Vivim en un món més violent o menys conflictiu?
El investigador en medios Ekkehard Coenen, autor del artículo Contested Understandings of Violence (Interpretaciones en disputa de la violencia, publicado en la revista de sociología Society), explica que desde la segunda mitad del siglo XX el concepto de violencia se ha ampliado para incluir no solo acciones físicas evidentes, sino también condiciones estructurales y culturales que perpetúan el sufrimiento y la injusticia. El sociólogo Johan Galtung (1930-2024) acuñó el término “violencia estructural” para referirse a las desigualdades sistemáticas dentro de las estructuras sociales, económicas y políticas, que impiden a ciertos grupos satisfacer sus necesidades básicas y vivir con dignidad. Por su parte, Pierre Bourdieu (1930-2002), una de las figuras clave de la sociología contemporánea, desarrolló el concepto de “violencia simbólica”, ejercida a través de prácticas y símbolos culturales que refuerzan desigualdades y jerarquías sociales, como la publicidad que perpetúa estereotipos de género o las formas de lenguaje que desvalorizan a determinados grupos.
Según Coenen, que trabaja en la Universidad Bauhaus de Weimar (Alemania), el hecho de que ahora consideremos el acoso escolar o el cambio climático como formas de violencia se debe, en gran medida, a un cambio de perspectiva centrado en la víctima. “El aspecto del sufrimiento y la vulnerabilidad de las personas afectadas adquiere protagonismo, en lugar de definir la violencia únicamente en términos de daño”, explica en un correo electrónico. Añade que, gracias a este cambio de paradigma, ciertos actos se reconocen más fácilmente como violencia, lo que puede contribuir a “desmantelar jerarquías existentes”.
Un ejemplo de ello es la identificación de la violencia vicaria en 2012. La psicóloga clínica y forense argentina Sonia Vaccaro acuñó el término para describir una forma específica de violencia de género en la que la agresión se ejerce sobre los hijos e hijas con el propósito de dañar a la madre. Según explica Vaccaro en conversación telefónica, definir este tipo de agresión permitió visibilizarla. “Las mujeres víctimas sabían que estaban viviendo algo anormal, pero no tenían un término para nombrarlo. Hablaban de situaciones como que su hijo volviera de la casa del agresor con ropa sucia y rota, descalzo bajo la lluvia, abrigado con una chaqueta de lana en pleno verano, o que su hija celiaca regresara con un bocadillo de queso en la mano”.
Es razonable preguntarse si el creciente debate sobre la violencia refleja que vivimos en un mundo más violento o, por el contrario, en uno menos conflictivo. Según Coenen, el cambio en la forma de percibir y definir este fenómeno no significa necesariamente que el mundo occidental sea menos agresivo. El experto destaca que esta transformación conceptual, de hecho, dificulta su medición en todas las dimensiones. “Con una definición centrada únicamente en lo físico, podríamos registrar estadísticas sobre agresiones y homicidios, pero estos datos serían insuficientes y no incluirían otras formas de violencia. Podría ocurrir que en un país disminuyesen los actos físicos, mientras aumentasen el acoso psicológico o las manifestaciones estructurales de violencia”, señala Coenen.
Pocas personas poseen en la actualidad una visión tan amplia del desarrollo del conflicto a lo largo de la historia como el arqueólogo Alfredo Gómez Ruibal, reciente ganador del Premio Nacional de Ensayo por Tierra arrasada (Crítica, 2024), una obra que narra la historia de la violencia a través de los restos materiales arqueológicos. El libro comienza desmontando la tesis, defendida, entre otros, por el psicólogo Steven Pinker en Los ángeles que llevamos dentro (Paidós, 2012), de que la prehistoria fue un periodo de brutalidad y violencia. “Con los datos disponibles, es imposible afirmar que en el Paleolítico existieran guerras. Sí hubo violencia, pero antes de la aparición del ser humano moderno no hay evidencia de violencia colectiva organizada”, señala Ruibal en una cafetería madrileña.
El arqueólogo se apoya en el sociólogo Norbert Elias y en su obra El proceso de civilización (1939) para explicar por qué somos cada vez más sensibles a la violencia. Elias argumenta que, a medida que las sociedades evolucionan, el control de la violencia física se concentra en instituciones como el Estado, lo que hace que su uso sea más predecible y regulado. Esto lleva a los individuos a desarrollar mayores niveles de autocontrol y a moderar sus impulsos agresivos. El rechazo de las formas más espontáneas e inmediatas de violencia asegura que, cuanto más civilizado sea un pueblo, más seguro es caminar por sus calles. “Esta evolución explica por qué hoy rechazamos prácticas como el sacrificio público de animales o incluso la presencia de un animal vivo en la mesa; nos genera rechazo porque nuestra sensibilidad ante la violencia ha aumentado”, explica Ruibal.
El proceso de civilización no implica necesariamente una disminución de la violencia en términos absolutos, sino que esta tiende a ser más controlada, contenida y regulada por normas sociales y estatales. “Ser más civilizado no te inmuniza contra la violencia —señala Ruibal—. De hecho, puede llevar al desarrollo de formas de violencia aún más abyectas. Tal vez, precisamente, porque el pueblo alemán era uno de los más civilizados y reprimidos, cuando se desató la violencia, lo hizo de manera brutal, dando lugar a algunas de las expresiones más salvajes de la historia de la humanidad”.
Daniel Soufi, Más violencia que nunca: ¿vivimos en un mundo más peligroso o más sensible?, El País 24/01/2025
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