Encanallamiento moral de la tortura.


La tortura es cruel. Pero no es una actividad de pretensiones genuinamente crueles. El policía que tortura no lo hace porque le guste (lo que no impide que también le guste): tortura al detenido para obtener de él una confesión, para que revele determinada información o para que se reconozca autor de un crimen, lo haya cometido o no. Es esta la función instrumental de la tortura, fría y cerebral, la que la vuelve más recurrente y más difícil de extirpar. Porque el Poder, sea del signo que sea, es capaz de perseguir -incluso con verdadero y sincero afán- la violencia policial gratuita, en la que pueden incurrir tales o cuales agente por pura brutalidad personal, pero difícilmente renuncia a lo que es, de hecho, un método eficaz de conseguir sus fines.

Y se muestra tanto menos dispuesto a ello cuanto que una parte nada desdeñable de las opiniones públicas presuntamente civilizadas entienden y aceptan ese uso selectivo de la tortura. Por supuesto que no abierta y descarnadamente. Pero sí de hecho. Sí, a condición de que no se le obligue a admitirlo. Siempre que se haga con discreción. Siempre que se le permita mirar para otro lado.

He expresado en otras ocasiones que lo más perverso de los actos de tortura no es, a mi juicio, el sufrimiento que causa al detenido -con ser éste importante- sino la degradación que implica para el Estado que asume su uso como una necesidad -sentado que el fin justifica los medios, ya cualquier cosa le está autorizada- y , sobre todo, el encanallamiento moral al que obliga a la sociedad en su conjunto.

Javier Ortiz, Prólogo a Escritores frente a la tortura, Talasa, Madrid 1997

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