Valentia contra protocols.






En 1912, Freud escribe su texto sobre la “generalizada degradación de la vida amorosa”. Por degradación se refiere al corte y desencuentro entre la “corriente sensual” y la “corriente tierna” de la vida erótica. Cuando se ama no se desea, cuando se desea no se ama. Degradar el objeto de deseo, convertirlo en cosa desechable, se convierte entonces en el máximo goce. Habla de los hombres o, al menos, de la posición masculina sobre el mundo.

La situación no ha dejado de agravarse en cien años, con la generalizada pornografización de la vida amorosa. ¿Podemos transformarla? ¿Podemos hacerlo sin introducir en ella una nueva normativa, una nueva moralina, un nuevo autoritarismo? No tengo ni idea, soy pesimista al respecto. Pero sí que es posible y urgente inventar otras formas y reglas de juego, otros modos de cortejo y de invitación, éticas aún mínimas del goce de cada cual con respecto al otro. Nuevos ámbitos de ficción y representación incluso, donde las pulsiones agresivas puedan escenificarse sin producir efectos reales, sino satisfaciéndose en lo imaginario.

Es decir, hablando ahora en general, no podemos borrar las pulsiones destructivas con ninguna goma de borrar mágica, pero sí inventar nuevas formas para darles paso de otro modo. Sublimar su empuje, desviarlas de su dirección original, ponerlas al servicio de Eros. Freud pone el ejemplo del cirujano que corta el cuerpo para salvar la vida.

¿Qué nos requiere ese trabajo de creación de nuevas formas? Por un lado, el deseo decidido de revisarse uno mismo y transformarse. Por otro, la aparición de nuevos vínculos y complicidades. Una articulación diferente del trabajo personal y de la amistad entre diferentes como valor político.

En la política tradicional, mucho me temo, faltan ambas cosas. Por eso todo se fía a la implantación de “mecanismos de prevención”, protocolos y formalismos, reglas y reglamentos, en los que se delega la capacidad de escucha y atención, de interpretación y de respuesta. En lugar de inventar nuevas formas, en el engarce entre lo personal y lo político, se aplican formalismos. Pero el mal prosigue su curso…
Mark Fisher llamó ya hace años a “salir del castillo de vampiros” que representaba para él el twitter de izquierda. Entre vampiros el trabajo de pensar se sustituye por el goce de señalar, condenar y excomulgar. En el castillo impera el moralismo, la idea de que sentir culpa, hacer sentir culpa, extender la culpa por todos lados, puede cambiar algo. Pero la culpa no cambia nada. Son golpes en el pecho que no producen ninguna modificación subjetiva, cursillos de reeducación amorosa, meras gesticulaciones sin efecto. Una vez pasada la tormenta de mierda, todo vuelve a su sitio.

Lo único que puede cambiarnos es el hartazgo de verdad con respecto a nosotros mismos y las ganas de vivir de manera distinta. No la culpa, sino la responsabilidad hacia nuestro deseo. La fuerza de la ola feminista ha sido contagiar un deseo positivo por cambiar, por mudar la piel, por dejar caer una forma de ser hombres y mujeres para darnos otra.

No nos puede salvar nadie, si no nos habita ya un deseo valiente de revisión y autotransformación. Pero en el caso de que éste exista, un oído amigo, una voz amiga, pueden ser decisivos.

En estos días oscuros no he dedicado ni un minuto a pensar en los protocolos de vigilancia y castigo en Sumar, pero sí que me he preguntado muchas veces si en las estructuras de partido cabe la amistad donde se puede conversar y decirse la verdad.

No sé muy bien qué son las “nuevas masculinidades”, pero sí que la única que merece la pena es la que se atreve a la conversación en serio, a abrirse al otro para pedir y recibir ayuda, a pensar y pensarse, a hacer del pensamiento un gesto vinculante, una forma de vida.

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