
esencialmente en cumplir nuestras obligaciones con los demás; unas obligaciones
que solemos concebir como deudas. Y añade: «La diferencia entre una deuda y una
obligación es que una deuda puede ser cuantificada con precisión. Para eso hace
falta el dinero» (p. 21). De tal forma que el dinero hace posible la
deuda. Eso explicaría que ambos aparezcan en la escena histórica al mismo
tiempo, exigiendo por ello que cualquier historia de la deuda sea, también, una
historia del dinero. Sólo que Graeber anuncia que la suya es diferente de la
habitual.
Y no le falta razón. Para empezar, Graeber plantea la necesidad de demoler lo
que, a su juicio, son los dos mitos fundacionales del dinero y la deuda: el
trueque y la deuda primordial. De ambos, es el primero el que se nos aparece con
mayor claridad cuando tratamos, intuitivamente, de explicar los intercambios
económicos; el segundo, no obstante su menor explicitud, está presente en no
pocas de nuestras manifestaciones culturales y es un acierto del autor ponerlo
sobre la mesa.
Por un lado, Graeber discute que la economía de mercado y el dinero
constituyan la evolución natural de una economía de trueque cuya existencia,
sugiere, es una mera fantasía de los economistas. Éstos suelen atribuir tres
funciones al dinero –medio de cambio, unidad de cuenta, depósito de valor– y
tratan como primordial el relativo a su función como medio de cambio, lo que ha
permitido la generalización de una secuencia ideal: «Primero viene el trueque,
luego el dinero; sólo después el crédito» (p. 21). Esto permite sostener que la
economía antecede al Estado y además existe separadamente de la vida
política y moral; tal es, a su modo de ver, «el gran mito fundacional de la
disciplina económica» (p. 25). Habríamos asimilado la fábula del trueque sin que
exploradores ni antropólogos hayan encontrado jamás su realidad en comunidades
sedentarias; el trueque sólo tiene lugar entre extraños o enemigos, ya que un
intercambio de este tipo tiene sentido únicamente cuando dos personas no van a
volver a encontrarse. A su modo de ver, los sistemas de trueque no surgen si no
existe el dinero; son un subproducto accidental del uso de éste. De donde
concluye que las sociedades sin Estado tienden también a carecer de mercados.
Esto último es discutible, salvo que nos refiramos a sociedades de escala
reducida donde la interacción social es mínima y la producción de bienes poco
diversificada. Tampoco está claro que el trueque dependa estrictamente de la
ajenidad, aunque sólo sea porque es imposible saber con certeza si uno va a
volver a encontrarse o no con alguien a quien no conoce3.
Sea como fuere, la premisa no es tan decisiva para la conclusión como supone
Graeber, ya que el hecho crucial es el desarrollo de sistemas complejos de
intercambio donde la neutralización de los rasgos personales, si bien no
absoluta, es característica predominante de la interacción económica; no es tan
relevante que el trueque sea o no la base inicial de los mismos. A cambio,
resulta muy saludable su llamamiento a trascender los modelos teóricos ideales,
para prestar atención a las circunstancias reales de la vida económica,
exentas de la pureza intrínseca a la simple narración sobre las mismas y su
evolución.
En segundo lugar, Graber se pregunta por los orígenes del dinero, subrayando
la ausencia de teorías antropológicas o económicas sencillas sobre el
particular: porque no las hay. Después de aludir a la idea keynesiana de que el
dinero, sean cuales sean esos orígenes, ha sido en los últimos cuatro mil años
una criatura estatal, recurre a una reciente argumentación de tintes
antropológicos (representada por Michel Aglietta, André Orléan y Bruno Théret)
cuyo argumento básico, surgido a raíz de los debates en torno al euro, es que
política monetaria y política social son inseparables por una razón peculiar:
los gobiernos crean dinero y recaudan impuestos al ser los custodios de la deuda
que los ciudadanos tienen entre sí, una deuda primordial que sería la
esencia misma de la sociedad. Esta deuda se expresaba a través de la religión,
como mostrarían los poemas védicos compuestos entre 1500 y 2000 AC, antes de
hacerlo a través del Estado, pero su esencia es la misma, a saber, la convicción
de que la propia existencia humana es una forma de deuda. O, más bien, podría
matizarse, que es percibida como tal. Para Graeber, esto tiene un significado
profundo: «La naturaleza humana no nos lleva a “negociar y cambiar”. Asegura,
por el contrario, que estaremos siempre creando símbolos: como el dinero» (p.
