Astronomia, des dels grecs fins a Kepler.











Los griegos comenzaron a construir modelos geométricos sobre algunas suposiciones metafísicas. Aristóteles recogió la tradición griega que consideraba que la Tierra sometida al cambio constante estaba compuesta de cuatro elementos que se mezclan e intercambian en diversas proporciones: tierra, aire, agua, fuego. Pero en el firmamento, donde todo permanecía inalterado durante el paso de los siglos, los astros debían constituir entidades divinas, incorruptibles, eternas. Debían de estar hechos de un quinto elemento, el llamado éter. A su vez, la tradición pitagórica que Platón retransmitió había inspirado la idea de que ese carácter perfecto del divino firmamento debía estar ligado a la perfección geométrica de la esfera y el círculo. De modo que, alrededor de la Tierra, había de girar la gran esfera de las estrellas fijas y un cúmulo de esferas y círculos que, de alguna forma, explicasen el movimiento de esos díscolos errantes planetas perfectamente identificables en el firmamento. Mercurio, Venus, Júpiter, Saturno,…

Pero la cosa no era fácil. Cuando el número acudió a precisar los movimientos, los astrónomos observaron que un simple modelo en el que los planetas describieran círculos alrededor de la Tierra no era capaz de predecir los avances y las retrocesiones que describen a lo largo del año. Era necesario, respetando esas creencias griegas, hacer más complejo el modelo para ajustarlo a las observaciones. Algunos como Apolonio de Perga o Hiparco de Nicea emplearon diversos arreglos geométricos, como el de los epiciclos y los deferentes. Este sistema consistía describir la trayectoria de los planetas a través de diversas trayectorias circulares: alrededor de la Tierra, algo desplazada de su centro, se dibujaría una trayectoria circular llamada deferente. Por esta trayectoria a su vez giraría no el planeta sino un punto vacío, alrededor del cual a su vez giraría el planeta en un segundo círculo llamado epiciclo. Con ello se conservaba la perfecta circularidad y al mismo tiempo se explicaban las idas y venidas observadas desde la Tierra.

Con estos ardides, por fin, en el siglo III Claudio Ptolomeo compendió en su famosa obra Almagesto un portentoso desarrollo, respetuoso con la tradición filosófica griega y con una gran precisión. Este gran modelo, de forma simplificada, sería retratado como un modelo geocéntrico, pero escondía innumerables ajustes con múltiples epiciclos, haciéndolo tan bueno que resultó indiscutible durante más de mil años.

Después de una decena de siglos, otro astrónomo, impulsado por sus creencias, se atrevió a desafiar este milenario sistema. Contra toda evidencia, pues la tierra no parece moverse bajo nuestros pies, un clérigo polaco llamado Nicolás Copérnico la echó a rodar. Y todo porque se sentía especialmente embaucado por las virtudes de la simplicidad que un fraile franciscano había predicado un par de siglos antes. Este fraile era Guillermo de Ockham y con su famosa navaja había postulado un principio filosófico con el que depurar los excesos especulativos de los escolásticos de su tiempo: Los seres no debían multiplicarse innecesariamente para explicar la realidad. Una parsimonia o economía ontológica eran recomendables. Resulta mucho más plausible que suceda lo sencillo a lo complicado. Lo simple es con frecuencia más verdadero que lo complejo. Nadie puede probar esto ni se cumple siempre, pero estadísticamente parece un principio razonable. Una creencia inspiradora.

Por eso, Copérnico, impulsado por esta convicción, desafió no solo la intuitiva quietud de la Tierra, sino también las escrituras que explícitamente contenían algún versículo que la confirmaba. Acaso por eso su obra no apareció publicada hasta después de muerto, para evitarse problemas inquisitoriales. La algarabía abigarrada de epiciclos y deferentes de Ptolomeo contrastaba con la simplicidad de un modelo que seguía obedeciendo a la perfección circular, con la pequeña minucia revolucionaria de poner en órbita a la Tierra alrededor del Sol. Comenzaba para muchos la Revolución Científica. Con un librito revolucionario sobre revoluciones que tardaría más de medio siglo en llamar la atención.

Pero el modelo no era tan sencillo como suele representarse. Para que cuadraran los datos, Copérnico tuvo que seguir recurriendo a algún que otro epiciclo para encajar las observaciones. Y la acumulación de datos pondría la precisión de su modelo contra las cuerdas, de forma que nuevas creencias inspiradoras y nuevos cálculos vinieran al rescate para mejorarlo.A la muerte de su maestro, Johannes Kepler heredó sus precisos registros planetarios que había ayudado a recopilar. En su ingente observatorio, Tycho Brahe había logrado hacer mediciones cuarenta veces más precisas que las de sus predecesores. Pero esas evidencias tensionaban el modelo de Copérnico que tenía cautivado a Kepler. Convencido de que el polaco había andado cerca, no podía negar que el sistema heliocéntrico basado todavía en el antiguo dogma griego de los círculos perfectos resultaba insuficientemente preciso. Así que tuvo que reemplazar sus creencias por otras que le sirvieran de inspiración. 

Kepler seguía convencido de la perfecta armonía matemática del universo que los antiguos habían detectado, para él símbolo del Dios arquitecto de la creación. Dejó escrita la franca confesión de que estaba “robando los vasos de oro de los egipcios, para construir con ellos un templo a mi Dios”. Y entonces se le ocurrió la idea, regresando a Platón, de que quizá la perfección se hallaría en los cinco sólidos platónicos. Estos son los únicos cinco poliedros convexos regulares, es decir, en los que sus lados, ángulos y caras son idénticos:

Además, estas figuras tenían la ventaja de haberse asociado tradicionalmente a los elementos fundamentales de la naturaleza en los que creían los griegosY los inscribió en esferas concéntricas, circunscritas sucesivamente, tratando de predecir las distancias de los seis planetas conocidos, incluyendo la Tierra, entorno al Sol.

Sin embargo, anidar estos cinco poliedros regulares no resolvía el problema y sus cálculos seguían sin cuadrar. Así que Kepler siguió buscando, persuadido todavía de la perfección geométrica, qué otra figura sería merecedora del cuño divino. La búsqueda fue un proceso arduo y obsesivo. No contaba con las herramientas matemáticas precisas, salvo por los recientemente inventados logaritmos que le agilizaron algunos cálculos. Durante años, exploró con una paciencia inquebrantable y una intuición casi mística múltiples posibilidades geométricas, hasta que, finalmente, halló la respuesta en las secciones cónicas descritas desde la Antigüedad por Apolonio de Perge


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Qué gratificación debió de experimentar Kepler cuando descubrió que los planetas se movían en trayectorias con forma de elipse, con el Sol en uno de sus focos. El universo respondía a su creencia en que una lógica profunda y armoniosa lo gobernaba. La huella de un Creador. Casi ocho décadas tardaría un tal Newton, cargado con sus propias creencias, en explicar por qué lo hacía, cerrando aquel magnífico período que los historiadores dieron en llamar Revolución Científica.

Javier Jurado, Creencias que iluminaron el cosmos, Ingeniero de Letras 15/02/2025


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