El fracàs de Hannah Arendt.
| Hannah Arendt |
El Heidegger leído póstumamente en el siglo XXI acaba de explicar “la banalidad del mal” propuesta por Arendt a la hora caracterizar al genocida alemán colgado en Jerusalén el 1 de junio de 1962. Enviada a cubrir el proceso por The New Yorker, Arendt nunca discrepó de la merecida sentencia de muerte dictada contra Eichmann, nacido en Solingen, Alemania, en 1906, el mismo año que la filósofa. Ella ignoraba, al parecer, que lejos de ser un funcionario que cumplía órdenes, argumento que nutrió su defensa legal, el Obersturmbannführer ss Eichmann fue un antisemita convencido y militante, un cruel asesino de judíos, como lo prueba la documentación reunida hasta la fecha. Como periodista, lo menos que puede decirse de la autora de Eichmann en Jerusalén es que su trabajo fue pésimo: la filósofa quedó encantada con su novedoso concepto metafísico y, al parecer, llevó con el mismo estoicismo con el que defendió a Heidegger esa polémica, debido a la cual perdió muchos amigos, pero la volvió célebre, rebasando el pequeño mundo de los intelectuales de Nueva York.
Arendt no investigó. Se dejó llevar por la premura. Puede argumentarse a su favor lo extraordinariamente escurridizos que resultaron los nazis, a la hora de la derrota, no solo Eichmann, sino un Kurt Waldheim, quien llegó a ser secretario general de la ONU y tantos otros criminales de guerra, escondidos en América del Sur o reclutados por los servicios de inteligencia aliados como una especie de “testigos protegidos”.
La biografía esencial de Eichmann, obra de David Cesarani, titulada Becoming Eichmann. Rethinking the life, crimes, and trial of a “desk murderer” (Eichmann. His life and crimes), no apareció hasta 2006. Pero los críticos de Arendt replican que, ante la necedad filosófica, como frente a cualquier otra, no puede hacerse gran cosa. Además, por más cruel que fuera personalmente Eichmann, ello no despojaría “ontológicamente” a sus crímenes de su banalidad. Aún más horrible es la confusión –festejada por Heidegger en los Cuadernos negros de 1941– de hacer de los “consejos judíos” organizados por los nazis una prueba de “la ‘autoexterminación’ programada por el adversario que representa ‘el acto más alto de la política’”.20
Benjamin Murmelstein, el último consejero judío del campo de concentración de Theresienstadt y testigo de la furiosa participación de Eichmann en la Noche de los Cristales Rotos, no fue llamado a declarar en el juicio y, pese a ello, fue difamado por Arendt, según Emmanuel Faye (Arendt et Heidegger. La destruction dans la pensée). Si el Mal es banal, todo es admisible, y es aquí donde maestro y discípula encuentran la continuidad en el pensamiento: si Heidegger había sido antisemita por desesperación ante el mundo técnico, ajeno al Ser, creado por la judería internacional, lo cual lo volvía irresponsable, como si fuera un neurótico romántico, por qué Eichmann, un verdugo, habría de tener conciencia de sus crímenes cuando el mundo había sido devorado por el nihilismo: el pensador apolítico y el “ejecutante sin motivo ni pensamiento” fueron víctimas de la misma modernidad, tan desoladora.
Arendt fracasó como escudera y, más que pasarse de lista, quedó como una ingenua. Hans Jonas, que tanto quería a Arendt, lamentó su admiración por Heidegger y su tesis de la banalidad del mal, pero exculpó a su amiga, diciendo que padeció de la ceguera del amor, desde los años veinte hasta su discurso en honor de su maestro en 1969, cuando el autor de Ser y tiempo cumplía ochenta años. Faye cree que ese amor fue un amor genuino por una persona, pero, sobre todo, amor por una filosofía destructiva, denodadamente antisemita y del todo inhumana, la heideggeriana, la cual casaba con el aristocratismo y el elitismo comunitario de Arendt.
Cristopher Domínguez Michael, Luz y oscuridad en Hannah Arendt, Letras Libres 01/12/2025
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