La justícia és cosa divina o inhumana.




El exmagistrado italiano Roberto Scarpinato, que ha escrito mucho sobre la relación entre el Estado y la mafia, ha insistido siempre en que el cometido del derecho no es y no debe ser el establecimiento de justicia. La justicia es cosa divina o inhumana. Es cosa, digamos, de justicieros, no de legisladores o de magistrados; y el justiciero, en su afán metafísico, acaba cometiendo, como sabemos de sobra, muchos desaguisados al margen de la ley. ¿De qué debe ocuparse entonces el derecho democrático? De garantizar —valga la redundancia— dos derechos: el derecho a la fragilidad y el derecho a la igualdad.

El derecho a la fragilidad podría formularse de este modo: tenemos derecho a ser frágiles sin que ello nos cueste la vida. Tenemos derecho, sí, a estar enfermos y poder ser atendidos por un médico; a estar hambrientos y poder acceder a alimentos; a tener frío y poder volver a nuestra propia casa; a tener sueño y poder dormir en nuestra propia cama; a tener sed de conocimientos y poder ir a una escuela. Ahora bien, en un Estado social y de derecho, como lo es formalmente el español, la fragilidad es inseparable de la igualdad: cada fragilidad individual, es decir, reviste un derecho igual (no “total”, pues nadie puede librarnos de la muerte) a protección frente a la intemperie, frente al hambre, frente al frío y frente a la ignorancia, y ello con una consecuencia lógica inobjetable: la de que el fraude fiscal de los ricos y, más aún, el de un rey no es, por tanto, un simple delito individual, sino que atenta al mismo tiempo contra los dos principios enunciados: el de fragilidad y el de igualdad. Todos tenemos derecho, en definitiva, a ser protegidos por igual ante el huracán, la covid y la vejez; y todos tenemos derecho —pues es la condición de todo lo demás— a la igualdad ante la ley. 

La idea de justicia, lo hemos dicho, es una peligrosa quimera en un mundo de cuerpos finitos disueltos en el tiempo, en el que las reparaciones son imposibles. Frente a la injusticia, durante siglos, los humanos buscaron, por así decirlo, el empate: esa era la ilusión, a veces feroz, que subyacía al talión bíblico o al qusásislámico; esa es la ilusión feroz que alienta también en el linchamiento, con sus tasas imposibles de equivalencias (ojo por ojo y diente por diente) orientadas a neutralizar y equilibrar por completo el daño sufrido. Se recurre a la justicia, esa utopía, cuando los individuos o los colectivos tienen la sensación, más o menos fundada, de que el derecho los ha abandonado (en favor de un partido, una clase o un rey) de tal manera que, sin esperanzas de igualdad, se busca de nuevo el empate al margen de las leyes. En el caso de los particulares ese empate se llama venganza; en el caso de los pueblos, revolución. En este sentido, puede decirse que (uno) hay una contradicción entre la justicia y el derecho, que (dos) el regreso de la justicia es, en realidad, un regreso al pasado religioso de la humanidad y que (tres) la pena de cárcel, según decíamos, más o menos necesaria, es como un recuerdo de la justicia incrustado en el cuerpo del derecho.

Ahora bien, lo contrario del empate es, en efecto, la igualdad. Si el derecho, con todas sus chapuzas, se ha impuesto trabajosamente al talión es porque la expresión pública de la igualdad proporciona más satisfacción a los humanos que ese empate imposible que reproduce sin parar, como una hidra, la injusticia y la violencia. Por eso es tan importante que el derecho chapucero no abandone nunca lo único que realmente puede hacer bien, aquello en lo que realmente consiste si es que debe seguir llamándose con ese nombre: esa afirmación pública de igualdad de la que dependen todos sus manifestaciones concretas (desde la presunción de inocencia a la libertad de expresión, desde el matrimonio igualitario a la libertad sindical). El derecho no puede hacer justicia; no puede resucitar a nuestros hijos ni poner en pie nuestras casas ni borrar las huellas de un golpe físico o moral; no puede evitar que hayan ocurrido las cosas que ya han ocurrido. No nace con ese propósito. Nace para afirmarse a sí mismo; nace para declarar públicamente la igualdad de todos ante la ley; y por eso su privatización en favor de un individuo o un grupo social nos deja a todos desnudos y desvalidos, y ello hasta el punto de que no por casualidad la idea del empate suele regresar allí donde se espera siempre lo peor de los tribunales y la desigualdad, la material y la formal, se impone desde las instituciones.

Santiago Alba Rico, Su majestad la igualdad, El País 02/12/2024

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