Censura i digitalització de l'esfera pública.




La digitalización de la esfera pública, que convierte a cualquier ciudadano en un potencial emisor de mensajes públicos, no podía sino conducir tarde o temprano a un aumento de la tensión entre la libertad de palabra y aquellos otros bienes democráticos que pueden verse dañados a causa del uso desviado de la misma. Aquí no se incluyen solamente los derechos al honor y la intimidad, que algunos comentaristas ven ya como reliquias medievales, sino también principios como la concordia civil, la tolerancia o el respeto a las minorías. Se diría que nuestro espacio público se ha embrutecido. Pero, ¿qué hacer? ¿Hemos de resignarnos a que un debate más inclusivo haya de ser por eso mismo más cacofónico y agresivo? ¿O existen formas de pacificar el wild west digital que redunden en beneficio de orden democrático?
Hasta el momento, los principios liberales parecían avalar inequívocamente una solución basada en la idea del mal menor. En sus ensayos sobre la censura, el escritor sudafricano J. M. Coetzee resumía así esta doctrina: "Mi impresión es que cuanto menores sean las restricciones legales en materia de palabra, mejor: si resulta que algunas de las formas que derivan de esa libertad son desafortunadas, eso es parte del precio que pagamos por la libertad". De manera que el único antídoto contra esos contenidos ofensivos ha de proporcionarlo, en estricta coherencia con la teleología liberal, el propio ejercicio de la libertad: "Si la burla corroe el respeto por el Estado, la blasfemia insulta a Dios o la pornografía degrada las pasiones, bastará con que emerjan voces más fuertes y convincentes que defiendan la autoridad del Estado, loen a Dios o exalten el amor casto". En ningún caso, concluye Coetzee, es aceptable la censura. Entre otras cosas, porque convierte en jueces de la libre expresión a funcionarios cuya mentalidad burocrática es negativa para la vida espiritual de la comunidad.
Salta a la vista que Coetzee está pensando en términos analógicos, dibujando un conflicto entre el individuo transgresor y el Estado represor de tradición autoritaria. Pero hay que preguntarse si este esquema, con el que uno simpatiza espontáneamente, es aplicable en eso que el teórico Roger Silverstone ha llamado Mediápolis. Y el Gobierno de Alemania, país cuya capacidad de introspección democrática no tiene igual en el último medio siglo, piensa que no.

Manuel Arias Maldonado, Ideas para el enjambre digital, el mundo.es 26/01/2018






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