58). Dado que el dinero, pese a esa condición simbólica, no deja de servir para
comparar y medir diferentes cosas, Graeber echa mano de la teoría de Philippe
Rospabé, para quien el «dinero primitivo» no es un medio para pagar deudas, sino
un reconocimiento de que hay deudas que no pueden pagarse en absoluto, el
reconocimiento de que hay deudas que no pueden pagarse con dinero. Esto es algo
que, por otra parte, cualquiera es capaz de reconocer: nadie cree que si el
Estado paga un millón de euros a alguien por haberlo encarcelado erróneamente
durante diez años haya pagado realmente su deuda con él. Más adelante,
volveremos a la inconmensurabilidad de lo vital y lo monetario, porque aquí
reside uno de los aspectos más cuestionables de la teoría de nuestro autor. Para
él, en todo caso, la teoría de la deuda primordial no se sostiene, al no hacerlo
la proposición de que las deudas a los dioses se las apropiaron los Estados y se
convirtieron en la base de los sistemas tributarios; porque no todos los
individuos o grupos han pagado impuestos a lo largo de la historia.
Tirando de este hilo, llega Graeber a donde más le interesa llegar, esto es,
a la denuncia de la reducción economicista de las relaciones humanas que la
práctica capitalista y la teoría económica habrían prescrito primero y logrado
después. Dice así, por lo demás acertadamente, que la economía
está obligada a asumir que el intercambio de bienes
no ha de tener nada que ver con la guerra, la pasión, la aventura, el misterio,
el sexo o la muerte. La economía asume una división entre diferentes esferas del
comportamiento humano que […] sencillamente no existe. A su vez, estas
divisiones se hacen efectivas a través de arreglos institucionales muy
específicos. (p. 33)
Por supuesto, añade, tenemos una propensión a calcular, pero sólo es una de
nuestras muchas propensiones; de lo que se trata es de decidir cuál queremos que
sea el fundamento de la humanidad y la civilización. Claro que tal vez no sea
una decisión consciente de nadie, algo que Graeber parece olvidar;
acaso el desarrollo social que nos lleva hacia una mayor abstracción y
complejidad tenga mucho de proceso espontáneo que encuentra, por el camino, sus
propias correcciones y compensaciones: no tenemos ya la silla en la puerta de la
casa, pero podemos comunicarnos más fácilmente con los demás y adquirir mejores
servicios a mejor precio. ¿Quién puede decidir qué vida es mejor si
comparamos la visión idealizada de la sociedad tradicional con una sociedad
contemporánea cuya cercanía y mismidad nos lleva a exagerar sus defectos en
olvido de sus comodidades?
Por otro lado, aparte de que todas las ciencias humanas sufren de sesgos
semejantes, la economía ha ido abandonando progresivamente el dibujo neoclásico
del sujeto racional y egoísta que decide siempre en beneficio de sus intereses.
Para empezar, porque una cosa es la maximización de las preferencias propias y
otra el individualismo posesivo; es posible y no tan infrecuente que la
preferencia propia resida en ayudar a los demás, o que esta tendencia conviva
con la contraria en una misma persona. Por añadidura, la propia ciencia
económica, de consuno con la psicología y la sociología, tiene cada vez más
claro que cometemos toda clase de errores cuando perseguimos nuestros propios
intereses, errores que en gran medida tienen que ver con la influencia de esas
otras esferas del comportamiento humano en nuestras prácticas de mercado, del
mismo modo que las prácticas de mercado influyen sobre las demás, como sucede
crecientemente en el terreno de las prácticas amorosas y sexuales. Hemos pasado
toda la historia lamentando la mercantilización progresiva de las puras artes y
costumbres sociales, pero quizá más bien lo que se ha producido con el
desarrollo del capitalismo moderno es una explicitación del papel que juega el
intercambio en las relaciones humanas. ¡Ya se quejaba Petronio en el
Satiricón de la corrupción del arte a manos del dinero! El desarrollo
del capitalismo moderno ha multiplicado el número de potenciales consumidores,
lo que ha ido de la mano de la emergencia gradual de un mercado
hiperdiferenciado de bienes y la generalización de la tarde de compras como
práctica de ocio. En consecuencia, nos parece que el capitalismo ha arrasado con
formas más honorables de vida, cuando quizá lo que haya hecho no sea sino
procurar una transformación de las anteriores o, incluso, sacar a la superficie
lo que estaba latente en ellas. Y acaso, en fin, soñamos con una interacción
social libre de cálculos por la misma razón por la que soñamos con el Reino de
los Cielos: porque trabajar cansa y vivir también, al exigir una toma de
decisiones que, en la sociedad premoderna, tradición y casta tomaban por
nosotros.
