Ad conspirationem.





Las conspiraciones son tan antiguas como la relación entre poder y secreto. Una conspiración es una maquinación destinada a conservar o a tomar el poder, que se caracteriza por su deseo de permanecer oculta a los ojos tanto de los enemigos como de la comunidad política en general. Su éxito y su legitimidad dependen en buena medida de su capacidad para no revelar los nexos entre protagonistas, medios empleados y fines últimos. Las teorías de la conspiración serían el conjunto de atribuciones causales de un fenómeno a partir de dichos elementos complotistas. Mientras la conspiración pertenecería al ámbito de los hechos, la teoría lo haría al de la explicación y tendría por propósito desvelar una lógica interna que hasta ese momento permanecía oculta. Son teorías con un común denominador, que reducen la particularidad de los casos para convertirse en un patrón interpretativo e, incluso, en una actitud o disposición a la hora de confrontarnos con lo que ignoramos. 

Se suelen emplear  conspiranoia y  conspiranoico para censurar la tendencia a aplicar teorías de la conspiración a sucesos cuya narrativa ofrece dudas o inconsistencias. Por más que la paranoia, la manía persecutoria, el delirio y la megalomanía sean condiciones afines, hay un evidente matiz peyorativo y patologizador en el uso de estas voces. De ahí también que nosotros prefiramos hablar de conspiracionismo para designar esta suerte de automatismo heurístico que resulta del paradigma de la conjura y que encuentra siempre ocasiones para aplicarse. Pero hay más razones. El  ismo nos marca ese factor dinámico que se desplaza aceleradamente de una trama a otra atravesando toda la realidad social. Cuando algo así ocurre, cabe decir que el conspiracionismo es un movimiento que interpela al modo en que se estructura una sociedad: la comprensión de los hechos y relaciones que en ella se dan se vincula a la intervención de fuerzas ocultas y se reclaman necesarias acciones que las desenmascaren y combatan. Por tanto, el conspiracionismo es también una mecánica permanente de atribución de responsabilidades que permite adaptar a nuevos nichos de descubrimiento unos mismos chivos expiatorios, más culpables aún (literalmente) de todo. Sin embargo, también puede ocurrir todo lo contrario, que el conspiracionismo tenga un efecto paralizador: las fuerzas del mal son de tal magnitud y astucia que combatirlas carece de sentido y sólo cabe un repliegue conservador. En cualquier caso, al efecto cohesivo del enemigo común, quienes participan de la interpretación conspirativa se vinculan por una relación especial y minoritaria con la verdad que intuyen detrás de las apariencias.

Algunos estudios psicosociales han sugerido el potencial práctico del conspiracionismo como herramienta con la que cuenta un orden dominante en crisis para desviar el descontento hacia una trama de pequeños grupos que supuestamente operan en la sombra contra la sociedad. Además, animada por la conciencia de exclusión y la coincidencia en publicaciones, manifestaciones y actos, se proyecta una imagen de comunidad de despiertos o buscadores de la verdad. Esta comunidad fomenta la apertura necesaria para que, llegado el caso, se permita la satisfactoria integración en la trama de nuevos elementos culturales. No en vano, una de las claves del confort cognitivo del recurso ad conspirationem es que proporciona un sentido al relato.

Es difícil que el conspiracionista cambie de opinión, pues, además, tal opinión es el resultado de la decisión de haberse atrevido a desafiar la versión oficial. “Despertar”, “salir del redil”, “atreverse” son gestos que acreditan cierta aristocracia moral. De ahí la resistencia a perder esa identificación con una creencia que lo distinguía y generalmente con el grupo que la sostiene: es preferible el error que el vacío de la falta de respuesta. Una creencia fuerte, aunque sea errónea, otorga seguridad y, en determinados casos, sentido de comunidad y pertenencia. Porque, por muy persuadidos que podamos estar de la propiedad y dominio de lo que pensamos, sobre todo cuando tratamos con posiciones polarizadas, estas lo son justamente por compartir tanto la opinión como la hostilidad contra otros en función de ese desacuerdo. Puesto que se confunden pareceres y personas (“uno es lo que dice”, “sus palabras lo definen”), el compromiso es más que doxológico o epistémico y hay una suerte de continuidad ontológica entre eso que llamamos “mis ideas” y mi identidad. Se necesita estar igualmente convencido de ellas y eso basta para defenderlas como parte de uno.

