L´enemic a casa.
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Marcuse |
Todos esos ejemplos nos hablan de un nuevo tipo
de alienación: la instrumentalización de lo íntimo; es decir, de nuestras
inclinaciones más profundas, de lo que confiere sentido a nuestra vida.
¿Nueva alienación? ¿Acaso no siempre ha sido así
desde que el capitalismo es mundo?
La alienación significó antaño la negación pura,
simple y brutal de nuestra humanidad. “El trabajador debe ser una mezcla de
orangután y robot”, decía Taylor, el inventor de la organización del trabajo que
Charles Chaplin caricaturizara en Tiempos modernos. La humanidad se
recuperaba fuera del trabajo, en la comunidad obrera, en la lucha política o en
los espacios domésticos.
Hacia finales de los años 20, promover el consumo
se volvió estratégico para atajar las crisis económicas y el avance del
socialismo. El capitalismo empezó entonces a apoderarse de todo aquello que
quedaba precisamente fuera del trabajo: cultura, espacios públicos, costumbres,
sentimientos. Marcuse fue uno de los teóricos que radiografió más nítidamente la
“integración generalizada en un sistema de necesidades dirigidas”. El hombre
unidimensional que describió es un sujeto pasivo en el trabajo, pasivo en
el tiempo libre (televisión, cine, turismo), convertido en cosa. La revolución
mundial del 68 hizo saltar todo esto por los aires.
Hoy, cuando la cultura, la información, los
servicios y la creación de ambientes son un motor económico absolutamente clave,
¿cómo se ha redefinido la alienación? El
colectivo Tiqqun lo resume en una sola frase: ya no se nos dice “harás lo
que quiero que hagas”, sino “serás lo que quiero que seas”. El trabajo ya no es
un intercambio de tiempo por dinero, sino más bien de alma por dinero, cada uno
convertido en “empresario de sí mismo, gestionando su Yo-marca” (Santiago López
Petit). Un baile de máscaras en condiciones de precariedad, competencia de todos
contra todos, inseguridad, invisibilidad, infantilización, jerarquía, control…
El consumo ya no es un sistema de necesidades dirigidas autoritariamente desde
arriba, sino la sofisticada construcción de personalidad que cualquiera puede
contemplar en la publicidad. Lo que se nos oferta ya no es tanto un objeto, como
una experiencia, un estilo de vida, una autenticidad. Ya lo decía The
Clash: “I’m all lost in the supermarket/I can no longer shop happily/ I
came in here for that special offer/ A guaranteed personality”. El
supermercado abarca ahora la realidad entera.
Las máscaras que llevamos cambian velozmente,
pero estamos obligados a llevarlas con el mismo ánimo: optimismo, positividad,
felicidad, espíritu de equipo, disponibilidad al contacto instrumental, a la
ruptura de todas las fidelidades y los lazos previos, permanente sexualidad sin
sensualidad, etc.
El acicate es el miedo. Miedo a quedar fuera, a
la desconexión, al agujero negro de la soledad y la miseria. Miedo, lo que es
más grave, a regresar a nuestra propia piel porque eso nos exigiría ver el mundo
desde un lugar demasiado vacilante para el Yo-marca. Así sentimos “la presión de la vida de
ocupante en esta tierra extraña”, como canta La Polla Records.
La proliferación incontrolada de enfermedades del
alma es a la vez síntoma y límite de esta instrumentalización que penetra todo
mi ser: pánico, depresión, fobias, anorexia, ansiedad, etc. Todos estamos al
borde de la catástrofe y del colapso, ricos y pobres. Podemos escuchar las
grietas que se nos abren en la gestión del Yo-marca o acallarlas repitiéndonos,
como el personaje de Annette Bening en American Beauty, que “para tener
éxito, hay que proyectar una imagen de éxito…”, mientras te deshaces poco a poco
por dentro.
Pero cuando el capitalismo instrumentaliza la
intimidad, la intimidad se vuelve también el principio de la resistencia. Ya no
la conciencia o la ideología, sino la intimidad que no se oculta sus grietas. La
máscara se convierte entonces en un disfraz estratégico, la intimidad explotada
se desdobla.
¿Y cómo se expresa políticamente el malestar ante
la instrumentalización de lo íntimo? Olvidémonos de las respuestas-zombi en
términos de izquierda o derecha, de progresistas o reaccionarios, de partidos o
sindicatos. La lucha se vuelve más difícil porque el enemigo está en mi casa y
yo estoy en la suya. Cuando trabajar quería decir “harás lo que yo quiero que
hagas”, la huelga general respondía “no lo haré” deteniendo la producción. Pero
cuando trabajar significa “serás lo que yo quiero que seas”, ¿cómo se interrumpe
esa producción? ¿Cómo hace uno huelga de sí mismo, de su Yo-marca? ¿Y cómo se
vinculan y se organizan las intimidades heridas? La única certeza que tenemos es
que todo ello requiere otros lenguajes, otros tiempos, otras estéticas que no
son las de la política (pero sí las de lo político).
Amador Fernández-Savater, La instrumentalización de lo íntimo, Público, 14/03/2012
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