Subraya Graeber que en el interior de las comunidades tradicionales cualquier
cosa solía ser aceptada como dinero, siempre que hubiera alguien dispuesto a
aceptar ese algo como medio para la cancelación de una deuda, lo que convertiría
al dinero en un instrumento a medio camino entre la mercancía y la medida de
deuda. Esto tiene su lógica, igual que la tiene que Amazon, a diferencia de doña
Lourdes, no esté dispuesto a aceptar que le paguemos en kilos de patatas el
último disco de Bob Dylan. De tal ambivalencia del dinero deduce Graeber una
conclusión político-antropológica: «la batalla entre Estado y mercado, entre
gobiernos y comerciantes, no es inherente a la condición humana» (p. 75). Ya que
el dinero no es per se incompatible con formas tradicionales de
relación y crédito que son inherentes a las comunidades locales. Sería el
capitalismo moderno el que nos obliga a pensar de otro modo, después de haber
contaminado de economía el lenguaje moral. Pasaremos a disociar vínculo personal
y deuda, a contemplar los mercados como una esfera separada del gobierno. Y es
en este punto donde Graeber propone buscar un fundamento distinto para la
moralidad, arrancando del principio de que toda relación humana descansa sobre
alguna forma de reciprocidad.
Son tres los principios morales que pueden regir las relaciones económicas.
En primer lugar, lo que Graeber llama comunismo, aunque sería más
razonable llamarlo socialismo a la vista de las propensiones anarquistas del
autor. Para él, el comunismo es «la materia bruta de la sociabilidad», como
puede apreciarse en las pequeñas cortesías de la vida cotidiana y en la
solidaridad natural que emerge en los casos de catástrofe natural o escasez
apocalíptica. Graeber puntualiza que somos más solidarios con unos, los
nuestros, que con otros. En segundo lugar, el principio del
intercambio, basado en la equivalencia y caracterizado por su
impersonalidad. También aquí, no obstante, la sociabilidad se cuela por los
intersticios, como demuestra la importancia del trato personal entre vendedor y
comprador o las formas implícitas de intercambio recíproco (invitamos a un amigo
a una cerveza, él nos invita a la siguiente). Finalmente, estas reglas de
reciprocidad se suspenden cuando se aplica el principio de la
jerarquía, donde alguien está por encima de otro alguien. Para nuestro
autor, nos movemos continuamente entre estas distintas variantes de contabilidad
moral, pero la reciprocidad es nuestro formato básico, el modo principal en que
concebimos la justicia. Estos principios se hallan entremezclados; es difícil
saber cuál predomina cuándo. No obstante, si aceptamos esta clasificación, el
predominio de la reciprocidad influye directamente sobre el modo en que los
distintos principios son percibidos y aplicados: la reciprocidad implica una
evaluación del valor de lo que aporta cada parte a una relación determinada,
incluso en el caso de que una de las partes decida dar más que la otra. Es
decir, que la solidaridad espontánea que se practica después de un terremoto no
ciega a los protagonistas ante los posibles abusos de los demás. Y no hace falta
haber leído a Hegel para saber que las relaciones entre amos y esclavos están
llenas de matices e inversiones psicológicas.
Pues bien, si la
jerarquía y el intercambio han prevalecido históricamente sobre el comunismo, es
debido a la violencia. Para Graeber, la «conmovedora utopía» que supone situar
el origen de la vida económica en el trueque tiene propósitos ideológicos, en el
sentido de tratarse del velamiento de una realidad desagradable: la destrucción
de la vida económica comunitaria mediante la dislocación forzosa de sus
miembros, ya sean mujeres o esclavos. De este modo, la historia se encontraría
foucaultianamente llena de espacios en blanco, porque no queremos reconocer el
papel que la violencia ha desempeñado en la constitución de la economía moderna:
«Si nos hemos convertido en una sociedad endeudada, es porque el legado de la
guerra, la conquista y la esclavitud nunca ha desaparecido del todo» (p. 164).
Parafraseando a Tácito, hicieron un desierto y lo llamaron mercado. Es la
violencia lo que permite el tránsito de lo que Graeber llama «economías
humanas», que predominan durante la mayor parte de la historia, a las economías
comerciales modernas. Si adjetiva de humanas esas economías precedentes, es
porque su menor escala haría posible un tipo diferente de intercambio: en ellas,
el dinero es una «moneda social» que sirve para crear, mantener o anular
relaciones personales, antes que para comprar cosas. El dinero sirve para medir
otras cosas antes que el valor relativo de los bienes; por ejemplo, el
honor. Y cuando ese mismo dinero empieza a servir para calcular el valor de un
corte de pelo, dice Graeber, la sociedad experimenta una crisis moral. Es
posible que ese mismo dinero ayude a disolver las jerarquías, pero también mina
las antiguas formas de ayuda mutua.
A través del concepto de economía humana, nuestro autor pretende ofrecer una
alternativa a nuestra actual organización económica. Esa alternativa es
coherente con el ideario anarquista, al poner el énfasis en la comunidad vecinal
y la humanización de los intercambios económicos; un paso atrás en el camino de
abstracción y racionalización característico de la modernidad. Sin duda, es
saludable el acento que pone Graeber en el papel de la violencia a lo largo de
la historia económica, a fin de que no olvidemos que las idealizaciones
contractualistas esconden a menudo situaciones de dominación. No obstante, no es
sólo la esfera económica la que se ha visto afectada por esta otra propensión
humana: la violencia ha estado presente en la historia in toto de
manera constante, aunque decreciente, y acaso esa disminución gradual tenga más
significado que la desnuda fuerza de un vicio que convive en nuestra naturaleza
con la virtud de la cooperación4.
