Retorna la cultura de l'enfrontament.
El capitalismo occidental, europeo y norteamericano, había encontrado una
estabilidad y un ritmo de crecimiento sin precedentes en la historia y el Estado
de bienestar y la transformación de la sociedad civil habían traído nuevos
actores políticos. Clases medias, estudiantes, mujeres y profesionales, en vez
de jornaleros del campo y trabajadores industriales. La identidad colectiva, la
conciencia de grupo y la solidaridad se diluían ante el triunfo del
individualismo y de la sociedad de consumo.
En ese largo período de tiempo, el capitalismo como máquina de crecimiento
fue sustentado por los partidos socialistas y los sindicatos obreros, a cambio
de beneficios sociales, distribución de la renta y democracia política. Era un
reparto de esferas de influencia donde el crecimiento, la prosperidad y la
seguridad social convertían al conflicto en algo casi marginal y limitado a
escenarios muy extraordinarios, resuelto a través de convenios colectivos y de
las luchas electorales entre partidos democráticos.
El consumo y el Estado de bienestar hicieron milagros. Millones de ciudadanos
europeos occidentales que habían conocido las guerras, las revoluciones y los
fascismos se sintieron, por fin, seguros bajo el amplio paraguas de un sistema
que les proporcionaba protección en caso de enfermedad, paro o jubilación. Y sus
hijos crecieron aprendiendo una nueva cultura cívica, que oponía la movilidad y
el control social a la lucha de clases y a la búsqueda de paraísos
terrenales.
Aparecieron también en esos años nuevos movimientos sociales que abandonaban
en la mayoría de los casos el sueño revolucionario de un cambio estructural,
para defender una sociedad civil democrática. Normalmente asumían formas de
organización menos jerárquicas y centralizadas que los partidos y sindicatos
tradicionales y se nutrían de jóvenes, estudiantes y empleados del sector
público; es decir, de ciudadanos que ya no representaban a un clase determinada,
por lo general a la obrera, y que, por lo tanto, ya no recogían sólo los
intereses y reivindicaciones de esa clase.
Los españoles nos incorporamos con retraso a ese escenario, algo sólo posible
tras el fin de la dictadura de Franco, pero el Estado de bienestar y la mejora
sustancial del nivel de vida, con acceso general a la educación y a la sanidad,
dejó una impronta notable en una sociedad acostumbrada al mal funcionamiento de
la administración y a la ineficacia de los servicios públicos.
Los tiempos están cambiando y la historia, ahora que el presente viene
cargado de noticias sin futuro, puede arrojar alguna luz. Con esta crisis tan
profunda, con millones de parados y con las políticas agresivas de recortes
sociales, ¿estamos ante el final del “viejo” paradigma de consenso entre capital
y trabajo que surgió después de la Segunda Guerra Mundial y que en España
contribuyó a consolidar la democracia?
Hay claros indicios que así lo sugieren. Con un Gobierno tan convencido de su
fuerza, de la bondad patriótica de sus políticas, y tan poco dispuesto a hacer
concesiones, los sindicatos y movimientos sociales no podrán negociar, porque
nada recibirían a cambio, y las protestas no podrán canalizarse a través de las
instituciones y organizaciones ya establecidas. Frente a las políticas de
desorden que surjan de ese escenario, el Estado, el Gobierno y los medios que
los sustentan pedirán mano dura y acciones represivas de control social. Muchos
ciudadanos se convertirán en súbditos y los trabajadores en clientes del
capital, mientras que los sectores sociales más marginados y empobrecidos por la
crisis económica achacarán a la democracia y a la política establecida el
fracaso de un sistema que ya no les proporciona prosperidad material.
Esos pueden ser los efectos perversos de querer eliminar todos los temas,
prácticas y reivindicaciones que se articulen al margen de la política oficial
del Gobierno y de su partido. Esa definición restrictiva de la política abre las
puertas de forma casi irreparable al triunfo del capitalismo financiero y
especulativo y trata a los conflictos sociales como meros desafíos a la
autoridad pública. Lo que hay detrás de ese proyecto ultraconservador, que se ha
comido a la socialdemocracia, incapaz de ofrecer una alternativa, es
salvaguardar la propiedad y el mercado y restaurar las relaciones laborales a
favor del capital.
Al romper el amplio acuerdo en torno al crecimiento económico, los beneficios
sociales y la distribución de riqueza, el nuevo orden acabará excluyendo y
echando del sistema a muchos ciudadanos que ya lo habían asimilado. Pese a las
lógicas ganancias que eso proporcione a las élites políticas y financieras,
auténticas beneficiarias de ese nuevo orden, el resultado puede ser un nuevo
período de confrontación, con altos niveles de conflicto violento
extrainstitucional. Una vuelta, por otros medios, a la cultura de enfrentamiento
que dejó arruinada a Europa no hace mucho tiempo.
Julián Casanova, El miedo a la protesta, El País, 10/03/2012
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