Voluntat de poder i modernitat.

 

Friedrich Nietzsche esbozó una filosofía especialmente excéntrica para su época y que fue malinterpretada, como suele ocurrir con frecuencia, y en esa filosofía jugaban un lugar primordial, entre otras nociones, la noción de voluntad de poder. Pero ese término de voluntad de poder en Nietzsche nada tenía que ver con la voluntad de poder político sin más, tal como la interpretaron los nacionalsocialistas, ni con el puro dominio político en general, sino que era una noción que iba más allá, que intentaba definir el sentimiento básico que dominaba en su visión del mundo. Como tal se completaba y se entendía desde otras ideas que Nietzsche trató y que eran el eje de su pensamiento, la muerte de Dios, la transvaloración de todos los valores, el superhombre, el eterno retorno de lo idéntico. La muerte de Dios significaba para Nietzsche la constatación de que las sociedades occidentales habían ya superado la necesidad de una divinidad que rigiera sus vidas. Su interpretación de la historia venía a decir que había llegado el momento de asumir esa muerte y de que el hombre se afirmara a sí mismo, sin necesidad de mediaciones como la divinidad o límites impuestos desde ellas en forma de valores, mediante los que los más débiles habían limitado el poder y la vida. Frente a esos límites y una vez muerto Dios, su filosofía, enunciada por boca de Zaratustra, exaltaba la vida más allá de esos valores y del cadáver de los mismos, la vida entendida como potencia que se autoafirma. El superhombre era precisamente la metáfora que anunciaba la nueva criatura que vivía para la potencia y en la potencia; y la imaginación de todo ello era la imagen de un deseo que no tenía por qué detenerse ante nada. Esa filosofía de Nietzsche, concebida en parte como una crítica de la tradición occidental hasta ese momento, era también una descripción de lo esencial de lo moderno (…) Con el tiempo, sin embargo, Nietzsche, cuya filosofía fue considerada una excentricidad, ha ido ocupando un lugar central en las tradiciones filosóficas de Occidente, hasta el punto de que incluso las filosofías de la llamada izquierda la han hecho suya y la mayor parte de los pensamientos filosóficos de las sociedades democráticas le incorporan como uno de los grandes pensadores que mayor influjo tiene en nuestro mundo. Lo que su filosofía describe se parece mucho, desde luego, a ese núcleo de lo moderno que señalábamos al hablar del poder, de la liberación, de la permanente revolución, de la novedad permanente, cuya expresión mejor se alcanza tal vez en la idea del eterno retorno, que es lo mismo que la permanente revolución. Pero sobre todo, y esto es lo más relevante, se parece mucho al universo que cada día se nos promete mediante la publicidad que nos presenta lo nuevo para satisfacer ese deseo que nunca parece sin embargo satisfacerse, que nos hace soñar desde niños a diario con esa potencia con arreglo a la cual nos medimos y nos comparamos.

(…) Más arriba nos preguntábamos si había una representación común y compartida en el mundo moderno más allá de las diferencias, de las religiones, de los países, etc., y si en caso de haberla, contenía un marco o un mapa conceptual que a su vez alojase en su interior un sentimiento y cuál sería ese sentimiento. Pues bien, una posible respuesta vendría dada en la voluntad de poder nietzcheana. Por eso no puede ser casual que su filosofía, que sirvió a los nazis, sirva igualmente y en mayor medida para la realidad del hombre del siglo XXI y no sólo para sus representaciones filosóficas, que al fin y al cabo no son sino reflejos de las realidades sociales, sino sobre todo para esa cotidianeidad de la adquisición permanente, del crecimiento permanente, de la búsqueda sin fin, de la tendencia ilimitada a la inquietud que nos es propia como modernos. (36-39)



Vicente Serrano, La herida de Spinoza, Anagrama, Barna 2011

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