Y del mismo modo que las economías comerciales han traído consigo innumerables
ventajas colectivas que Graeber tiende a dejar a un lado, su retrato de las
economías humanas tiende también a reproducir la fabulación que reprocha a
quienes defienden la literalidad del trueque pacífico y generalizado.
A través del concepto de economía humana, el autor
pretende ofrecer una alternativa a nuestra actual organización
económica
En este punto, el autor afronta la tarea que aparece planteada en el título
de manera autoparódica: relatar los cinco mil años de historia de la deuda. Su
periodización es aproximada, como no podía ser de otra manera, mientras que la
abundancia de episodios históricos y pruebas antropológicas tiene un carácter
más sugerente que probatorio. Nadie puede conocer a los cincuenta años la
historia del mundo con la profundidad que requeriría la tarea que Graeber
emprende. De forma poco convincente, describe inicialmente la historia del
dinero como la historia de la alternancia de períodos dominados por el lingote
de metal precioso y la moneda o billete sin valor intrínseco. A partir de la
denominación de Jaspers, empieza por la Época Axial, que cubre los años 800 a.
C.-600 d. C., un período marcado por la riqueza de pensamiento en Grecia, India
y China, que coincide con las primeras acuñaciones de moneda, originariamente
destinadas al pago de mercenarios. Aquí está ya el huevo de la serpiente, es
decir, el surgimiento de
una nueva forma de concebir la motivación humana,
una simplificación radical de los motivos que hizo posible empezar a hablar de
conceptos como «beneficio» y «ventaja», así como imaginar que eso es lo que la
gente realmente persigue, en cada uno de los aspectos de su existencia.
(p. 239)
De alguna forma, el materialismo filosófico tendría su reflejo social en el
surgimiento del dinero acuñado. Por contraste, la Edad Media (600-1450 d. C)
supone el entremezclamiento de los mercados monetarios y las religiones. De gran
interés son las reflexiones planteadas por Graeber en torno al islam, donde el
comerciante es una figura referencial, hasta el punto de que aquél constituye a
su juicio la primera «ideología popular de libre mercado». Si las sociedades
islámicas no desarrollan los instrumentos financieros característicos de las
occidentales, se debería precisamente a la seriedad con que se toman el riesgo
implícito a la inversión empresarial para las dos partes que
intervienen en ella. Y aunque el cristianismo condena inicialmente la usura, a
partir de la lectura del Deuteronomio 23:19-20, donde se proclama la
imposibilidad de prestar al hermano, pero la legitimidad de prestar al«extraño»,
la progresiva despersonalización de los intercambios económicos, sumada a la
reinterpretación luterana de la Biblia, terminó por generalizar la práctica del
préstamo con interés. Pese a ello, la Iglesia católica no ha dejado de recelar
de la economía capitalista, representada de una vez y para siempre por aquellos
mercaderes a los que Jesucristo expulsara del templo.
Cuando afronta el penúltimo de sus grandes períodos, que denomina Época de
los Grandes Imperios Capitalistas (1450-1971 d. C.), Graeber hace una afirmación
que define bien el tono dominante en su libro: «Si de verdad queremos comprender
los orígenes de la moderna economía mundial, el lugar no es Europa en absoluto.
La historia real es cómo China dejó de usar el dinero de papel» (p. 309).
¡Aunque después esa historia resulta, como es natural, tan importante como
muchas otras! Trucos narrativos aparte, esta época es decisiva porque el
individuo empieza a verse a sí mismo como un sujeto autónomo que contrata con
los demás en función de su propio interés, de manera que las relaciones de
confianza dominantes en las pequeñas comunidades se ven reemplazadas por la red
de desconfianzas mutuas que Hobbes acertaría a dibujar en su Leviatán.
La entrada del Estado y su violencia monopolista sería así determinante, junto
con la criminalización del impago de las deudas:
La historia de los orígenes del capitalismo no es,
pues, la historia de la destrucción gradual de las comunidades tradicionales a
manos del poder impersonal del mercado. Es, más bien, la historia de cómo una
economía de crédito acabó convertida en una economía de interés; la de la
progresiva transformación de las redes morales mediante la intrusión del poder
impersonal –a menudo vengativo– del Estado. (p. 332)
Graeber participa de la distinción de Braudel entre mercados y capitalismo,
según la cual éste se orienta principalmente a la producción de dinero a partir
del dinero: por eso habla del paso de una economía de crédito, donde el acento
recae en el préstamo, a una de interés, donde se subraya el propósito de extraer
un beneficio de tal préstamo. A ello habría que sumar la tendencia del
capitalismo al crecimiento permanente y su «secreto escándalo», que es la
ausencia de un verdadero sistema de libertad de circulación del trabajo. En
pasajes como éstos se pone de manifiesto la tendencia del autor a contar sólo la
cara B del capitalismo, sin considerar sus innumerables beneficios, que empiezan
en su capacidad para combatir la pobreza y concluyen en la estabilidad política
asociada a las sociedades bienestaristas de clases medias.
