Jean-Jacques Rousseau, un filòsof contra el món.
Rousseau by Eulogia Merle |
Hace trescientos años nació uno de los pensadores más influyentes de la
historia del pensamiento político, un hombre que cautivó con Emilio,
hizo llorar con las Confesiones y alentó revoluciones con El
contrato social. Rousseau es uno de los autores más contradictorios e
inclasificables del siglo XVIII. Ya en 1750, tras la publicación del
Discurso sobre las Ciencias y las Artes, las elites europeas, con el
rey Estanislao de Polonia a la cabeza, le recriminaron sus incoherencias
–escritor que ataca la literatura, amante de los espectáculos que arremete
contra el teatro, crítico de las ciencias y las artes que se presenta a un
premio de la academia-. Rousseau responderá a sus críticos con un gesto
impactante: se retirará del mundo y sus pompas –es un decir-, renunciando al
reloj, la espada, los encajes y las medias blancas, símbolos mundanos por
excelencia, y adoptará la túnica armenia. La imagen de excentricidad y rebeldía
que encarna, con el pelo semi-largo y la barba mal afeitada, acabará, más tarde,
por convertirse en seña de identidad de los románticos europeos.
En Jean-Jacques la persona y la obra se entrecruzan, se mezclan, se
superponen. Cautiva porque apela al corazón del lector, buscando su comprensión,
su simpatía, su complicidad. En eso radica su modernidad –que no en sus ideas
políticas-. ¿Cómo no sentirnos conmovidos por su proximidad y no apiadarnos por
la profunda insatisfacción de ese ser lleno de amargura y de resentimiento
social, sin familia y sin patria, que anhela ser querido y aceptado? Un hombre
en guerra con el mundo, siempre por delante o por detrás de su época, inadaptado
e incómodo entre la élite ilustrada, hedonista, materialista y descreída. "Un
perro me resulta mucho más cercano que un hombre de esta generación" escribe en
los Esbozos de las Meditaciones. Y los Diálogos aparecen
encabezados con este verso de Ovidio: “Aquí soy un bárbaro porque estas gentes
no me entienden”.
A Jean-Jacques se le han puesto todo tipo de etiquetas: individualista y
colectivista, defensor de la propiedad privada e igualitario, predecesor de Marx
y teórico liberal, pensador anclado en el pasado y predecesor del Romanticismo,
padre del Jacobinismo y padre de la Democracia moderna, padre del Totalitarismo,
antecesor del Psicoanálisis, precursor del nacionalismo moderno, etc.
Entre tanta paternidad ¿qué etiqueta elegir? Si para abrirnos paso entre esta
maraña de interpretaciones recurrimos a sus contemporáneos, quedaremos
defraudados al constatar que tanto los revolucionarios como los
contrarrevolucionarios de 1789 utilizaron El contrato social como arma
arrojadiza. En nombre de los ideales allí expuestos unos iban a prisión y otros
los condenaban, unos subían a la guillotina y otros los guillotinaban. Los
defensores del Antiguo Régimen editaban panfletos para demostrar que el
“verdadero” Rousseau se oponía a los cambios revolucionarios. Y así es. Todos
aquéllos que han visto afinidades entre su pensamiento y el comunismo o el
anarquismo deberían leer sus Escritos sobre el Abbé de Saint-Pierre en
los que se opone rotundamente a la utilización de medios violentos. Aún así,
El contrato social se convirtió en libro de cabecera de Fidel Castro y
en legado de Simón Bolívar a la universidad de Caracas, a pesar de que Proudhon
lo había catalogado de “breviario de la tiranía”.
Otra lectura lo presenta como uno de los máximos representantes del siglo de
las Luces. Pero, cuidado, no olvidemos que ya Diderot, en el Ensayo sobre
los reinos de Claudio y de Nerón, le encuadró dentro de las Anti-Luces. No
es que Rousseau viviera ajeno a los descubrimientos vanguardistas ni a las
reflexiones más radicales de los ilustrados. Ni mucho menos. Se codeaba con
ellos y tenía información de primera mano, incluso cenaba con Diderot y
Condillac una vez a la semana en “Le panier fleuri”. Diderot le leía su
Carta para los ciegos para uso de los que ven, un texto fundamental
para entender su evolución hacia el spinozismo, el materialismo, el
pre-darwinismo y el ateísmo. Jean-Jacques escucha, calla y acumula angustia y
desazón hasta que, en 1756, rompe con sus antiguos amigos y se presenta
públicamente como el defensor de la Providencia, escorando así hacia las
Anti-Luces.
