El biaixos i la justícia.





Los jueces tienen sesgos. Los comunes a toda suerte humana y unos cuantos propios. Las sentencias resultan más duras cuando se acerca la hora de comer. No son iguales el lunes que el viernes ni si comienza la jornada que si termina. En un tribunal, el dictamen de los primeros jueces modifica el de los que intervienen más tarde, que, cuando les llega su turno, procuran amortiguar sus discrepancias con quienes les han precedido (C. Sunstein, Are Judges Political?, 2006). También sabemos que, para los mismos delitos y en parecidas circunstancias, a los hombres les caen en promedio penas más prolongadas (63%) que a las mujeres; que los hombres, cuando son condenados, tienen el doble de probabilidad de acabar en prisión y que cuando atropellan a mujeres tienden a recibir sentencias más duras que cuando atropellan a hombres (S. Starr, “Estimating Gender Disparities in Federal Criminal Cases”, American Law and Economics Review, 2015). Y que a los negros, los pobres y, en general, a las personas de bajo nivel educativo, les vienen mal dadas ante los tribunales. En realidad, los sesgos forman parte de las reglas del juego. Por eso, el acusado, tatuado hasta el cogote y con cresta de sioux, se deja el chándal en la celda y aparece en el banquillo repeinado y con pinta de empleado de banca. 

Esa es la triste realidad, pero no el mayor problema. Sesgos hay hasta en las ciencias más serias, que son muy pocas. Los investigadores tienen una disposición a solo recoger información compatible con sus conjeturas y, en las discusiones, no buscan tanto la verdad como salir victoriosos. Afortunadamente, en ciencia hay mecanismos correctores y se asegura la objetividad, incluso mediante los renglones torcidos del odio gremial y los sesgos cruzados: nos encanta destrozar los malos argumentos de los demás. Somos buenos identificando la paja en el ojo del colega. La verdad que orillamos en la defensa de nuestras ideas, la amamos cuando se trata de identificar los errores ajenos. Al final, el uno por el otro, se consigue la objetividad.

La diferencia con la Justicia es importante y no solo por la naturaleza del asunto. Lo decisivo es que en ciencia se reconoce la necesidad de combatir los sesgos. No siempre sucede lo mismo en la Justicia. Sí, se admite la presencia de sesgos, pero no parece existir acuerdo acerca de cómo frenarlos e incluso hay quienes creen que no deben ser combatidos, que forman parte de la solución antes que del problema, sobre todo cuando se trata de sesgos ideológicos. Según estos, puesto que son inevitables, no nos quedaría otra que dejarnos llevar por los buenos, que son los nuestros. El sesgo, antes que desvío, es meta, ideal regulativo. 

El trasfondo es conocido: la certidumbre moral de las causas justificaría la discrecionalidad de los procedimientos. Otra variante de la ubicua superioridad moral. Conviene aclarar que el trastorno no consiste en creer en la superioridad de las propias ideas, algo inevitable en cualquier persona racional: todos creemos que nuestras ideas son las mejores; de otro modo, tendríamos otras. El problema radica en asumir, a partir de esa convicción, nuestra superioridad moral: nosotros, porque tenemos mejores ideas, tenemos un trato decente con las nuestras que le negamos a los demás cuando defienden las suyas. No es que estén errados, es que son mala gente. Sus ideas responden a oscuros intereses, no como las nuestras. Una vez proclamada nuestra bondad epistémica, nos estaría permitido cualquier proceder ante quienes no juegan limpio. De ese modo, falaz, la superioridad moral de los objetivos avalaría la grosería de los métodos. Los sesgos convertidos en doctrina. La politización de la Justicia se muda en un deber, las togas se deben enfangar y los jueces necesitan perspectiva de género. El afán de imparcialidad y de objetividad sería el problema.

Felix Ovejero, Facebook 18/02/2020

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