Sea
como fuere, la desvinculación del oro y el dólar en 1971 marca el comienzo de la
última etapa en la historia del dinero: el «comienzo de algo todavía por
determinar». Empieza entonces una fase de la historia financiera que «nadie
comprende del todo» (p. 362). Y una fase que permite a Graeber converger con
análisis más convencionales de la historia reciente, a saber, en la crítica de
estirpe chomskyana al militarismo norteamericano como raíz de casi todos los
males: «Hay una razón que explica que el mago tenga esa extraña capacidad para
crear dinero de la nada. Detrás hay un hombre con una pistola» (p. 364). ¡Con el
complejo militar-industrial hemos topado! La crisis iniciada en 2008 es
consecuencia de ese estado de cosas: es la culminación de una batalla por la
definición misma del dinero y el crédito. Para Graeber, el capitalismo
neoliberal ha invadido todas las esferas de la existencia y ha convertido el
pago de las deudas en la definición misma de moralidad, en un momento en el que
todos estamos endeudados, porque para tener una vida que vaya más allá
de la mera supervivencia hay que vivir a crédito. Esto es a la vez cierto y
exagerado: la universalización del endeudamiento no viene causada por el
capitalismo, sino por instituciones e individuos concretos que son a la vez
responsables y receptores de la influencia ajena; lo que vemos como reprobable
en plena crisis era contemplado como ordinario en la bonanza. Que todo esto sea
un efecto de la militarización del capitalismo estadounidense parece una
conclusión algo pueril y refleja una visión unidimensional del poder estatal que
mal se compadece con la realidad del último siglo, tal como Benjamin Kunkel se
encarga de recordarnos en su, pese a ello, elogiosa recepción de este libro:
¿Es que la administración legal –por contraste con
la asociación informal– no puede ser un vehículo de justicia así como de
injusticia? ¿Y no es también cierto lo contrario, de tal forma que la confianza
exclusiva en el colectivismo anarquista acaso ofrezca menos en términos de
felicidad, libertad o lo que quiera que sea aquello que persigamos, que una
sociedad que permita la intervención de un Estado con ejércitos y
burocracia?5
Más interesante es la pregunta acerca de lo que puede suceder cuando el
crédito es generado ad aeternum, por medio de una refinanciación
constante que protagonizan los Estados tanto como los ciudadanos. Quizá sólo
tengan lugar burbujas periódicas y lentos desapalancamientos; o quizá esta forma
de operar no sea sostenible. Es difícil predecirlo. Para Graeber, no obstante,
si el endeudamiento generalizado es el problema, la solución es su condonación
global, un jubileo al estilo bíblico que suprima de un plumazo las deudas
internacionales e individuales. Ya que, en la práctica, no todos tienen que
pagar sus deudas, que no las pague nadie: «Para hacer todos borrón y cuenta
nueva, marcar una ruptura con nuestra moralidad heredada, y empezar de nuevo».
¡Así perezca el mundo!
No es necesario entrar en detalles prácticos para saber que la solución
propuesta por Graeber es irrealizable; algo que a él mismo no debe escapársele.
Pero ni siquiera en el terreno de la más pura especulación teórica tiene sentido
plantear una solución así, si lo único que se añade –a modo de prescripción
alternativa– es la consabida afirmación de que debemos repensar nuestras
categorías morales y políticas. ¿Qué nos garantiza que ese recomienzo sin deudas
no sea más que el prólogo de otros cinco mil años de evolución de los
instrumentos crediticios? Nada, por supuesto. A la fe del autor en un jubileo de
estas características subyace la desconfianza hacia las instituciones heredadas,
una suerte de sospecha de irracionalidad que es antónima de la confianza del
conservador hacia aquello que ha llegado hasta nosotros por –supone– alguna
buena razón. Y esa sospecha denota igualmente un rechazo del capitalismo moderno
que no concuerda con sus logros. ¿Es que el empleo del dinero no ha traído
ventajas y avances en las condiciones materiales de la existencia humana, ni el
Estado ha encarnado principios de justicia que se han hecho efectivos mediante
políticas de protección social? Tal como señala Werner Plumpe en el
Frankfurter Allgemeine Zeitung, esos progresos «no son sólo
consecuencia de la violencia y la explotación, porque, en ese caso, España se
habría hecho rica y así habría permanecido» tras conquistar las Indias. Fiel a
la tradición en la que se inscribe, Graeber insiste en exceso en el paradigma
rousseaniano que ve a un ladrón allí donde hay un propietario:
¿Quién fue el primer hombre que miró a una casa
llena de objetos y los evaluó inmediatamente en función del valor de cambio que
podrían alcanzar en el mercado? Sólo pudo ser un ladrón. (p. 386)
Pero tan improbable es sostener que los mercados constituyen la limpia
evolución del trueque natural como decir que son la sucia
consecuencia de la violencia y el robo. Son ambas cosas, si bien
probablemente más la primera que la segunda, o, si se quiere, la primera a pesar
de la segunda. Sucede que Graeber necesita ese presupuesto para llegar a la
definición de deuda que cierra su libro: «Una deuda no es más que la perversión
de una promesa. Es una promesa corrompida por las matemáticas y la violencia»
(p. 391). La frase es hermosa, pero inexacta: si yo entrego a mi vecino tres
litros de leche a cambio de una gallina pagadera en una semana, la matemática
aproximada está presente, pero la violencia no tanto. Y si los protagonistas son
un ciudadano y el banco que va a prestarle el dinero que necesita para adquirir
una televisión de plasma, pasa lo mismo. Salvo que uno considere que, en este
último supuesto, está implícita una violencia sistémica que nos fuerza sin
saberlo a vivir como no queremos –o no deberíamos querer– vivir, a
diferencia de una vida comunal presuntamente armónica y libre de conflictos.
