Els límits de l'antipatia.
La empatía no es rara, pero es menos frecuente que la “anti-patía”, término que recojo en su acepción etimológica original, no para referirme, por tanto, al desagrado epidérmico que nos inspira el desconocido que nos acaban de presentar sino a la empatía de grupo construida contra un enemigo común. Al contrario de lo que pensaba Bernardino, el que se acerca al crucificado suele dar por supuesto que “algo habrá hecho” la víctima para que se la trate de esa manera; y al contrario de lo que quería Ivan Illich, solemos discriminar a quien prestamos ayuda en términos de parentesco y de identidad. Uno de los más grandes y horrendos misterios de la humanidad es la placentera “anti-patía” del linchamiento. Los que participan en uno se sienten buenos mientras deslizan la soga por encima de la rama del árbol; se sienten buenos mientras ven retorcerse, en suspenso, el cuerpo de la víctima. Su “antipatía” hacia el ahorcado genera una empatía inmediata entre los vecinos, que sienten –como cuando comparten la sal o celebran una boda– el delicioso escalofrío de formar parte de una comunidad. En una escena memorable de la película de Ford, Henry Fonda, que encarna al joven Lincoln, impide un linchamiento interpelando por su nombre a uno de los ciudadanos que se ha sumado al tumulto: “A veces hacemos todos juntos cosas que nos avergonzaría hacer a solas”. A solas es más fácil la empatía; cuando estamos todos juntos es más fácil la antipatía.
Empatía y antipatía forman parte de la humanidad común. A ratos somos empáticos sin que ello salve a nadie, para mantener –digamos– encendida la caldera, y a ratos somos antipáticos sin que ello implique ningún riesgo físico para el otro. La comunidad madridista (o culé) es “anti-pática”; las comunidades políticas que llamamos partidos son “anti-páticas”; también es “anti-pática” la familia. El linchamiento, virtual o real, es la expresión extrema e intolerable de la construcción “anti-pática” de los normales e inevitables vínculos adversativos. Ahora bien, incluso la “antipatía” linchadora ha encontrado siempre, en su éxtasis introvertido, un límite “empático”: los niños. No se construye comunidad contra un niño. Una de las características de las “antipatías” totalitarias (ya sean yihadistas o fascistas) es que su empatía selectiva, en efecto, no hace distinciones en el exterior: los enemigos no tienen hijos: traen al mundo más enemigos. La disolución de todos los límites empáticos, incluido el de la categoría “niño”, entraña la ruina misma de la civilización.
Santiago Alba Rico, La barca de Descartes, ctxt 26/04/2021
Comentaris