La realitat de la consciència






La conciencia es un tipo de realidad excepcional. Garcia Bacca lo ilustra del siguiente modo. El fuego puede quemar sin caer en la cuenta de que está quemando (y lo mismo puede decirse de la luz, la digestión, la lluvia o cualquier otra cosa). Ese caer en la cuenta o advertir, indiferente para todas las cosas, es indispensable para la conciencia. Una conciencia inconsciente es una contradicción. Por eso la conciencia es diferente de lo que existe o es, porque lo que existe no necesita saber que existe, pero la conciencia no puede existir sin caer en la cuenta de que lo hace. La distracción destruye su realidad. La conciencia tiene algo de ensimismado, requiere una continua atención a sí misma. Las cosas pueden andar por el mundo, crecer y transformarse unas en otras, como si fueran sonámbulas. No así la conciencia. Las cosas pueden ser en sí, la conciencia exige ser en sí y para sí. La conciencia está siempre amenazada de perder el para sí y caer en el mero en sí.

Caer en la cuenta de estar triste no es triste, ni advertir la propia alegría es alegre. Esa emoción atemperada es la conciencia. Ella no es emoción, de ahí que no sea ni química ni física, todas ellas emocionales. Es la emoción contemplada. Parece necesitar cierta distancia con las cosas y, al mismo tiempo, experimenta cierto magnetismo hacia ellas. Esa es la magia de la vida consciente. Una magia no siempre fácil de dominar. La Bhagavadgītā es uno de los primeros grandes manuales sobre el arte de la conciencia. La conciencia no ilumina los demás objetos (sólo la inteligencia lo hace), sino que se ilumina a sí misma. La conciencia es el noûs, el aspecto (no la parte) inmortal del alma. La tradición dominante en occidente (a través de los árabes) entendió el noûs de Aristóteles como “entendimiento”. Pero hay otra lectura posible. El noûs no como la razón, sino como la conciencia. Puede llamarse entendimiento, si por entender hacemos referencia al saberse ser. Un entendimiento que nada tiene que ver con el silogismo o el argumento, ni con lo que habitualmente llamamos razonamiento. La fenomenología, vista desde esta perspectiva, sintoniza con la visión de las upanisad y el samkhya. Pero, en el caso de Husserl, confunde la conciencia con la mente. Desde la perspectiva hindú, lo intencional es la mente (llena de deseos y afanes, ya sean de la carne o del intelecto), no la conciencia.

En el ámbito de la tradición europea, Husserl tiene dos precursores, no siempre reconocidos, Aristóteles y Berkeley. Su noción de la intencionalidad, “la forma de todas las formas”, como dirá él mismo, no hace sino recuperar la causa final aristotélica. Una causa final que había sido desechada por el psicologismo y su idea de hombre como mera facticidad externa (pura causa eficiente y material). El psicologismo consiste en ver al hombre como “resultado” de la evolución del mundo, como completamente sujeto al mundo, como perteneciente exclusivamente al mundo. Pero el sujeto está, como apunta Novalis, dentro y fuera del mundo. No por su “razón”, no por su participación en un cielo platónico, sino por su conciencia, que es la que otorga la condición metafísica a todo lo humano (Heidegger). La persona, no es sólo facticidad, es también finalidad, horizonte. El pensamiento de Husserl es teleológico. La perspectiva es un elemento constitutivo del sujeto. Ese es el “a priori de la correlación”: el sujeto de conocimiento es algo que de algún modo está en las cosas. Somos como las partículas cuánticas, estamos entrelazados con el paisaje. Un sujeto que no sólo es de carne y hueso, sometido y dependiente del mundo, sino que es también libre y consciente (la conciencia como única evidencia inmediata y la epojé como herramienta para practicar la reducción fenomenológica.

