La realitat i els dogmes del neoliberalisme.
La izquierda está contra las cuerdas y la derecha crecida. A primera vista no
se entiende. Era George Busch quien gobernaba en Estados Unidos aquel 15 de
septiembre de 2008, cuando Lehman Brothers anunció su quiebra y comenzó el lío.
Y no pasaba por allí, que llevaba ocho años en el poder. Lo que se nos vino
encima, que no era pequeño, no dejaba en buen lugar a los conservadores. Para
que se hagan una idea, con un comparación que a estas alturas ya se queda
pequeña, el precio de los rescates en EE UU supera a la suma de lo que costaron
la compra de Luisana, el Plan Marshall, la crisis de las cajas de ahorro de los
80, las guerras de Corea y Vietnam, la invasión de Irak, el New Deal y
el presupuesto entero de la NASA incluidos los viajes a la Luna.
Después de paladear el inventario, resulta difícil entender de donde sacan
pa tanto como destacan los que a diario nos vienen con la cantinela de
la incondicional eficiencia privada y los despilfarros de los gobiernos, que
existen, pero que, en comparación, apenas alcanzan para cubrir el catering de
las reuniones en las que se decidían estas oceánicas transferencias de
riqueza.
Para los fundamentalistas del mercado desregulado como si llueve. Según
ellos, el mercado, cuando se respetan los acuerdos libremente aceptados,
garantiza que cada cual cargue con las consecuencias de sus —buenas o malas—
acciones. Vamos, que el que la hace la paga y además, en sus justas dosis, en
proporción a sus aciertos o desatinos. No sólo eso, además, el mercado, sin
intromisiones institucionales, asegura la prosperidad. Mejor imposible. Mérito y
bienestar, justicia y eficiencia. Con estos mimbres los conservadores amueblan
su andamio retórico y sus muchachos se pasean por las radios.
Un relato que la crisis ha revelado lleno de costurones. Ni uno de sus
principios se ha mantenido. Los ciudadanos hemos visto violados acuerdos
fundamentales a pesar de cumplir con nuestra parte: empresas y hogares solventes
que, sin haberse enredado en apuestas arriesgadas, han encontrado cerradas sus
fuentes de financiación; trabajadores a los que se les modifican las condiciones
laborales (indemnizaciones por despido, calendario laboral, cotizaciones
sociales de los empresarios) pactadas en complicadas negociaciones y, en muchos
casos, convertidas en derechos; votantes que ven como se desmantela un Estado
del bienestar que los partidos se comprometieron a sostener; empleados públicos
a quienes se reprocha su estabilidad laboral, algo que estaba en el acuerdo
inicial que establecieron cuando optaron a sus puestos.
Tampoco se ha cumplido el principio de que "quien la hace, la paga". Ni los
bancos cargaban con el riesgo de las hipotecas ni los intermediarios financieros
tenían que degustar el veneno de las titulaciones que inyectaban en las venas
del sistema financiero. La supuesta relación entre las acciones y la (justa)
retribución quedaba en nada cuando las agencias de calificación, contratadas por
las propias entidades que evaluaban, sabían que si hacían debidamente su
trabajo, lo perderían, que su mejor modo de conservar el negocio era callarse, o
cuando los sistemas de las bonificaciones e incentivos alentaban en los
empleados de los bancos de inversión o de gestión de fondos una apuestas
temerarias a corto plazo con las que ellos ganaban un fortuna, despreocupándose
por los intereses de sus clientes y hasta de sus empresas.
