Jesús en una torrada.
Muchos podrían pensar que lo que captan nuestras cabezas es una
representación cien por cien precisa del mundo tal como es, como si los ojos y
los oídos y el resto de órganos sensoriales fuesen, en esencia, unos sistemas
de grabación pasiva que reciben información y la transmiten al cerebro, el cual
se encarga a su vez de clasificarla, organizarla y enviarla a sus destinos
correspondientes, cual piloto en pleno proceso de comprobación de los
instrumentos de vuelo. Pero eso no es para nada lo que sucede en realidad.
Biología y tecnología no son la misma cosa. La información real que llega al
cerebro a través de nuestros sentidos no es el rico y detallado torrente de
visiones, sonidos y sensaciones que muchas veces creemos que es; en realidad,
los datos en bruto que nos proporcionan los sentidos se parecen más a un
hilillo de agua enfangada, y es nuestro cerebro el que realiza un trabajo
ciertamente increíble depurando ese goteo turbio y dándole forma hasta
conformar a partir de él la espléndida y compleja visión del mundo que solemos
manejar.
Imagínese a un dibujante de retratos robot policiales tratando de
reconstruir la imagen de una persona a partir de descripciones proporcionadas
por testigos no presenciales. Tengan en cuenta además que no es una sola
persona la que facilita esas descripciones, sino cientos de ellas. Y todas a la
vez. Y que no es el retrato robot de un sospechoso lo que tiene que crear, son
una versión tridimensional completa y a todo color de la ciudad en la que el
crimen tuvo lugar y de toso sus habitantes. Y que hay que actualizar a cada
minuto. El cerebro es un poco como ese dibujante, aunque probablemente no esté
ni lejos tan agobiado como él estaría en una situación así.
Es impresionante, sin lugar a dudas, que el cerebro pueda crear una
representación tan detallada de nuestro entorno a partir de una información tan
limitada. Aun así, siempre se cuelan errores y fallos. El modo en que el
cerebro percibe el mundo que nos rodea y en que selecciona a qué partes
atribuir la suficiente importancia como para que sean merecedoras de nuestra
atención es algo que ilustra tanto el asombroso poder del cerebro humano como
sus muchas imperfecciones. (190)
Todos los sentidos funcionan esencialmente detectando cosas de nuestro
entorno y traduciéndolas a las señales neuroeléctricas que recogen y transmiten
unas neuronas conectadas con el cerebro. Coordinar todo esto es una labor
ingente a la que el cerebro dedica mucho tiempo. (191)
¿Qué tienen en común las tostadas, los tacos, las pizzas, los helados, los
tarros de crema para untar, los plátanos, los pretzels, las patatas fritas de bolsa y los nachos? Que en todos
ellos se ha creído ver estampada o reproducida la imagen de Jesús (lo digo en
serio, búsquenlo si no me creen). No siempre es en comida donde se aparece:
también se le ha visto a menudo en las texturas o las vetas irregulares de los
artículos de consumo o de los muebles de madera barnizada. Y no siempre es
Jesús quien se aparece: a veces es la Virgen María. O Elvis Presley.
Lo que sucede en realidad es que existen millones de millones de objetos en
el mundo con líneas y colores dispuestos al azar, en franjas o manchas más
claras y más oscuras, y que, por pura coincidencia, pueden recordarnos en algún
momento a una imagen o un rostro conocidos. Y si la cara es la de una figura
célebre a la que se atribuyen propiedades metafísicas (y Elvis entra dentro de
esa categoría para muchos admiradores), entonces la imagen puede obtener un eco
y una atención mayores.
Lo raro del caso (desde el punto de vista científico) es que también
quienes son conscientes en ese momento de que se trata solamente de un
aperitivo tostado y no la reencarnación en pan del Mesías pueden verlo. Todos
pueden reconocer en aquellas manchas lo que otros dicen que allí se ve, aun
cuando no estén de acuerdo en cuanto a los orígenes de la aparición.
El cerebro humano prioriza la vista sobre todos los demás sentidos y el
sistema visual hace gala de una impresionante lista de singularidades y
rarezas. Como ocurre con los otros sentidos, la idea de que los ojos captan el
mundo exterior y transmiten esa información intacta al cerebro como si fueran
un par de cámaras de vídeo viscosas y blanduchas dista mucho de ser una
descripción de cómo funciona realmente la cosas. (206-207)
El fenómeno de la imagen de Jesús en una tostada ocurre porque existe una
región del sistema visual en el córtex temporal que se encarga de reconocer y
procesar caras, por lo que todo aquello que se parece un poco a un rostro
humano tiende a ser percibido como tal rostro. (216-217)
Dean Burnett, El
cerebro idiota, Editorial Planeta, Barcelona 2016
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