El negoci conspiranoic.


Sé algo que ustedes no saben. Tengo información de una conspiración de alcance mundial y algunos de sus protagonistas están en esta sala (1). Me ha costado casi veinte años darme cuenta. Dos décadas en las que he interpretado el papel de tonto útil, de colaboracionista, por ignorancia. Ahora, sólo espero que lo que les voy a contar sirva para que la gente conozca la verdad y para que otros como yo -que creen de buena fe en lo que hacen, a pesar de encontrarse en el bando equivocado- se den cuenta del engaño. Muchos de ustedes se encuentran en la misma situación que yo hasta hace poco; otros, los menos, son conscientes de lo que hacen, son algunos de los ideólogos y estrategas de la conspiración que voy a denunciar.

Todos conocen la historia oficial del moderno movimiento escéptico. Nació en la primavera de 1976 en Buffalo (Estados Unidos), a instancias de Paul Kurtz, profesor de Filosofía de la Universidad del Estado de Nueva York y organizador de un encuentro sobre Los nuevos irracionalismos: la anticiencia y la pseudociencia. En aquella conferencia, se presentó el Comité para la Investigación Científica de las Afirmaciones de lo Paranormal (CSICOP), entre cuyos fundadores estaban Isaac Asimov, Martin GardnerPhilip J. KlassJames Randi y Carl Sagan. Tres décadas después de aquel encuentro, el CSICOP -considerado por algunos la Policía de la Ciencia- es el más poderoso de una red mundial de grupos creadores de opinión que se extiende desde Japón hasta el Reino Unido, desde Canadá hasta Argentina, desde Egipto hasta Sudáfrica… ¿Cómo se ha llegado a esta situación? ¿Acaso es creíble que algo surgido de la nada y por iniciativa de un simple profesor universitario extienda sus tentáculos por el mundo de esa manera y atraiga a destacados científicos y pensadores que colaboran en sus proyectos por amor al arte?
Se entiende mejor todo si uno se para a pensar sobre los orígenes del CSICOP. ¿Creen que es accidental que esta organización naciera en Estados Unidos y que participaran en su creación personajes como Klass y Sagan? ¡Abran los ojos! ¡Piensen un poco! Klass fue durante décadas un destacado periodista de Aviation Week & Space Technology que estaba al tanto de los principales avances aeronáuticos de Estados Unidos y al que, desde mucho antes de su implicación en las actividades del CSICOP, se relacionaba con la CIA por su tendencia a explicar prosaicamente las observaciones de ovnis. ¿Y Sagan? ¿Qué les voy a contar a ustedes de este influyente astrofísico que no sepan? No sólo tuvo la sospechosa fortuna de que la televisión pública estadounidense, la PBS, emitiera en 1980 su serie Cosmos, con la que saltó a la fama en todo el mundo, sino que además mantuvo siempre -incluidas las épocas de mayor tensión entre Estados Unidos y la Unión Soviética- fluidas relaciones con sus colegas del otro lado del Telón de Acero.
Señoras y caballeros, el CSICOP es una tapadera, un instrumento creado para abortar cualquier progreso del conocimiento científico que pueda cuestionar el orden establecido. Lo venía sospechando desde hace tiempo y me lo confirmó hace poco una fuente que no puedo identificar. Esa persona me llamó la atención sobre lo que les estoy diciendo y luego me pidió que escribiera el nombre del CSICOP al revés, POCISC, porque ahí se escondía su auténtica denominación: Plan of Censorship and Infiltration in the Scientific Community (Plan de Censura e Infiltración en la Comunidad Científica). Uno lo ve claro si echa una ojeada a la lista de miembros del CSICOP: hay destacados representantes de todos los campos de la ciencia, que actúan como caballos de Troya en sus respectivas disciplinas para desacreditar cualquier idea innovadora que vaya contra el dogma. Y lo mismo sucede con el resto de las llamadas organizaciones escépticas. Todas ellas forman parte de una estructura que tiene como objetivo mantener el statu quo y evitar que la opinión pública sea consciente del enorme potencial de lo paranormal, una trama que me acabo de inventar y que no aguantaría el mínimo análisis crítico, tal como sucede con todas las conspiraciones en las que están de por medio los platillos volantes y lo que en general etiquetamos como enigmas, así como con algunas ideadas extravagantes formuladas a partir de hechos reales.
Toda teoría de la conspiración descansa en la idea de que una o varias personas o entidades maquinan en secreto, y generalmente al margen de la ley, para alcanzar unos fines. En la historia reciente, hay numerosos ejemplos de conspiraciones demostradas, como el intento de asesinato de Adolf Hitler del 20 de julio de 1944, la manipulación del tabaco por parte de la industria para hacer los cigarrillos más adictivos, el caso Watergate, la implicación de la CIA en el golpe de Estado de Augusto Pinochet en Chile, la guerra sucia contra el terrorismo vasco alentada por el Gobierno español entre 1984 y 1986, el hundimiento del Rainbow Warrior por los servicios secretos franceses… Seguro que cada uno de ustedes puede hacer una lista de hechos recientes relacionados con una conspiración. Hasta los Gobiernos democráticos sujetos a un más ferreo control popular recurren al secreto para actuar fuera de ley y a espaldas de sus ciudadanos, escudándose en la denominada seguridad nacional. Y, en ocasiones, alimentan la idea de una conspiración ficticia, como cuando la CIA aprovechó la fiebre por los platillos volantes para camuflar como naves extraterrestres aviones espía como el U-2 y el SR-71, aparatos que -según los expertos de la agencia de inteligencia- llegaron a suponer en su época cerca de la mitad de los ovnis vistos en el país.
