No hi ha cap motiu per creure que la prosperitat prové de la virtut.
La moral predominante del ciudadano occidental no quiere saber nada de los
fundamentos que sostienen el mundo en que habita. Esa voluntaria ignorancia es
la que explica casos como el reciente descubrimiento de que Robespierre
era en realidad bueno, que era un ciudadano puro y virtuoso y no era el monstruo
sangriento enamorado del Terror revolucionario y de la guillotina que la
historia posterior ha pintado en general. Porque resulta que en este
descubrimiento reciente —exactamente igual que en la historia al uso— late un
gigantesco equívoco, el equívoco del que surgió la moral moderna.
Robespierre |
Que Robespierre y Saint Just fueron personas rectas, buenas y virtuosas es
algo obvio para quien conozca mínimamente su pensamiento. Quien escribió que “en
nuestro país queremos substituir el egoísmo por la moral, el honor por la
honradez, las costumbres por los principios, el amor al dinero por el amor a la
gloria, y un pueblo frívolo y miserable por un pueblo magnánimo y feliz” no
podía ser sino un enamorado de la virtud. Pero ese fue en realidad el problema,
el de su bondad. Porque Robespierre sustituyó la política por la moral, y
decidió hacer virtuoso a un pueblo entero quisiera o no. Y, como escribió Saint
Just, “lo que produce el bien general es siempre terrible”. Ambos fueron
virtuosos implacables en palabras de Rafael del Águila, personas cuyos
esfuerzos por traer el bien a la tierra llevaron al mal del Terror.
En realidad, este y no otro es el abismo ante el que la modernidad retrocede
espantada: el abismo de la oposición entre la intención virtuosa del personaje y
las consecuencias malvadas de sus mejores acciones. El hecho social demostrado
una y otra vez en la historia de que del bien puede salir el mal, y que la
virtud produce engendros. Contra esto se rebela una y otra vez la moral
contemporánea y, para ocultarlo, o bien pinta a Robespierre como un monstruo
—tesis vulgar— o bien dice que la culpa del Terror fue de otros —Fouché o
Barras— traidores a la Revolución. Y donde ponemos Robespierre pueden poner
Lenin o Pol-Pot o Munster. Todo con tal de no admitir que del bien sale muchas
veces el mal.
Y viceversa: casi un siglo antes de la Revolución, en 1705, el bátavo
Mandeville publicó un brevísimo ensayo en el que —fabuladamente— exponía una
tesis horrible: que en sociedades de cierta envergadura, la prosperidad social
era el resultado de acciones individuales movidas por resortes egoístas, por la
búsqueda compulsiva de placeres suntuarios (y en general desordenados y
excesivos) y por la satisfacción de pasiones pertenecientes a las
tradicionalmente tenidas por más bajas y deshonestas. Que no hay ningún motivo
para creer que la prosperidad sea la recompensa de la virtud (tomo prestado este
resumen de Antonio Valdecantos). En ello había dos tesis superpuestas: la
primera, desarrollada a fondo por la Ilustración escocesa, es la de que las
consecuencias sociales de las acciones individuales son en general
impredecibles. La segunda, que los propósitos malos o despreciables producen en
general consecuencias de las tenidas por buenas y valiosas. Una tesis que nunca
ha dejado de suscitar una mezcla variable de escándalo, fascinación, morbosidad
y pavor, pero que es la que en el fondo sostiene y hace funcionar a nuestras
sociedades modernas capitalistas del bienestar.
Así, el mundo moderno se ha construido entre estas dos tesis, la de
Mandeville y la de Robespierre, y lo ha hecho —curiosamente— dando a cada uno un
ámbito de operatividad distinto. Para construir el mundo, para desarrollar la
sociedad, los economistas y los políticos atienden al primero, porque sus ideas
funcionan en la realidad. Pero para juzgar al mundo, para darle
sentido, nos aferramos a la moral, es decir, a un tipo de doctrina
explicativa en el que por pura necesidad se proclama que del bien fluye
necesariamente el bien y del mal deriva más mal. Un pensamiento contrafáctico
pero humanamente satisfactorio y tranquilizador. Una forma de esquizofrenia que
ya anticipó como nadie Cervantes.
Todo esto viene a cuento porque aquí y ahora vivimos tiempos desordenados en
los que la implacabilidad moral recobra su atractivo. El mundo se ha desbocado
e, incapaces de soportarlo, caemos en la tentación de la moral implacable como
remedio a sus defectos. Acabemos de una vez con los vicios, con los zánganos,
con los egoístas, con las hipotecas, con los bancos, con los políticos, con los
ricos, y así sucesivamente. Todo el mundo se vuelve moralista intransigente a la
vista del desastre. Hasta cierto punto, inevitable. Pero, cuidado, recordemos
que la moral nunca puede substituir a la política, que las buenas intenciones
virtuosas engendran monstruos. Que con la virtud hay que tener mucho cuidado,
porque “de una madera tan retorcida como de la que está hecho el hombre no puede
tallarse nada enteramente recto”.
José María Ruiz Soroa, ¡Claro que era bueno!, El País, 13/12/2012
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