Sin embargo, no pocos de los problemas que padece la por demás fascinante
crítica que Graeber eleva contra la encarnación postradicional del dinero y la
deuda tienen que ver con su filiación antropológica. Y ello no porque se trate
de una ciencia social más deficiente que otras, que no lo es, sino por la
dificultad que nuestro autor parece tener para distinguir entre los rasgos
sociales estructurales que su disciplina trata de identificar (razón
por la cual la mayor parte de sus trabajos de campo atañen a comunidades
primitivas) y las cualidades emergentes que trae consigo el desarrollo
social. Estas propiedades emergentes, como, sin ir más lejos, el lenguaje,
modifican a su vez aquellos rasgos estructurales, si no completa, sí
parcialmente, lo que disminuye la utilidad de éstos como criterio para juzgar
normas, prácticas o instituciones sobrevenidas. Algo que se pone claramente de
manifiesto en la aprehensión del dinero y la deuda desplegadas tan
inteligentemente por Graeber a lo largo de su obra.
No en vano, la principal queja del autor es que el dinero hace posible la
cuantificación y transformación en deuda de unas obligaciones interpersonales
por definición incalculables. Desde este punto de vista, el dinero sería una
forma de corrupción de las relaciones humanas, que desde su aparición resultan,
como si dijéramos, enturbiadas por la explicitación de lo que cada uno debe a
los demás: todos tendríamos a un Shylock encima y lo seríamos para nuestro
prójimo. ¡Qué desagradable! Y sin duda lo es. Para Graeber, el juego de
equivalencias o cálculos que el dinero procura es arbitrario, porque sobre lo
que no se puede calcular es mejor callar. Sin embargo, se deja notar aquí una
comprensión poco sofisticada del dinero. Ya en su formidable Filosofía del
dinero, publicada en 1900, Georg Simmel sugiere que difícilmente el trueque
pudo ser el precedente del intercambio económico formalizado, sino que éste
tiene probablemente su origen en algún tipo de posesión sin intercambio, quizás
incluso el robo, práctica que después evolucionaría gradualmente hacia tipos más
o menos reglados de transacción. Simmel sólo aparece una vez en la erudita obra
de Graeber, en la nota 14 del capítulo 2, en la que, curiosamente, se le acusa
de sostener el mito del trueque como antecedente del dinero. Más bien, Simmel
sostiene acertadamente que, a pesar de la oscuridad de sus orígenes, el dinero
no ha podido surgir repentinamente de la nada, sino sólo como el desarrollo de
valores sociales preexistentes. Hay, pues, una lógica en la aparición histórica
del dinero.
Más concretamente, Simmel describe el dinero como un instrumento de
racionalización de las relaciones sociales. No es tanto el heraldo destructor de
la vida comunitaria, cuanto una de las herramientas que jalonan el proceso de
civilización. Significativamente, el autor alemán subraya el papel que
desempeñan las abstracciones en todas las esferas humanas y el hecho de
que la mayoría de las relaciones sociales se basan en el intercambio, lo que
invalidaría o, cuando menos, matizaría la severa distinción entre
comportamientos o valores económicos y no económicos. El dinero constituye un
medio de civilización porque el valor de un bien o servicio, reflejado en el
precio y expresivo del trabajo que ha dado lugar a él, exige el sometimiento a
una norma objetiva y abstracta, lo que favorece el carácter pacífico de las
relaciones humanas (al ser necesario reconocer una objetividad que está por
encima de ellas) y explica el desdén de los caracteres aristocráticos por el
comercio. Naturalmente, el dinero, como acumulación abstracta de valor,
personifica la fungibilidad de las cosas, además de participar en el intercambio
de las mismas y ser también, por ello, en sí mismo, mensurable. La modernidad
acaba así con la objetividad del valor que se aparecía como natural a
los sujetos premodernos: la idea del precio «justo», por más arraigada que esté
en nosotros, no representa más que una noción del valor propia de la economía
natural, eso que Graeber llama economías humanas: la cabra que vale un par de
zapatos. Para Simmel, por el contrario,
es posible que haya un precio justo en dinero por
una mercancía, pero solamente como expresión de una determinada relación de
intercambio de múltiple equivalencia, entre ésta y todas las demás mercancías y
no como consecuencia de la esencia interna de la mercancía para sí o de la
cantidad de dinero también para sí, puesto que estas dos, en realidad, se
encuentran más allá de lo justo y lo injusto y carecen de puntos de
contacto6.
