Paràlisi socialdemòcrata.


Zapatero dijo la noche electoral que el PSOE sabe ganar y sabe perder. El partido no lo ha demostrado a lo largo de esta semana horrible. Saber perder no es sucumbir a maniobras, zancadillas y conspiraciones. Felipe González, Patxi López, Fernández Vara y otros muchos han defendido la tesis de que la confrontación entre candidatos en unas primarias genera división interna y es un “lío” (palabra que Rajoy utiliza a menudo para descalificar propuestas progresistas). Como si forzar la retirada de una candidata no transmitiera una grave imagen de descomposición y un miedo profundo a los procedimientos democráticos.

Hasta el momento, nadie en ese partido ha ofrecido una explicación de la derrota. Alguno ha salido con la peregrina propuesta de realizar un “giro” a la derecha (¿?). Pero la reacción ante la derrota no puede consistir ahora en dar “giros”, en la dirección que sea, pues los ciudadanos lo entenderán como una respuesta desesperada, oportunista y electoralista.

El conflicto interno del PSOE muestra que la gran mayoría de sus dirigentes no han entendido por qué han perdido las elecciones. Aunque haya influido mucho, la derrota no se explica únicamente por los malos resultados económicos. Es verdad que con tasas de crecimiento raquíticas, un paro del 20%, las cajas en serios apuros, un abultado endeudamiento y el sector de la construcción colapsado, la gente tiene que canalizar de alguna forma su frustración y su ira castigando al Gobierno.

Pero hay algo más. Algo que se ha quebrado en estos últimos dos años. Son muchos quienes tienen la percepción de que la crisis no se está resolviendo adecuadamente, puesto que los actores principales no han rendido cuentas. Ni los bancos centrales, con sus políticas monetarias favorables a las burbujas; ni los grandes inversores, que especularon alocadamente y que siguen recibiendo compensaciones monetarias escandalosas; ni las agencias de calificación, que evaluaron los bonos basura como productos de alta calidad y que ahora castigan con severidad la deuda pública de algunos países; ninguno de ellos, digo, ha visto mermado significativamente su poder. Hay aquí una impunidad generalizada que buena parte de la ciudadanía no entiende.

Los gobiernos no han sido capaces, a pesar de las demandas populares, de romper esa impunidad. Tampoco han sabido resistirse a las presiones dirigidas a hacer de la reducción del déficit la prioridad absoluta. En el caso de España, Zapatero se ha tenido que

reinventar a sí mismo como un presidente reformista que realiza políticas impopulares. Es lógico preguntarse por qué, si tales reformas son tan necesarias, el Gobierno no hizo cambios sustantivos en el mercado de trabajo, en las pensiones y en la negociación colectiva durante sus primeros seis años de mandato. Y si el déficit es tan perjudicial, ¿por qué se permitió entonces que llegara al 11%?

Las reformas se presentan como imprescindibles para acabar con los ataques especulativos contra nuestra deuda, pero el origen de esos ataques no está sólo en nuestro endeudamiento (que en otros países es superior y no provoca tensiones), sino en el diseño institucional de la Unión Monetaria, que genera incentivos perversos para que se den esos ataques, como ha mostrado Paul de Grauwe, el más lúcido analista del euro. La Unión Monetaria ata las manos de los gobiernos y les deja sin otra salida que no sean los ajustes fiscales que estamos contemplando y que, hasta el momento, no han conseguido sanar la economía. El euro se ha transformado en un corsé que amenaza con asfixiar a quien lo use.

El PSOE no tiene que inventar nuevos ideales ni nuevas políticas. Sus objetivos pueden seguir siendo reducir las desigualdades, hacer efectivos los derechos básicos y extenderlos, asegurar a los ciudadanos ante los vaivenes económicos y estimular el empleo mediante inversiones productivas. Sigue siendo necesario construir una red de guarderías públicas, mejorar la ayuda en dependencia e invertir en conocimiento.

El problema no radica en esos objetivos, que por lo demás comparte la gran mayoría de la sociedad española. El problema, en realidad, es que los socialdemócratas se han quedado paralizados en la tela de araña que el euro ha construido en Europa y no pueden llevar a cabo sus políticas. Un gobierno progresista debe impugnar el actual diseño de la Unión Monetaria, no necesariamente para destruirla, pero sí para transformarla y democratizarla.

La única salida, por tanto, consiste en tomarse en serio la necesidad de que las instituciones representativas vuelvan a tener el control sobre las decisiones colectivas. Que los políticos recuperen el mando y hagan políticas de derechas cuando gobierne la derecha y políticas de izquierda cuando gobierne la izquierda. Eso exige revisar en profundidad las limitaciones existentes del poder político, así como regular el poder económico, que desde hace tres décadas, con la complicidad y colaboración de los socialdemócratas, ha ido ganando influencia sobre la política.

Poca esperanza, sin embargo, puede tenerse en un partido que ni siquiera es capaz de afrontar un proceso de primarias entre dos candidatos. ¿Alguien cree que un partido así podrá hacer un diagnóstico acertado de la actual situación que estamos viviendo y conectar con las aspiraciones de tantos ciudadanos insatisfechos con la forma en que se desarrolla la política en nuestro país?

Ignacio Sánchez Cuenca, La deriva socialdemócrata, Público, 28/05/2011

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