Rousseau es un individualista que anhela desprenderse de su individualismo y
perderse en lo colectivo. Su ideal político remite a las repúblicas
grecorromanas. Lo ratifican sus constantes elogios a Esparta y Roma en El
contrato social así como el lamento de las Confesiones: “¡Por qué
no habré nacido ciudadano romano!”. Y lo corroboran sus dos proyectos de
constitución para Córcega y Polonia.
Su reivindicación de una comunidad todopoderosa y absoluta, presidida por la
voluntad general, a la que el individuo se entrega con todos sus derechos y por
la que está dispuesto a morir, no puede ser más ajena a la mentalidad
ilustrado-liberal. Ni su negación de los derechos individuales, teorizados por
Locke y recogidos en las declaraciones de derechos y en las constituciones del
siglo XVIII. Basta recordar que en El contrato social restringe la
libertad de expresión, de reunión y de asociación y que rechaza la división de
poderes, el freno que Locke y Montesquieu blandían contra el poder absoluto.
Rousseau va a liquidar otro de los grandes logros ilustrados, el
cosmopolitismo. El ideal de tolerancia y apertura al mundo, encarnado por la
República de las Letras, será sofocado por el nuevo valor en alza, el
patriotismo de raíces grecorromanas que Voltaire, en su artículo “patria” del
Diccionario filosófico, califica de fanático y que en Rousseau raya en
la xenofobia. “El patriotismo exige la exclusión” escribe en 1763, en carta a
Leonard Vsteri. Y en Emilio ratifica: “Todo patriota es duro con los
extranjeros (…) que no son nada”. Reforzar la identidad nacional se convierte en
el gran objetivo de sus proyectos de constitución para Córcega y Polonia donde
la educación es el arma utilizada para crear patriotas: “desde que nace, un niño
no debe ver más que la patria”.
Descartada la etiqueta de liberal, aún nos queda lidiar con la de
igualitario. Es verdad que Rousseau habla mucho de igualdad y de libertad pero
no nos engañemos. La imagen mítica que presenta en El Contrato
social de una sociedad de hombres libres e iguales que resuelven sus
asuntos reunidos en asamblea bajo un árbol, es una imagen falsa. Porque en
realidad se trata de una comunidad de propietarios donde no tienen cabida los
asalariados ni los sirvientes. Y es que, en el fondo, Rousseau siente un
profundo desprecio por los no propietarios, como lo prueban la dedicatoria al
Segundo Discurso, algunos párrafos de El Contrato social y las
Cartas escritas desde la Montaña, donde abundan calificativos como
populacho embrutecido e indigno, mercenarios, viles, canallas, etc.
Jean-Jacques fue, además, un misógino pertinaz idolatrado por las damas que
derramaron ríos de lágrimas con Emilio y La Nueva Eloisa.
Fugaz secretario de una proto-feminista, Mme. Dupin, fue inmune a sus
argumentos. Es clamoroso el silencio de El contrato social en lo que se
refiere a los derechos políticos de las mujeres; simplemente las ignora. Y en
Emilio no vacila en recluirlas en el hogar, alejarlas de toda actividad
pública y someterlas al varón, incluso en el terreno religioso.
Con Rousseau se inicia una nueva andadura en el pensamiento europeo, marcada
por el surgimiento del romanticismo pero también del resurgir del antifeminismo
y el despuntar de las ideologías irracionalistas y del nacionalismo. Aunque sus
ideas han sido manipuladas y malinterpretadas, y la lectura dominante se ha
empecinado en convertirlo en icono de la democracia moderna o en símbolo
revolucionario, Jean-Jacques ha logrado su objetivo: ser recordado por la
posteridad.
María José Villaverde, El enigma Rousseau, El País, 08/12/2012
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