Fe viva i fe morta (Ortega).

José Ortega y Gasset
L’esperit cartesià (Ortega) 

¡Qué alegría, qué tono de enérgico desafío al Universo, qué petulancia mañanera hay en esas magníficas palabras de Descartes! Ya lo han oído ustedes: aparte los misterios divinos, que por cortesía deja a un lado, para este hombre no hay ningún problema que no sea soluble. Este hombre nos asegura que en el Universo no hay arcanos, no hay secretos irremediables ante los cuales la humanidad tenga que detenerse aterrorizada e inerme. El mundo que rodea por todas partes al hombre, y en existir dentro del cual consiste su vida, va a hacerse transparente a la m ente humana hasta sus últimos entresijos. El hom re va, por fin, a saber la verdad sobre todo. Basta con que no se azore ante la complejidad de los problemas, con que no se deje obnubilar la mente por las pasiones: si usa con serenidad y dueño de sí el aparato de su intelecto, sobre todo si lo usa con buen orden, hallará que su facultad de pensar es ratio, razón, y que en la razón posee el hombre el poder como mágico de poner claridad en todo, de convertir en cristal lo más opaco, penetrándolo con el análisis y haciéndolo así patente. El mundo de la realidad y el mundo del pensamiento son — según esto— dos cosmos que se corresponden; cada uno de ellos compacto y continuo, en que nada queda abrupto, aislado e inasequible, sino que de cualquiera de sus puntos podemos, sin intermisión y sin brinco, pasar a todos los demás y contemplar su conjunto. Puede, pues, el hombre con su razón hundirse tranquilamente en los fondos abisales del Universo, seguro de extraer al problema más remoto y al más hermético enigma la esencia de su verdad, como el buzo de Coromandel se sumerge en las profundidades del océano para reaparecer a poco trayendo entre los dientes la perla inestimable. (capítol 2)

En los últimos años del siglo XVI y en estos primeros del XVII en que Descartes medita, cree, pues, el hombre de Occidente que el mundo posee una estructura racional, es decir, que la realidad tiene una organización coincidente con la del intelecto humano, se entiende, con aquella forma del humano intelecto que es la más pura: con la razón matemática. Es ésta, por tanto, una clave maravillosa que proporciona al hombre un poder, ilimitado en principio, sobre las cosas en torno. Fue esta averiguación una bonísima fortuna. Porque imaginen ustedes que los europeos no hubiesen en aquella sazón conquistado esa creencia. En el siglo XVI, las gentes de Europa habían perdido la fe en Dios, en la revelación, bien porque la hubiesen en absoluto perdido, bien porque hubiese dejado en ellos de ser fe viva. (capítol 2)

Fe viva i fe morta (Ortega).
Los teólogos hacen una distinción muy perspicaz y que pudiera aclararnos no pocas cosas del presente, una distinción entre la fe viva y la fe inerte. Generalizando el asunto, yo formularía así esta distinción: creemos en algo con fe viva cuando esa creencia nos basta para vivir, y creemos en algo con fe muerta, con fe inerte, cuando, sin haberla abandonado, estando en ella todavía, no actúa eficazmente en nuestra vida. La arrastramos inválida a nuestra espalda, forma aún parte de nosotros, pero yaciendo inactiva en el desván de nuestra alma. No apoyamos nuestra existencia en aquel algo creído, no brotan ya espontáneamente de esta fe las incitaciones y orientaciones para vivir. La prueba de ello, que se nos olvida a toda hora que aún creemos en eso, mientras que la fe viva es presencia permanente y activísima de la entidad en que creemos.(De aquí el fenómeno perfectamente natural que el místico llama «la presencia de Dios». También el amor vivo se distingue del amor inerte y arrastrado en que lo amado nos es, sin síncope ni eclipse, presente. No tenemos que ir a buscarlo con la atención, sino, al revés, nos cuesta trabajo quitárnoslo de delante de los ojos íntimos. Lo cual no quiere decir que estemos siempre, ni siquiera con frecuencia, pensando en ello, sino que constantemente «contamos con ello»). (capitol 2)

Durante la Edad Media había este vivido de la revelación. Sin ella y atendido a sus nudas fuerzas, se hubiera sentido incapaz de habérselas con el contorno misterioso que le era el mundo, con los tártagos y pesadumbres de la existencia. Pero creía con fe viva que un ente todopoderoso, omniscio, le descubría de modo gratuito todo lo esencial para su vida. Podemos perseguir las vicisitudes de esta fe y asistir, casi generación tras generación, a su progresiva decadencia. Es una historia melancólica. La fe viva se va desnutriendo, palideciendo, paralizándose, hasta que, por los motivos que fuere — no puedo ahora entrar en el asunto— hacia mediados del siglo XV , de crisis. De ellas salva al hombre occidental una nueva fe, una nueva creencia: la fe en la razón, en las nuove science. El hombre recaído renace. El Renacimiento es la inquietud parturienta de una nueva confianza fundada en la razón físico-matemática, nueva mediadora entre el hombre y el mundo. (capitol 2)

José Ortega y Gasset, Historia como sistema, Revista de occidente, Madrid 1935

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