Con todo, los mayores descosidos los ha experimentado la retórica de la
bondad de los resultados, según la cual, la competencia desregulada asegura el
bienestar y, de paso, el castigo del mal comportamiento. En realidad, se impuso
lo contrario, una penalización de los decentes y una amplificación incontrolada
de las patologías. Recuerden cómo se extendió la mancha. Un prestamista sensato
en la concesión de hipotecas, al encontrase con que sus competidores capturaban
—a más elevados intereses— a los prestatarios que él rechazaba y que, por ello,
su cuota de mercado y sus acciones caían, se enfrentaba a un dilema: seguir con
la prudencia y desaparecer, o asumir riesgos, como sus rivales. Hasta aquí, el
mecanismo de penalización clásico del mercado: el que la hace, la paga. Pero con
la desregulación ya nada era igual. Ahora las hipotecas se podían reexpedir a
las empresas de Wall Street para su titulación y trasladar los riesgos. Se
acabaron los miramientos para conceder préstamos. La temeridad era la única
estrategia ante competidores que, aunque no quisieran, recelosos de que se les
anticiparan, se comportaban con temeridad. Una historia que se repitió,
amplificada, en el siguiente escalón, cuando las empresas de Wall Street ponían
en circulación las hipotecas titulizadas. Los primeros aún podían saber alguna
cosa acerca de la fiabilidad de los prestamistas; en Wall Street no tenían ni
idea. Hasta es posible que pensaran que los otros tenían razones para examinar
las hipotecas. Es posible, aunque no es seguro. Después de todo, mediante los
famosos CDO, Goldman Sachs apostó en contra —para obtener beneficios en el caso
de que quebraran— los valores que recomendaba comprar a sus clientes diciéndoles
que eran tan seguros como las letras del Tesoro.
Pero aunque el relato conservador no se sostenga, la izquierda no levanta
cabeza. La crítica no es suficiente. Hacen falta propuestas. Un terreno yermo,
si miramos el panorama más cercano. Pero hay vida más allá de nuestra triste
izquierda. Basta con compararnos, ahora que se aproximan las elecciones
francesas, con nuestros vecinos. Un par de ejemplos que confirman que la
radicalidad no es enemiga de la calidad: la defensa de un Estado garante del
contrato social y de la protección bienestarista de Philippe Aghion, en
Repensar l’État, o las iniciativas fiscales basadas en los principios
de equidad, progresividad real y democracia de Thomas Piketty en Pour une
révolution fiscale.
Desafortunadamente tampoco basta con tener claros retos y soluciones. En el
desierto y sin alimentos, o con una enfermedad curable y sin seguro médico ni
recursos, de poco me sirve conocer la solución a mis quebrantos. Al final, lo
importante es poder aplicar las propuestas. El poder, que de eso va la política
real.
También en esto hemos aprendido. Por ejemplo, que mientras a unos pocos les
basta con una llamada de teléfono para pedir un cambio en la Constitución o con
asomarse a los medios de comunicación para recordarnos que no están dispuestos a
invertir si no se generan ciertas condiciones de confianza, de confianza para
ellos, a muchos otros no les queda más que salir a la calle para recordar que
también tienen intereses, seguramente más justos. Y si no lo hacen, saldrán
perdiendo. Disponen de menos poder y, por eso mismo, les resulta mucho más
difícil ser escuchados.
No exagero. Es otra de las lecciones de la crisis, en particular de los altos
ejecutivos del sector financiero, quienes, en virtud de su posición de poder —de
problemas de agencia y de información asimétrica— con los propietarios, pudieron
fijar sus propios salarios, sin que importase "su productividad". Sus enormes
ingresos derivaban de su poder negociador. La enseñanza: el poder político, como
el empresarial, se decanta por la línea de menor resistencia. Tiene que decidir
qué modifica y qué da por sagrado, qué da por bueno y qué no. Una elección en la
que importa la fuerza de cada cual, no la justicia de lo que pide.
Y aquí las cosas pintan mal. Tengo dudas acerca de la eficacia de la reforma
laboral, pero de lo que no tengo duda alguna es de que modifica las relaciones
de fuerza entre los trabajadores y los empresarios ni de que, más temprano que
tarde, eso tendrá consecuencias en la redistribución de la renta. Nos jugamos
bastantes más cosas que una hipotética recuperación a cualquier precio. Y quien
no esté de acuerdo, quien crea que todo vale, debería reconsiderar la
legislación del trabajo infantil. De momento ya se discute el derecho a quejarse
y, a la mínima, los dicharacheros portavoces de la derecha reaccionan como si
vinieran los hunos. Un respeto, que no hacemos más que aplicar lo aprendido.
Félix Ovejero Lucas, Las razones y las calles, El País, 07/03/2012
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