Las conspiraciones reales son la base de otras, indignas de crédito, en las que están implicados los extraterrestres, los templarios, el Opus Dei, la NASA, la trilateral, los jesuitas, los judíos y un largo etcétera de colectivos reales e imaginarios. Hay quien cree que todas las conspiraciones demostradas y por demostrar tienen el mismo fundamento, que -como los Gobiernos, las multinacionales y algunos colectivos han hecho a veces cosas ilegales para lograr sus objetivos- prácticamente todo lo que sucede en el mundo -desde la elección de papa hasta el tsunami del Índico de diciembre de 2004- responde a intereses ocultos. Como hay quien quiere creer, hay quien fabrica el producto a la medida de ese consumidor. Así, entre las cenizas de las Torres Gemelas, surgieron todo tipo de tramas que apuntaban a que la planificación de los atentados había corrido a cargo no del terrorismo islámico, sino del presidente de Estados Unidos, que habría implicado en los ataques al Pentágono. Se han publicado en esa línea varios libros en los que no se aporta ni una prueba de tan extraordinaria afirmación y se nos quiere hacer creer, por ejemplo, que ningún avión se estrelló aquel día contra el cuartel general del Ejército de Estados Unidos; pero no se nos explica qué pasó entonces con los 64 pasajeros y tripulantes del Vuelo 77 de American Airlines.
El escritor que asumió en España como propias las disparatadas ideas del francés Thierry Meyssan, autor de La gran impostura (2002), es Bruno Cardeñosa, un ufólogo metido desde entonces en el negocio conspiranoico. Un mes después de los atentados del 11-M, Cardeñosa firmó un libro de “investigación periodística” en el que sostiene “que los atentados de Madrid están enmarcados dentro de un plan internacional que apunta directamente a Estados Unidos, cuyos gobernantes han resultado beneficiados por lo ocurrido en Madrid”. No sé para qué pierden el tiempo los servicios secretos, la Policía y los jueces de medio mundo investigando el entramado del terrorismo internacional cuando un perseguidor de platillos volantes da él solito con la verdad en unos días.
Cuando se une a fenómenos traumáticos y en ella se implica a gobernantes o grupos de poder, la conspiración es un buen negocio para el periodismo basura y, además, puede llegar a tener un efecto tranquilizador sobre la población. Hay asesinos de masas que viven camuflados entre nosotros, pueden haberse educado en nuestras escuelas y ser seguidores del mismo club de fútbol que nosotros; en nada se diferencian exteriormente de quienes estamos aquí hasta que actúan. Ante esa amenaza oculta -cuyos hechos resultan difícilmente comprensibles para una mente sana-, el periodismo basura identifica a los culpables -poco importa que no lo sean- de desgracias como la de las Torres Gemelas con personajes, colectivos y países con mala imagen entre los destinatarios del mensaje. Es más fácil -y, por supuesto, más rentable- achacar en el mundo árabe las 270.000 muertes del maremoto del Índico a pruebas secretas de armas hechas por Israel, Estados Unidos e India que admitir que la Tierra es un planeta vivo y que, ante lo imprevisible de algunos fenómenos, lo que falló hace un año fueron los sistemas de alarma y de protección civil de los países afectados.
Según la teoría de la conspiración, el mundo está dividido en tres clases de personas: los que manejan los hilos, la masa ignorante y los valientes que lo revelan todo. En esta sala, los conspiradores son Joe Nickell, Benjamin Radford, Alejandro J. Borgo -director de la revista Pensar-y las otras figuras destacadas del movimiento escéptico. La mayor parte de ustedes ignoraban lo que los primeros persiguen hasta que yo -el arrepentido de turno que ha visto la luz cual Pablo de Tarso- se lo he contado hace unos minutos. Lo que pasa es que tampoco les he dado muchas pruebas, ¿verdad? Digamos que difícilmente convencería de la verosimilitud de mi teoría a un jurado, porque lo que he hecho es reunir un conjunto de pruebas circunstanciales basadas en interpretaciones mías y he dejado de lado todo aquello que no casaba con mi historia. Siguiendo ese principio, puede demostrarse cualquier cosa. Así, podía haber dicho que las siglas de Alternativa Racional a las Pseudociencias (ARP) -asociación cuyos estatutos redacté en 1986- ocultaban en realidad a la Asociación para la Represión del Pensamiento, pero hubiera sido tirar piedras contra mi propio tejado porque me hubiera situado en el mismo corazón de la conspiración, y -que quede claro- yo soy el bueno en esta historia. Como contrapartida a su fácil elaboración, este tipo de montajes no aguanta la mínima reflexión. Veamos un ejemplo.
