Kallocaïna.
Karin Doye |
La escritora sueca se dio a conocer cuando sólo tenía 22 años con el poemario
Moln (Nube) y desde entonces se convirtió en una figura de cierta
relevancia en la vida pública del país; su rebeldía, homosexualidad y pacifismo
militante hicieron de ella un icono de la modernidad, a costa de una vida
personal confusa y atormentada.
El planteamiento de Kallocaína es sencillo: en un regimen
totalitario un científico –Leo Kall- da con una sustancia –la
Kallocaína- que una vez inyectada obliga a decir la verdad. Lo que no
es tan sencillo, por supuesto, es el dilema ético que se deriva y que entronca
directamente con uno de los principales temas de la poesía de Boye, la
afirmación del individuo ante Dios y ante los demás (no en vano fue una de las
autoras que abrió la veta de la poesía social y existencial que años después
caracterizaría a la generación inmediatamente posterior, con figuras como Gunnar
Ekelöf, Erik Lindegren o Karl Vennberg). Es ahí cuando gracias a esta
sensibilidad de poeta que la novela engrosa las listas de la literatura
referidas a las distopías, un género que tuvo su edad de oro entre el periodo de
entreguerras y los primeros años de la guerra fría y que estuvo muy politizado.
¿Qué mejor antídoto contra el hechizo ideológico del “enemigo comunista” que
trasladar a escenarios de pesadilla cualquier proyecto de sociedad igualitaria?
A través de la denuncia de los maldades del otro, la ficción servía
como propaganda del mundo libre contra la amenaza roja, cumpliendo una doble
función de exorcismo de los fantasmas del capitalismo (explotación, represión,
discriminación…) y de legitimación del “menos malo de los sistemas de
gobierno”.
Afortunadamente, los aciertos del enfoque de Karen Boye superan esta
dicotomía y abordan problemas que hoy siguen vigentes: la dialéctica de
dominación/sumisión que opera en toda manipulación química del cuerpo humano,
igual que la importancia del secreto como último reducto frente a la presión del
colectivo, hacen que sesenta años después de ser escrita la historia de Leo Kall
no resulte para nada ajena. Posiblemente porque es el producto de la especial
sensibilidad de una escritora homosexual a la que le tocó vivir en una época y
un país donde la rígida sociedad protestante empezaba a desplegar mecanismos
cada vez más sofisticados de control social.
En estos tiempos que corren es difícil leer Kallocaína como una
simple invitación a la nostalgia, aunque tampoco se puede decir que sea una
oportunidad para reabrir desde la literatura ciertos debates políticos y
torpedear algunos dogmas que llevan años haciendo aguas. Pero los escritores son
individualistas casi por definición y se resisten –no sin razón- a todo proyecto
igualitarista: las tendencias homogeneizadoras acaban castrando el espíritu
creativo y son el perfecto caldo de cultivo para la mediocridad, tal y como
vienen demostrando los regímenes totalitarios. Por eso en Barra
siniestra Nabokov, desposeído y abocado al exilio por la revolución rusa,
se burló del enemigo como sólo él sabia hacerlo. Décadas antes su compatriota
Zamiatín había renegado en Nosotros de la fe bolchevique que él mismo
había profesado en sus comienzos. Y sin recurrir a comparaciones tan explícitas
Kafka dejó bien claro en El Castillo lo que los engranajes de la
burocracia pueden hacer con toda pieza que no encaje en su debido sitio.
Literatura que va directa al hueso porque se ceba en el conflicto entre
individuo y colectivo, profundizando en el viejo dilema igualdad contra libertad
que acabaría provocando el eclipse de las luces y bañando en sangre la
revolución francesa. Quizá la utopía tenga que seguir siendo eso, el lugar que
no existe, pero que sirve como horizonte para el gran proyecto común que es la
política con mayúsculas, un elemento esencial para la regeneración del
imaginario social. Ya lo dijo Cioran en una frase hoy célebre de su libro
Historia y Utopía (1960): “Sólo actuamos bajo la fascinación de lo
imposible: esto significa que una sociedad incapaz de dar a luz una utopía y de
abocarse a ella, está amenazada de esclerosis y de ruina".
Sergio Rodríguez Prieto, El secreto como último reducto, El País, 07/03/2012
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