Respecto a la segunda influencia, Berkeley, apenas reconocida ni por los comentaristas ni por el propio Husserl (que otorga todo el crédito a Hume), se confirma con la aparición de la percepción y el mundo percibido como asunto central de la filosofía. El estudio de la percepción implica el estudio del tiempo y el espacio. Prescindir del tiempo objetivo y centrarse, como sugiere Bergson, en el tiempo vivido, presupuesto fundamental de fenomenología, es un tema que está ya en Berkeley. El tiempo subjetivo en la base de la intencionalidad, una unidad en perpetuo flujo que genera, de sí misma, un horizonte de pasado y un horizonte de futuro, una retención y una proyección (aunque, fenomenológicamente, el pasado no es algo que se tiene o conserva, sin algo que puede revivirse y, en este sentido, es también proyección). Sea como fuere, el factor clave es la imposibilidad de explicar el conocimiento desde el supuesto psicologista, como un hecho externo, circunstancial. En este sentido, es un error interpretar que las “formas lógicas” son algo que el hombre tiene, como si el intelecto humano fuera una pertenencia, en lugar de una vivencia decantada por la percepción. Los principios mismos de la lógica (y en esta confusión caen algunos intérpretes y en ocasiones el propio Husserl) deben ser necesariamente dependientes de la vida misma de la mente, pues de otro modo no sería posible practicar la “desconexión” fenomenológica.

El mundo exterior nos implica. La fenomenología exige hablar de la realidad a partir de la experiencia de la realidad. Pero ocurre que sólo vemos una parte de las cosas, que tenemos diferentes representaciones de ellas, lo que nos obliga a formar una síntesis, una unidad sintética de esas diversas percepciones. Ese es el sentido constituyente que proyectamos continuamente sobre las cosas y esa idea está en Berkeley. Como apunta Javier San Martín, “para conocer unas tijeras he tenido que aprender a conocer qué son unas tijeras, es decir, tengo que haber constituido el esquema de las experiencias posibles que pertenecen a ese objeto”. Ampliar ese marco de experiencias es el fin del arte, la literatura e incluso la filosofía. Todas ellas actividades en la que se cumple el a priori de la correlación que deslumbró a Husserl en 1898. La realidad, por otro lado, es siempre abierta, es horizonte (una idea que fascinó a Sartre). La reducción fenomenológica no es un hecho en sí, sino que sólo se constituye en la experiencia, en la vivencia filosófica. Una vivencia que supone, claro está, una visión del mundo. A esa dificultad se añade otra. No podemos ser en todo momento fenomenólogos. A veces necesitamos distraernos, pasar a la visión natural, objetivista, de las cosas. Sartre entendía muy bien esa necesidad, esa distancia respecto a las cosas. Ciertas experiencias como el sueño o el paseo, facilitan la fenomenología, pero si montamos un mueble o practicamos un deporte de competición, la fenomenología irá en contra de la realización efectiva de dichas actividades.

La ciencia oficial, en sus corrientes dominantes, no reconoce esa singularidad o excepcionalidad de la conciencia. Hasta hace muy poco, ni siquiera era objeto de investigación científica. Recientemente, algunos neurocientíficos (Giulio Tononi, Philip Goff) se han dedicado a ella, pero siempre desde el supuesto de que la conciencia es una propiedad de la materia, un derivado material o epifenómeno del cerebro. Lo que aquí se propone es bien distinto. La conciencia, para Husserl, no responde a una causalidad de tipo ordinario. Ni la causalidad física, ni la química o la biológica, pueden dar cuenta de ella. No aparece en la química orgánica ni en la inorgánica, en la célula o el átomo, más bien dichas entidades aparecerán en ella (como fenómenos de conciencia). Carece de una conexión con el fondo inconsciente de lo natural. De ahí que pueda decirse, como hicieron los filósofos del samkhya, que la conciencia, en cuanto ser para sí, no se ve afectada por la causa material, formal, eficiente o final. Es un mundo aparte y, sin embargo, se encuentra extrañamente entretejido con el nuestro. Existe sin necesitar de ninguna otra cosa para existir. García Bacca da en el clavo: “la conciencia real es en cierta manera atea”.



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