Prácticamente un tercio de la población estadounidense duda de que Neil Armstrong, Buzz Aldrin y otros diez hombres pisaran la Luna entre 1969 y 1972. Para esas personas, los seis alunizajes del proyecto Apollo fueron rodados en un estudio cinematográfico porque las imágenes son demasiado nítidas, en ellas no se ven las estrellas y, si hubiera sido realidad, se habría vuelto al satélite hace tiempo. Sin embargo, casi cuarenta años después, lo que tenemos es problemas para que unos astronautas vuelvan sanos y salvos de la Estación Espacial Internacional (ISS), que se encuentra a 400 kilómetros de altura, una milésima parte de la distancia que separa la Tierra de la Luna. ¿Cómo se explica en 2005 que el transbordador espacial pueda desintegrarse durante la maniobra de reentrada en la atmósfera terrestre y que con ninguna de las cápsulas del proyecto Apollo pasara algo parecido hace más de treinta años? Muy sencillamente: el proyecto Apollo fue un montaje de principio a fin y las naves se dejaban caer desde un avión a gran altura sobre el Pacífico como parte de una escenografía ideada nada menos que por Stanley Kubrick.
La conspiración lunar es, por desgracia para sus promotores, fácil de desmontar. Para empezar, hay un argumento, que nada tiene que ver con la ciencia, que resulta demoledor: ¿cómo es que los soviéticos no denunciaron el engaño?, ¿es posible que el departamento de efectos especiales de la Casa Blanca engañara al Kremlin? Existen numerosas incongruencias en el discurso conspiranoico sobre las misiones Apollo y pruebas -en forma de rocas, de espejos dejados en la Luna, de grabaciones y de partes de naves que se quedaron allí- que demuestran la realidad de los alunizajes. Sin embargo, una exposición mediocre y sesgada -como la de Bill Kaysing en We never went to the Moon (1974) o la mía del comienzo de esta charla- puede llevar a la gente a olvidarse de la realidad y dar crédito a la ficción. Como ocurre habitualmente cuando hablamos de fenómenos paranormales, en las conspiraciones, el infiltrado arrepentido no suele haber trabajado en donde dice que lo ha hecho. Así, Kaysing no sólo nunca fue empleado de la NASA, sino que no tuvo nada que ver con el proyecto Apollo. Es cierto que trabajó en la compañía Rocketdine, la firma que desarrolló los motores del Saturno 5, pero como bibliotecario y, además, abandonó la empresa en 1963, antes de que se implicara en la conquista de la Luna. Un caso aún más descarado es el del periodista español Santiago Camacho, quien sostiene, en su libro 20 grandes conspiraciones de la Historia (2003), que Maria Blyzinsky, astrónoma del Observatorio de Greenwich, no se explica por qué no se ven las estrellas en ninguna foto lunar. Cuando leí la primera vez las declaraciones de la astrónoma, pensé que se trataba un personaje inventado. No es así. Maria Blyzinsky existe, es astrónoma y trabaja en el Observatorio de Greenwich. Ahora bien, jamás ha dicho lo que afirma Camacho y considera un disparate la teoría de la conspiración.
¿Qué podemos concluir de todo esto? Que hay conspiraciones y conspiradores, sin duda, y que los ha habido siempre; pero que no hay ninguna prueba -más bien todo lo contrario- de que tramas del estilo de la de El código Da Vinci -una novela que pretende hacer pasar por históricos hechos de nunca han ocurrido-, We never went to the MoonLa gran impostura y El incidente (1980) tengan la mínima base real. Lo razonable no es ni negar que hay conspiraciones ni afirmar que vivimos en un mundo regido por ellas. Nos guste o no, las hay; pero eso no significa que tengamos que creer que todo lo que nos cuentan y lo que nos pasa es producto de contubernios. Claro que es más fácil y psicológicamente tranquilizador culpar, por ejemplo, de nuestro estancamiento profesional a un malvado colega que a nuestra incapacidad o falta de entrega. Con las grandes conspiraciones -ésas que ocultan secretos impensables y en las que participan decenas de miles y hasta centenares de miles de personas sin que ninguna sea capaz de filtrar la menor prueba-, basta en la mayoría de los casos con aplicar el sentido común para derribar el castillo de naipes. Quizá sea eso en lo que tengamos que centrarnos los escépticos de cara al gran público porque, simplemente, puede ser lo más efectivo.


Luis Alfonso Gámez, Sé algo que ustedes no saben, magonia, 13/12/2005
http://blogs.elcorreo.com/magonia/2005/12/13/se-algo-ustedes-saben/

(1) Intervención del autor en la Primera Conferencia Iberoamericana sobre Pensamiento Crítico, celebrada en Buenos Aires (Argentina) en septiembre.

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