La por i els discursos apocalíptics.






En la sociedad moderna, el alarmismo se convierte en una estrategia efectiva para captar atención y recursos. El discurso apocalíptico vende: atrae financiación, espacio mediático y moviliza audiencias. Desde las profecías de la amenazante "singularidad tecnológica" hasta los relatos sobre el "colapso inminente del capitalismo", muchas predicciones fallidas han generado pánico sin consecuencias para sus promotores. Estos miedos afloran particularmente cuando surgen novedades tecnológicas, como ante estas joyas de la vieja tecnofobia. Más allá de la aniquilación, nos preocupa especialmente de la tecnología su impacto laboral y el sentido de un mundo sin trabajo. Sin embargo, el discurso apocalíptico trasciende la dimensión tecnológica y tiene su anclaje, incluso, contra toda evidencia, en multitud de esferas.


La falta de rendición de cuentas es un problema clave. Cuando un científico o un medio de comunicación – o más bien los que se disfrazan de ellos – predicen una catástrofe que nunca ocurre, rara vez ofrecen una rectificación pública. Esto socava la credibilidad del colectivo al que pretenden pertenecer, particularmente al de los que lanzan las advertencias legítimas, ya sean de los medios o de la ciencia. 


En cualquier caso, es llamativo que tanto el discurso más optimista como el pesimista tengan un magnetismo semejante. El que se entrega a la fe en el progreso parece intuitivo: nos gusta creer que todo va a ir mejor y que el futuro es prometedor para nosotros y nuestros descendientes. Pero ¿por qué tiene tanto atractivo y tanto éxito el discurso apocalíptico?


Nuestra Tierra está degenerada en estos últimos días; hay señales de que el mundo se está acabando rápidamente; el soborno y la corrupción son comunes; los hijos ya no obedecen a sus padres; todo hombre quiere escribir un libro y es evidente que el fin del mundo se acerca.

Esto bien podría ser el comienzo de un blog o de una publicación de Substack. Cualquier columna de opinión en un medio digital podría diagnosticar de forma semejante un tiempo en el que los conflictos bélicos vuelven a ascender en todo el mundo, los incendios y las inundaciones nos desbordan, los refugiados se multiplican y las temperaturas alcanzan máximos. Pero este texto suele referirse apócrifamente al de una tablilla asiria del 2.800 a.C. Ya entonces les parecía a algunos que el mundo se iba a terminar. Y aquí seguimos.


Las profecías sobre el fin del mundo, particularmente vinculadas al pensamiento religioso, han sido recurrentes a lo largo de la historia. La promesa reiteradamente incumplida de la parusía, la segunda venida de Cristo, aceleró las expectativas en torno al redondo año 1.000, hasta configurar una corriente milenarista que ha bautizado a estos movimientos. Diversos grupos religiosos y sectas han seguido profetizando la llegada de este fin del mundo1.

Cuando los acontecimientos se tuercen y las desgracias arrecian, el pensamiento apocalíptico gana tracción. Así sucedió durante la crisis del siglo III que llenó de epidemias y guerras a un menguante Imperio Romano. Pero también durante la fatídica Peste negra del siglo XIV que, con su ingente mortalidad, particularmente en la Europa medieval, fue interpretada como un castigo divino y una señal del fin de los tiempos que dio auge a movimientos como el de los Flagelantes. Mormones, adventistas y testigos de Jehová se consolidaron, de hecho, en torno a la guerra civil americana.


Es cierto que los miedos de todos los tiempos han servido para arraigar discursos que permitieran un mejor control de la población. Y junto a la violencia, el ostracismo, la excomunión o el infierno, la amenaza del fin del mundo ha sido una herramienta recurrente. Este miedo a la destrucción total cobró una nueva dimensión en el siglo XX con la amenaza del holocausto nuclear. Durante la Guerra Fría, la posibilidad de una aniquilación global moldeó las políticas y estrategias militares de las grandes potencias. A pesar de la disuasión mutua con la escalada armamentística, el temor a un error de cálculo o a una escalada incontrolable mantuvo al mundo en vilo durante décadas.


A finales del siglo XX, el miedo tecnológico tuvo su propia expresión en el llamado efecto 2000 (Y2K). La posibilidad de un colapso informático debido a la confusión de fechas con el año 1900 en los sistemas de información llevó a gobiernos y empresas a tomar medidas de emergencia. Aunque las predicciones auguraban fallos catastróficos en infraestructuras críticas, el impacto real fue mínimo – en buena medida, gracias a esos esfuerzos – pero quedó patente que la histeria colectiva había amplificado de nuevo amenazas que, en la práctica, resultaron manejables.


El cambio de milenio también trajo consigo otro episodio de temor apocalíptico con la supuesta profecía maya del 2012. Basada en interpretaciones erróneas del calendario mesoamericano, se popularizó la idea de que el 21 de diciembre de aquel año marcaría el fin del mundo. Documentales, libros y medios de comunicación, incluyendo referencias a Nostradamus, contribuyeron a la difusión de esta creencia, que terminó disolviéndose como un azucarillo en el habitual café de la mañana del día siguiente.


En la actualidad, los miedos infundados siguen teniendo un papel central en la configuración de narrativas de crisis. La Gran Recesión de 2008 o la pandemia del COVID en 2020 generaron escenarios apocalípticos. En torno a ellos, renovados e inminentes cataclismos nos amenazan recurrentemente, con despreciables probabilidades que son hurtadas a la opinión pública. Así asoma al horizonte la eterna amenaza de un meteorito que se acerca peligrosamente a la Tierra para convertirse en nuestro armagedón – conveniente reclamo para el clickbait. Aunque, claro, existen y sus probabilidades no son despreciables.


Al menos desde que O. Spengler escribiese sobre La decadencia de occidente hace ya más de un siglo, el discurso conservador ha encontrado un filón en esta pérdida de ciertas prácticas culturales y valores para hacerse oír. Aunque Spengler se distanció de los nazis y del Mussolini más estrambótico y arbitrario, los miedos apocalípticos arraigan bien para armar discursos autoritarios que juegan con el miedo. Porque ante la incertidumbre y el apocalipsis nos echamos con facilidad en brazos de los salvapatrias. De hecho, ante la incertidumbre nos volvemos más nacionalistas.


Estos discursos se anclan en un esquema repetido: los tiempos difíciles del pasado curtieron a generaciones duras, que edificaron con esfuerzo y tesón el nivel de bienestar que hoy disfrutamos. Sin embargo, la comodidad de los tiempos posmodernos estaría engendrando nuevas generaciones débiles, hipersensibles, de cristal, obesas, dejadas, perezosas, mezquinas… generaciones que acabarán viéndose incapaces de sostener los fundamentos de esa cultura que soporta su progreso hasta conducirlo al colapso.


Históricamente, estos colapsos han dado paso a nuevos tiempos difíciles, que cerraban el ciclo alumbrando nuevas generaciones fuertes. Sin embargo, la aceleración cultural y tecnológica que hemos alcanzado proporciona a los nuevos discursos apocalípticos una pátina menos trascendente y más verosímil, pues nuestra capacidad de autodestrucción es mucho más real. Por eso se dice que, desconociendo cuándo y cómo será la tercera guerra mundial, la cuarta será sin duda con palos y piedras, si es que queda alguna en pie. Porque quizá no vuelva a haber ciclo que reiniciar.


Javier Jurado, El pensamiento apocalíptico, Ingeniero de Letras 22/02/2025

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