Para Michael Barkun hay tres mecanismos fundamentales que explican esta enorme capacidad de difusión del conspiracionismo y cómo transita hasta lugares centrales de la discusión pública: 1) reposicionamiento, por el que elementos de explicaciones previamente arrojadas a los márgenes de lo aceptable, por su relación con movimientos o ideas políticas estigmatizadas, regresan homologadas y con un renovado brío cuando son incorporadas a relatos conspirativos diferentes, liberados de ciertos lastres asociados o no a posiciones políticas concretas; 2) un proceso de mainstreaming que se beneficia de nuevas y mayores audiencias gracias a dicho reposicioniamiento y se sirve del reciclado de ciertos temas conspiracionistas, de modo que muchos elementos que pertenecían a audiencias marginales se acaban convirtiendo en un tópico habitual de los medios de masas; y 3) procesos de bridging, dispositivos organizativos que permiten vincular los márgenes donde proliferan explicaciones desdeñadas con el ámbito de las formas aceptadas de expresión política. Algunos de estos procesos serían el cultivo de audiencias cruzadas o el desarrollo de sistemas de comunicación alternativos, lo que a su vez refuerza todos esos elementos de adhesión activista al movimiento.

Si bien en la tendencia a ver conspiraciones por doquier intervienen factores de pertenencia al grupo, al mismo tiempo sus descubrimientos suponen actos de autoafirmación de un discurrir libre e independiente. Se procede a una sospecha sistemática que, sin embargo, elude someter a crítica las propias conclusiones. Señala de este modo, a menudo con toda legitimidad, los puntos ciegos de narraciones y argumentaciones tenidas como canónicas o dominantes. Entonces procede a saltos en el razonamiento no justificados para concluir explicaciones alternativas con tantos o más puntos ciegos como los que venían a desacreditar. Por añadidura, y frente su autocomprensión como prueba de una mayor apertura mental, la querencia por las conspiraciones en realidad pone de relieve lo contrario: la necesidad de cierre. Ante la ignorancia o la incomprensión de alguna parte de una descripción, se rechaza como falsa toda ella y se procede a facilitar una alternativa que, ahora sí, tiene completo sentido.

El conspiracionista es un discurso que se revuelve contra la imposibilidad de un acceso inmediato a la verdad. Sospecha de todas las mediaciones en tanto que lentes interesada e ilegítimamente deformantes. La duda se pone al servicio de la deseada creencia en una verdad absoluta, secreta, sin filtros, que ha de ser liberada de los velos que la ocultan y que, una vez manifestada, será inmune a todo desengaño o duda. El conspiracionismo, insistimos, se inclina al movimiento de la búsqueda (de la verdad), pero, frente a este aparente gesto de apertura escéptica, en la práctica, proclama un conocimiento negativo, la mentira. La duda y la sospecha asumen una función de “cierre dinámico”, móvil: siempre queda algo por desvelar, el rostro del enemigo último nunca se muestra del todo, pero la percepción subjetiva es la de una clausura inminente.

Esta respuesta es tranquilizadora desde el punto de vista cognitivo y, en muchos casos, tiene ventajas aún mayores. Ofrece la ilusión de poder limitar el mal, pues se descubre que éste tiene un origen concreto que ha dejado de ser secreto. Al menos, para los iniciados, ese selecto grupo de individuos que no se dejan manipular y que, sin otra prueba que su misma denuncia, de facto se proclaman excepción al lema nos engañan. Como vemos, aquí entran en juego toda una serie de recompensas (psicológicas, morales, sociales) que obtienen de esa suerte de participación privilegiada en el descubrimiento de una verdad oculta para el resto (que están siendo engañados) y la salvación respecto del mal.

En conclusión, como una aspiración siempre en desplazamiento, nunca se alcanza el horizonte del conspiracionismo, el punto en el que todos los engaños se disipan y la verdad secreta finalmente emerge. Hay una lógica consumista en todo este proceso. La postergación alimenta más el deseo que, de este modo, se prolonga mediante la adquisición de un nuevo objeto conspirativo. En el (des)orden neoliberal, las conspiraciones, como la verdad, se convierten en objetos de consumo perfectos, pues permiten excitar y saturar los psiquismos singulares con una promesa de satisfacción parcial que induce su reposición acelerada. A nivel subjetivo, sirve para compensar por un momento los malestares producidos por el neoliberalismo, al tiempo que para ofrecer explicaciones y establecer sistemas de atribución de responsabilidades que, en último término, eximen a la estructura de poder real y la dejan intacta. Así, cuanto mayor sea el grado de perplejidad y ansiedad social, mayor la necesidad de compensaciones que ofrezcan algún sentido a la experiencia cotidiana del caos y la arbitrariedad. Por eso una reacción es la despolitización y el abandono de toda expectativa de transformación ante un conjunto de enemigos demasiado poderosos. Pero de ahí su afinidad también con las propuestas políticas más autoritarias, por más que estas contribuyan al afianzamiento objetivo de los males: la intensificación de la injusticia neoliberal es afín a la producción y consumo masivos de conspiraciones.

Javier López Alós y Jon Ureña Salcedo, Conspiracionismo y deseo: el goce de descubrir la mentira, elsaltodiario.com 03/06/2022

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