Heràclit, la llei amagada de la tensió dels oposats.



De todos los fragmentos de Heráclito, hay uno en especial que resuena a lo largo de estas páginas y reaparece en distintos momentos y lugares. Viene a decir que la vida es una guerra perpetua, por debajo de cuya belicosa superficie hay una secreta unidad en los contrarios. De esa afirmación se deduce otra, más
sapiencial y pacífica: es posible transmutar la lucha, esa gran fuerza generadora, en armonía. Heráclito sugiere que la unidad del Uno, lo que le da firmeza y cohesión, no es la reducción de un contrario a otro (el cielo a la tierra, o al revés) sino la tensión de los opuestos, que coinciden en el Uno como un fuego y que el Uno es capaz de armonizar. Esa condición del Uno la comparten todos los seres y puede aplicarse a cada vida en particular. Por eso esta historia de la imaginación admite ser leída, en cierto sentido, como una reivindicación de Heráclito El trueno de Éfeso trató de evitar que el cielo se redujera a la tierra (como hacemos hoy día), pero también lo contrario (como hicieron los neoplatónicos). Mucho tiempo después
lo advertiría Whitehead: cualquier problema filosófico es al fin y al cabo una elección entre Platón y Aristóteles. Para Heráclito, como para el que suscribe estas páginas, debemos quedarnos con los dos, en su tensión esencial, y armonizar esta, o colmar la brecha que los separa, mediante la imaginación.

En otra muestra de su genialidad, Heráclito nos dice que si no fuéramos contradictorios, si no fuéramos cielo y tierra, no podríamos ni siquiera ser. Hay convergencia y divergencia en todos los seres, lo cual es precisamente la garantía del cambio. Ese cambio perpetuo se hizo célebre bajo su metáfora fluvial: no es posible bañarse dos veces en el mismo río. El río, claro está, es la vida.

Pero no solo eso. Heráclito recoge o anticipa (no sabemos quién precede a quién) la sencilla y vertiginosa idea de Anaxágoras de la mezcla. Todo cuanto hay en el mundo está en el individuo, solo que en diferentes proporciones. Llevamos dentro al santo y al criminal, el cielo y el infierno, la locura y la cordura. (116)

Una idea que casa muy bien con la anterior, pues implica que todos estamos llenos de contradicciones. Esa «tensión» es la que hace avanzar la vida y sus transformaciones. La situación, por descontado, tiene sus ventajas e inconvenientes. La ventaja principal está relacionada con la empatía (o identificación afectiva):
es posible comprenderlo todo porque hasta lo más oscuro y abyecto lo llevamos dentro. El inconveniente es también claro: resulta agotador entenderlo todo, y lograrlo podría distraernos. La empatía es necesaria, pero en cierta dosis, pues uno no puede vivir completamente volcado hacia afuera. (117)

Cualquier cosa que veamos, por repugnante que nos parezca, tiene algo de nosotros. En estos tiempos Heráclito se antoja más necesario que nunca, pues es el perfecto antipuritano. Vivimos una globalización
con una peligrosa tendencia al puritanismo, a la caza de brujas. (117)

Cuando una palabra parece tener un significado unívoco, como ‘éxito’ o ‘fracaso’, Heráclito la encuentra torpe e incapaz de expresar la plenitud de lo real, la secreta unidad de los contrarios. De ahí que resulten ilegítimos los términos que destacan un solo aspecto, ignorando los demás. «Ninguna cosa es una sola», dice Platón en el Teeteto a propósito de Heráclito; una crítica filosófica y lingüística que anticipa a Hume. Lo grande o lo pesado lo es siempre respecto a otra cosa, y lo mismo cabe decir del movimiento. Estas y otras determinaciones parecen decirnos lo que son las cosas, pero las palabras desorientan y escamotean el flujo y la mezcla universal: «Nada nunca es, simplemente deviene». Hay una ética de los nombres que no siempre es fácil aplicar. Cada ser es un conjunto de tensiones contrarias, y lo inevitable (lo que los antiguos mitos llamaban «necesidad») es la transmutación recíproca de los contrarios. Ese es el lazo que ata el proceso continuo del devenir. (117)

Encuentra ingenuo el ideal pitagórico de la armonía cósmica, del mundo equilibrado, bondadoso y abundante. El mundo es mundo en la medida en que existen los opuestos. No hay un único elemento subyacente a todas las cosas, sino una guerra constante. El agua devora el fuego, el fuego devora la madera. La única armonía posible es el equilibrio entre los opuestos, su admisión recíproca, el reconocimiento de su mutua necesidad y complementariedad. Nada puede hacer el cielo sin la tierra. La vida de arriba depende de la vida de abajo. El mundo es y será siempre un fuego perpetuo, no porque este constituya la unidad subyacente de la que hablaban Tales de Mileto o Parménides, sino porque simboliza la eterna transformación de las cosas y de los ciclos de la vida cósmica. (125)

Ya hemos mencionado que la doctrina de la unidad de los contrarios es la aportación más genuina de Heráclito. «La guerra es la madre de todo y la reina de todo. De unos hace dioses; de otros, hombres. De unos hace esclavos; de otros, ciudadanos libres». Todo orden se fundamenta en esa lucha. Jaeger propone una interpretación original de dicha tensión: en las parejas de opuestos hay algo singular y permanente que les sirve de base, que se afirma en medio de la lucha y el cambio. (125)

La transformación recíproca oculta y pone de manifiesto esa secreta unidad de los contrarios. «Entrelazados», «contiguos», «armónicos» son los adjetivos que utiliza Heráclito para expresar la nueva y fecunda idea de la tensión. Es «la armonía invisible, que es mejor que la visible». La intuición de Heráclito es profunda e inquietante. Todo cuanto ocurre entraña contrarios, pero hay una armonía invisible a los ojos del hombre: «La naturaleza gusta de ocultarse». Ese es el supremo poder que posibilita las cosas y el enigma que define nuestra condición humana y, paradójicamente, hace que «todas las cosas sean una” (126)

Desde la perspectiva de lo divino, todas las cosas son buenas, justas y bellas. Solo los ignorantes discriminan unas frente a otras. Tal es la distancia entre la sabiduría divina y las naturalezas limitadas. Las cosas del mundo (ese naturalismo que buscaban los jonios) no están hechas de materia inerte, sino que son puro dinamismo. Son como el arco y la lira: sin contraste y contienda no sería posible la armonía. (126)

La supresión de la contienda significaría el derrumbe del cosmos. Ese lazo secreto que ata a amos y esclavos es, paradójicamente, un lazo erótico y creativo. (126)

Juan Arnau, Historia de la imaginación, Espasa. Editorial Planeta, Barcelona 2020



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