Algo de esa superstición intuitiva del precio «justo», sustraído de la
interacción económica general que determina el precio de los bienes a partir de
su valor percibido en una red compartida de abstracciones, está presente también
en la desconfianza hacia un dinero que –a diferencia, en principio, del lingote–
carece de valor propio. Es la pregunta de la que arranca Galbraith en su breve
estudio sobre el particular: «¿Qué es lo que hace que un trozo de papel,
intrínsecamente sin valor, resulte útil en el cambio, mientras que otro pedazo
de papel, de tamaño similar, carece de esta valía?»7.
La respuesta es, por supuesto, la creciente capacidad de abstracción de las
sociedades, que también están fundadas sobre una creación social análoga
asentada en las convenciones colectivas: el lenguaje. Por eso es un tanto
absurdo pretender que el sistema monetario vuelva a tener un fundamento más
sólido, por ejemplo mediante la vuelta al patrón oro. Tal como señala James
Surowiecki, la sustancia material del dinero ha ido perdiendo importancia con el
paso del tiempo, debido a que lo importante no es qué sea el dinero,
sino qué hace8.
Decir, como hace Graeber, que el dinero no tiene esencia, debería poder
predicarse entonces también de las palabras. Por añadidura, la mayor solidez del
oro o la plata habrían de explicarse también al margen de la capacidad
humana de abstracción, ya que otorgar un valor especial a estos metales
preciosos no es menos arbitrario que otorgárselo a un trozo de papel: no son
bienes útiles, sino medidas de valor. En última instancia, tanto las reservas de
oro como el dinero emitido por un Estado o Banco Central han de reflejar la
riqueza relativa de una sociedad. Todo lo demás es Weimar.
Para Graeber, fiel a la tradición anarquista en que se enmarca, el dinero no
puede ser contemplado como una creación social espontánea que sirve para la
racionalización de los intercambios económicos y la subsiguiente organización de
la vida en sociedad, sino que es juzgado ya antes como un factor
decisivo de corrupción al introducir el demonio de la cuantificación en la
esfera moral. ¡Y que ese dinero suela tener como acuñador y garantía última a
los Estados no contribuye a su prestigio a ojos de un pensador anarquista! Así
que donde Rousseau señala la propiedad, Graeber apunta al dinero. Sin embargo,
la relación entre deuda y moralidad no es tan unívoca como el autor sugiere.
Porque quizás el dinero no influya tanto en la moral; también puede ser que la
moralidad humana conceptualice las relaciones interpersonales como redes de
reciprocidad que encuentran en el dinero un medio sobrevenido de
cuantificación, útil para ciertos supuestos e inútil para otros. Ya dejó probado
Rafael Sánchez Ferlosio, en su memorable artículo «La señal de Caín», que el
daño padecido por una persona jamás podría conmensurarse con la pena que el
derecho impone al agresor, ni aun cuando una muerte fuese castigada con otra
muerte: el daño es inmensurable e inalterable por su propia naturaleza. Algo
parecido sucede con la cuantificación de las obligaciones: tan inexacto es decir
que una cabra vale un par de zapatos como decir que un par de zapatos
valen cincuenta euros o un préstamo de doscientos mil exige la
devolución de un cinco por ciento de interés. Es la interacción social la que
determina esos precios, en último término una traducción monetaria del valor
percibido de bienes y servicios. Graeber acierta cuando pone de
manifiesto que la interacción social que rodea a esos intercambios está a menudo
marcada por situaciones de subordinación o violencia; pero no se ve por qué el
dinero y la deuda hayan de reforzar esas situaciones, en lugar de ayudar a
disolverlas. Lo que preocupa más bien a Graeber es que el uso del dinero haya
alterado nuestra visión de las relaciones humanas, desfigurando la ayuda mutua y
sustituyéndola por una rígida cuantificación de debes y haberes interpersonales.
Pero resulta difícil sostener que nuestras sociedades sean hoy más inmorales o
menos caritativas que las de antaño; más bien, parece difícil sostener lo
contrario9.
