Les raons de l'èxit dels realities shows.
Rodearse de personas ricas puede servir para casarte con una de ellas, pero rodearte de personas virtuosas genera gran cantidad de problemas. Por eso resulta más cómodo, más reconfortante y más tranquilizador contemplar en nuestro entorno ejemplos de conductas vulgares. ¿Por qué tienen tanto éxito los realities shows? Porque el espectáculo de esa mediocridad moral, de esas vidas rotas y deformadas, produce sobre nuestro ánimo un efecto sedante. ¡Qué horror!, nos decimos mientras apagamos la tele, y a continuación nos metemos en la cama acunados por el sentimiento de nuestra superioridad moral. El escándalo que nos suscitan las noticias sobre la corrupción de los políticos queda parcialmente compensado por cierta sensación de autocomplacencia: son unos golfos, murmuramos con desprecio como quien mira el mundo a sus pies. Un compañero de trabajo negligente; un cuñado machista y desagradable; un vecino polémico o ruidoso; un amigo arruinado por su imprudencia: todo esto constituye un universo gratificante porque rehabilita ante los demás mi desmedrada imagen y en todo caso me dignifica coram populo por cuanto muestra una variedad de comportamientos reprochables que están ahí delante, próximos y posibles, y que yo, honesto sin alharacas, me abstengo de realizar.
Las perspectivas se presentan mucho más sombrías, como nubes espesas y amenazantes, si, por desgracia, nuestro entorno se compone de dechados de virtud: un colega que destaca en su profesión; un cuñado cariñoso y servicial; un vecino cívico que separa la basura en tres coloridas bolsas; un amigo modélico, ponderado por todos. Este otro universo nos perturba, debilita nuestra posición en el mundo y hace nacer en nuestro interior el gusano de la mala conciencia. En efecto, el buen ejemplo nos interpela y nos obliga a responder de nuestra vida: ¿por qué no practico yo ese ejemplo si está visto que es bueno y además posible, como constata precisamente ese precedente? Si uno como yo es justo, ecuánime, leal, ¿por qué no lo soy yo?; si otro es solidario, humanitario o compasivo, ¿qué me impide serlo a mí también?; si un tercero exhibe bonhomía y urbanidad, ¿dónde queda mi barbarie? Definitivamente, el mal ejemplo nos absuelve mientras que el bueno nos señala con el dedo acusador y nos condena.
Javier Gomá Lanzón, Amor, lujo y buena conciencia, El País, 24/03/2012
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