Plató i l'ordre natural del poder (Rancière).
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Llamemos a este principio arjé. Hannah Arendt lo ha recordado, esta palabra, en griego, quiere decir a la vez comienzo y mandamiento. Arendt concluye, lógicamente, que significaba para los Griegos la unidad de ambos. El arjé es el mandamiento de lo que comienza, de lo que viene primero. Es la anticipación del derecho a mandar en el acto del comienzo y la verificación del poder de comenzar en el ejercicio del mandamiento. Así se define el ideal de un gobierno que es la realización del principio por el cual el poder de gobernar comienza, de un gobierno que es la exhibición en acto de la legitimidad de su principio. Son propios para gobernar los que tienen las disposiciones que los adaptan para este rol, propios para ser gobernados los que tienen las disposiciones complementarias a las primeras.
Es aquí que la
democracia crea la confusión o, antes, es aquí que la revela. Es lo que
manifiesta, en el tercer libro de las Leyes (1),
una lista que se hace eco de la lista de las relaciones naturales perturbadas
que presentaba en la República el retrato del hombre democrático. Habiendo
admitido que hay en toda ciudad gobernantes y gobernados, hombres que ejercen
el arjé y hombres que obedecen a su poder, el Ateniense se da a un
inventario de los títulos para ocupar una u otra posición, tanto en las
ciudades como en las casas. Estos títulos son siete. Cuatro se presentan como
diferencias que tocan al nacimiento: dominan naturalmente los que han nacido
antes o son mejor nacidos. Tal es el poder de los padres sobre los hijos, de
los viejos sobre los jóvenes, de los amos sobre los esclavos, o de las personas
bien nacidas sobre la generalidad de los hombres. Siguen dos principios más que
se reclaman todavía de la naturaleza, si no del nacimiento. Primero, la «ley de
naturaleza» celebrada por Píndaro, el poder de los más fuertes sobre
los menos fuertes. Este título genera seguramente controversia: ¿cómo definir
el más fuerte? El Gorgias, que mostraba toda la indeterminación del
término, concluía que no se podía entender bien este poder más que
identificándolo a la virtud de los que saben. Es precisamente el sexto título
inventariado aquí: el poder que cumple la ley de la naturaleza bien entendido,
la autoridad de los sabios sobre los ignorantes. Todos estos títulos cumplen
con las dos condiciones requeridas: primero, definen una jerarquía de las
posiciones. Segundo, la definen en continuidad con la naturaleza: continuidad
por el intermedio de las relaciones familiares y sociales para los primeros,
continuidad directa para los dos últimos. Los primeros fundan el orden de la
ciudad sobre la ley de filiación. Los segundos buscan para este orden un
principio superior: que gobierne no ya el que ha nacido antes o mejor, sino,
simplemente, el que es mejor. Es aquí, efectivamente, que comienza la política,
cuando el principio de gobierno se separa de la filiación, aunque se reclame
todavía de la naturaleza, cuando invoca una naturaleza que no se confunde con
la simple relación al padre de la tribu o al padre divino.
Jacques Rancière, El odio a la democracia, Amorrortu editores, Buenos Aires 2006
(1) Las Leyes, III, 690ª-690c.
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