Individualisme particularista.
Esto es estadística. Lo interesante son las causas del fenómeno y, sobre
todo, explicar la incapacidad política de corregirlo a pesar de que todo el
mundo lo denuncia como nocivo. Rosanvallon habla al respecto de una paradoja
de Bossuet: es decir, de esa particular clase de esquizofrenia de deplorar
un estado de cosas y, al mismo tiempo, celebrar las causas concretas que lo
producen. No somos conscientes de hasta qué punto es la misma urdimbre de
nuestros valores, y no sólo los fenómenos económicos, la que provoca el
crecimiento imparable de la desigualdad de rentas y riqueza. Y, sobre todo, la
que impide corregirlos.
Obvio que hay causas económicas: la segunda globalización, la desaparición
del miedo a la revolución, incluso el olvido de las guerras del siglo XX que
fueron una toma de conciencia sangrienta de la igualdad de méritos de todos. Hay
algo más, y la urdimbre de ese algo es axiológica.
La sociedad actual es una sociedad individualista, claro. Pero también lo era
la del pasado siglo y sin embargo reaccionó con severas políticas reformistas
contra la desigualdad heredada. ¿Qué ha cambiado? El tipo de
individualismo. El nacido de las revoluciones francesa y norteamericana,
podría caracterizarse como el de unos individuos universalistas.
Concebía a las personas como individuos sustancialmente iguales entre sí en sus
deseos y aspiraciones, y por eso podía diseñar políticas niveladoras inspiradas
en una noción universal del bien común. El individualismo contemporáneo, en
cambio, es el de los individuos particulares, cada uno ansioso de
distinguirse de los demás por su historia, su adscripción grupal, sus
habilidades o sus desgracias. Un individualismo de la distinción que, junto a
efectos positivos como las políticas de reconocimiento, genera otros negativos,
como la propensión a aceptar las desigualdades siempre que se asocien a una
particularidad. A la sociedad no le resulta estridente que existan desigualdades
flagrantes si su beneficiario puede anudarlas a su pertenencia a un grupo o a su
propia particularidad.
Al mismo tiempo, nuestra sociedad acepta que las habilidades
particulares justifican retribuciones escandalosamente superiores, sea
en el mercado del deporte, de las finanzas o de la gestión mediática (porque las
desigualdades ya no nacen de la propiedad, sino del trabajo). Aquella idea, tan
cara al liberalismo igualitario del siglo pasado, de que el éxito de los
gestores o los líderes no se debía, en el fondo, sino a la organización social
del conjunto en el que actuaban suena casi a blasfemia en la actualidad. Los
exitosos han convencido al resto de que se lo merecen, que sus
retribuciones escandalosas no derivan de la colusión interesada de toda una
élite de poder sino de su capacidad.
Y, junto a ello, la filosofía política no ha sido capaz de crear una teoría
sobre la desigualdad admisible. Las “teorías de la justicia” que Rawls, Dworkin
o Amartya Sen han popularizado son cuidadas doctrinas que establecen el mínimo
de bienes o chances merecido por todos los ciudadanos, incluso el menos
afortunado por el azar biológico. Pero nada nos dicen sobre el máximo que pueden
obtener otros individuos y, por tanto, sobre los límites de la desigualdad.
Parece que, siempre que la sociedad garantice las mismas posibilidades a todos,
algunos pueden enriquecerse sin límite si esa es su habilidad. Una (falta de)
idea alarmante. Sobre todo, porque el enriquecimiento escandaloso funciona en la
realidad desde ya, mientras que la igualación de chances se demora.
Necesitamos con urgencia una teoría política sobre las desigualdades admisibles,
no el desarme ideológico o la perplejidad actual en la materia. ¿Cómo hemos
pasado sin pensarlo de una escala de desigualdad de retribuciones en la empresa
de 1:6 a otra de 1:300?
Los revolucionarios franceses y americanos —recuerda Rosanvallon— tuvieron
una idea muy clara de que los ciudadanos debían ser en lo económico, no tanto
iguales (la ciudadanía), como similares (a eso se refería la
fraternité). Admitían la desigualdad de fortunas pero con el límite de
que no pudiera llegar a crear clases diversas de ciudadanos, de que ningún grupo
pudiera llegar a ser “una nación particular dentro de la nación”. El ideal
democrático era el de una sociedad de los similares, algo que era más
una manera de vivir la relación social que una forma de estructura
económica. Doscientos años después, en una sociedad de individuos particulares,
urge encontrar los mecanismos políticos para recrear entre los ciudadanos el
gusto por la similitud. Porque la desigualdad que crece, eso sí es seguro, es un
cáncer para la democracia.
José María Ruiz Soroa, El cáncer de la democracia, El País, 05/05/2012
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