En fin, David Graeber ha escrito un libro tan seductor en sus premisas y
argumentos como discutible en sus conclusiones, especialmente aquellas que se
orientan a la constitución de políticas alternativas en unas sociedades inmersas
en lentos procesos de reducción de su deuda pública y privada. En última
instancia, la obra se ve lastrada por una insuficiente comprensión de la
sofisticada naturaleza del dinero, que va de la mano de la idealización de las
comunidades premodernas que el pensamiento anarquista insiste en echar de menos.
Por lo demás, no hay nada de original en la conclusión final del autor: hay que
matar a Shylock. Pero su propuesta de un jubileo universal de las deudas
demuestra la enorme dificultad que tiene dar el paso que media entre la crítica
de la realidad y la proposición de alternativas razonables a ella. Es saludable
para la conversación pública contar con obras heterodoxas como ésta; obras que,
no lo olvidemos, hacen política mientras hacen filosofía. En la acertada
formulación del mismo Graeber: «La política, en fin de cuentas, es el arte de la
persuasión; lo político es esa dimensión de la vida social donde las cosas se
vuelven realidad si un número suficiente de personas cree en ellas» (p. 342).
Sin embargo, ahí radica también su peligrosidad, que se pone de manifiesto
cuando un número suficiente de personas cree algo equivocado sin atender a las
consecuencias. Porque los buenos deseos no son suficientes, ni los mejores
sentimientos conducen necesariamente a las políticas más eficaces. Y que nos
disguste tener deudas no es razón suficiente para pensar que no tenemos que
pagarlas.
Manuel Arias Maldonado, Para matar a Shylock: una antropología de la deuda, Revista de Libros, diciembre-enero (2012-2013)
Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia
Política de la Universidad de Málaga. Ha sido Fulbright Scholar en la
Universidad de Berkeley y completado estudios en Keele, Oxford, Siena y Múnich.
Es autor de Sueño y mentira del ecologismo (Siglo XXI, Madrid, 2008) y
de Wikipedia: un estudio comparado (Documentos del
Colegio Libre de Eméritos, núm. 5, Madrid, 2010). Su último libro es Real
Green. Sustainability after the End of Nature (Londres, Ashgate, 2012).
1. Sobre esto, véase El caso Sloterdijk, en Revista de Libros,
núm. 171 (marzo de 2011), pp. 32-33. ↩
2. El antropólogo francés Marcel Mauss
publicó su clásico El don en 1925. Allí negó que las sociedades
primitivas se basaran en el trueque como forma de intercambio, arguyendo en
cambio que la práctica prevalente a lo largo de la historia no es otra que el
regalo voluntario, que creaba un sentido de obligación recíproca entre grupos
humanos potencialmente hostiles entre sí. Regalar no sería, así, un acto de
cálculo, sino uno basado en la negativa a calcular. ↩
3. Incluso el evolucionismo habría
encontrado explicación para lo que se nos aparece primeramente como una
aberración biológica: el impulso de ser amable con los extraños. El grupo de
trabajo liderado por Leda Cosmides y John Tooby en la Universidad de Santa
Bárbara adujo en un trabajo reciente que las simulaciones informáticas a gran
escala que aplican la teoría de juegos a la interacción humana, en su caso a
diez mil generaciones de humanos, mostraban que el coste del egoísmo con
extraños termina siendo mayor que el de la generosidad; y de ahí ésta («Welcome,
stranger», The Economist, 30 de julio de 2011). ↩
4. Ésa es la tesis de la última obra de
Steven Pinker, recién aparecida en España: Los ángeles que llevamos
dentro, trad. de Juan Soler, Barcelona, Paidós, 2012. ↩
5. Benjamin Kunkel, «Forgive us our debts», London Review of Books, vol.
34, núm. 9 (10 de mayo de 2012), pp. 23-29. ↩
6. Georg Simmel, Filosofía del
dinero, trad. de Ramón García Cotarelo, Madrid, Instituto de Estudios
Políticos, 1977, p. 114. ↩
7. John K. Galbraith, El dinero,
trad. de José Ferrer y Blanca Ribera, Barcelona, Ariel, 1996, p. 13. ↩
8. James Surowiecki, «A Brief History of Money. Or, how we learned to stop worrying and
embrace the abstraction», Spectrum, junio de 2012. ↩
9. Si acaso, se echa en falta en este
punto por parte del autor una mayor atención a los aspectos psicológicos del
endeudamiento, por completo ausentes en el análisis de Graeber, ya que parece
haber una relación directa entre la asunción de deudas y ciertas propensiones
humanas, como la dificultad para calcular las consecuencias futuras de los actos
presentes, la indiferencia hacia aquéllas cuando se diluyen en el tiempo por
venir, la procrastinación o la tendencia a contemplar como inalterables las
condiciones presentes. ↩
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