La Il·lustració fosca.
Cuando hace tres años les propuse a la gente del Club de Roma de España que defender la Ilustración iba a ser un elemento central de la batalla futura, no podía imaginar que la defensa de ese concepto fuera tan urgente y dramática. Ellos tuvieron todavía menos vista al dejar caer el asunto tras un primer año.
Mis temores se han cumplido. No había que ser un genio para darse cuenta de que la regresión cultural en marcha en nuestro mundo debía dirigirse contra ese punto crucial de la historia occidental, el momento en que Europa elaboró una conciencia normativa universal basada en el concepto de la dignidad de lo humano. Pero no nos dimos cuenta de algo bastante elemental. La imaginación humana es muy limitada y los procesos históricos albergan una carga de repetición importante. El tiempo no es solo lineal. Su línea avanza en bucles que regresan. Lo hacen porque el ser humano es bastante estúpido y su creatividad es reducida. La finitud de la imaginación y lo limitado de la memoria inducen el retorno.
Eso sucede con la Ilustración Oscura, una especie de imitación de los pensadores que reaccionaron a la Ilustración a final del siglo XVIII, cuando se desplegó en la Revolución francesa. Uno de ellos, Joseph de Maistre, aclaró las cosas. Su pesimismo enfermizo celebró los procedimientos inquisitoriales y profetizó los ingentes sacrificios humanos que conocería el futuro. Pero sobre todo acuñó la frase decisiva. Él no era un contra-revolucionario, sino el autor de una revolución contraria. Desde entonces, todo el pensamiento reaccionario ha seguido ese modelo. No responde a una revolución con la contención, sino que lo hace con una revolución contraria.
La cosa no se quedó en De Maistre. Sus discípulos del siglo XX, sobre todo los alemanes, como Carl Schmitt y otros, forjaron la idea, que parecía una contradicción, de «revolución conservadora» y se aprestaron a hacerle frente a Lenin y a su revolución proletaria. Otro de ellos, el literato y amante de experimentos alucinógenos, Ernst Jünger, quizá en medio de uno de ellos, sugirió a Hitler cambiar el nombre de su partido y en lugar del moderado y pacato de «nacionalsocialista» ponerle el agresivo de «nacionalbolchevique». Así confesaba mucho más a las claras cuál era el enemigo. A fin de cuentas, los socialistas jamás hicieron una revolución.
Este comentario debería alumbrarnos acerca de algo que Ortega ya dejó caer allá por el año 1923. El prestigio moderno de las revoluciones no presenta un buen balance. Siempre acaban tendiendo la alfombra roja a las revoluciones contrarias, propias o ajenas. Y eso es lo que estamos viendo ahora. Por fin comprendemos algo decisivo. Desde la Revolución Francesa hasta el presente, las dos únicas realidades que se han beneficiado de ellas han sido la centralización del poder del Estado -eso que se ha llamado el jacobinismo- y la centralización del aparato productivo -eso que se ha llamado capitalismo. Los liberales que luchan contra el primero deberían luchar también contra el segundo.
Hoy, cuando el Estado ha hecho su carrera hasta ahora vinculada a elementos normativos de igualdad, libertad, fraternidad y autonomía, el único elemento revolucionario que queda es el capitalismo. Y como su estructura competitiva le es esencial, siente que todos los elementos normativos del viejo Estado son un lastre para sus aspiraciones de concentración y acumulación. Y así, el grupo de capitalistas que controla Estados Unidos, ha decidido eliminar todo lo que sea normativo en lo estatal, para lanzarse con plena libertad a lo que presentan como revolución contraria. Y debe ser contraria porque deben eliminar de la conciencia humana la igualdad, la libertad, la fraternidad y la autonomía. Eso es la Ilustración negra, la revolución contraria de la Ilustración.
Mientras tanto, confían en que nuestro mundo le haya tomado afecto a la revolución, que es el afecto a la novedad, y de este modo sueñan con convertirse en profetas carismáticos. Para asegurarse de ello, están dispuestos a utilizar a su favor la inclinación irresistible a la estupidez propia de los humanos y embaucarlos, a modo de aquellos espejos y zarandajas que deslumbraban a los ingenuos indígenas, con todo tipo de promesas que ocultan lo inviable de sus proyectos espaciales y de sus modelos automovilísticos.
José Luis Villacañas, Una Revolución contraria, levante_emv.com 01/02/2025
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