La política i el poc valor de la paraula.
Una y otra vez, con machacona insistencia, las encuestas indican que los españoles no se fían, o no valoran, a sus políticos. A pocos pueden extrañar estos resultados. La lealtad acrítica al "líder" se enseñorea en nuestro mundo político, llegando a veces a extremos que ofenden al sentido común (todavía resuenan, imborrables de la memoria, las manifestaciones de Leire Pajín encumbrando a "acontecimiento planetario la coincidencia de Barak Obama como presidente de Estados Unidos y de Rodríguez Zapatero en la presidencia de turno de la Unión Europea", presidencia, dicho sea de paso, que pasó con más pena que gloria). Se hacen pronósticos, y si no se cumplen no pasa nada: se transmutan, como si se tratara de prodigiosos alquimistas, en corroboraciones (algo de esto hubo en las manifestaciones que miembros destacados del PSOE hicieron después de los resultados de las primarias de Madrid). ¿Qué valor tiene la palabra de quienes de manera continua violan ese razonable requisito que el filósofo Karl Popper defendió para intentar evitar los errores: "domeñamos cuidadosa y austeramente estas conjeturas o anticipaciones nuestras", escribió en La lógica de la investigación científica, "por medio de contrastaciones sistemáticas: una vez que se ha propuesto, ni una sola de nuestras anticipaciones se mantiene dogmáticamente; nuestro método de investigación no consiste en defenderlas para demostrar qué razón teníamos"? Aceptamos, parece, que se oiga a través de un micrófono sin cerrar a la presidenta de la Comunidad de Madrid, manifestarse grosera y vengativamente sobre alguien y aceptamos el argumento de que "se trataba de una conversación privada". Y no se nos revienta el alma cuando vemos a políticos a los que se les hace una pregunta -o que se preguntan entre sí- y que "contestan" algo que no tiene nada que ver con la cuestión planteada y sí con alguna supuesta desvergüenza del partido opuesto. En el camino, la pregunta, que podía ser interesante, queda sin contestar.
Inmersos en semejante mundo, cuando el discurso ciego a cualquier tipo de contrastación es la pauta general, pienso en el legado que vamos a dejar a los que vienen, por edad, detrás de nosotros. ¿Qué ejemplo les estamos dando para convencerles de que deben ser fieles a la argumentación lógica y a la transparencia, a la capacidad de escuchar a "los otros"? ¿Cómo voy a decirle yo a mis alumnos, cosas del estilo de "defender vuestras ideas y actos racional y argumentativamente? No olvidar someter vuestras opiniones al juicio de los hechos. Podéis estar equivocados, y lo estaréis más de una vez", si me pueden decir, "¿qué me dice usted, es que no ve lo que sucede ahí fuera, en la vida real?". (...)
La modernidad que los ilustrados del siglo XVII defendieron rechazaba la idea de que el fin justifica los medios, manteniendo firmemente que los medios tienen primacía sobre los fines. Para ellos la obediencia a las leyes (leyes justas), proceder metódicamente de acuerdo a un método adecuado y transparente, era prioritario. Como insistió, por ejemplo, John Rawls en Teoría de la justicia (1971), la justicia es en última instancia seguir fielmente un procedimiento correcto, en, naturalmente, un sistema político y judicial democrático y no viciado. Por esto, la ciencia -en la que los fines se subordinan rigurosamente a los medios, a los procedimientos- fue el modelo más admirado en la modernidad, el ejemplo que debían imitar otras empresas sociales y culturales.
La posmodernidad ha cambiado esto. En ella, los medios se subordinan a los fines. Parece como si la fe en los medios, en el método, en los procedimientos, hubiese desaparecido. Todos esos políticos de los que hablaba al principio, constituyen un buen ejemplo de semejante espíritu. No importa dar la espalda a la racionalidad discursiva, no enfrentarse a las preguntas inconvenientes, dar la vuelta a los argumentos que ayer se utilizaban. Resistir es la norma. Resistir sea como sea, sin necesidad de mantener alguna coherencia interna. Los fines son el bien supremo, los medios un instrumento maleable y dúctil. Hay que vencer. Solo el ganador es valorado y recordado. El fin justifica los medios. Si hay que hacer trampas se hacen, y, naturalmente, se niega que se hacen (me viene aquí a la mente, todos esos futbolistas -y son, por desgracia, un modelo importante para la sociedad- a los que se ve levantar las manos y poner un gesto de inocencia, como si no hubiesen hecho nada malo, que sí lo han hecho, como se ve las más de las veces cuando se repite la jugada a cámara lenta).
No hay que esforzarse mucho en argumentar que poner los fines por encima de los medios constituye una perversión que puede destruir una sociedad. Tal vez sí que haya que detenerse más en señalar que el éxito en una empresa no es siempre lo único que se recuerda. También recordamos, debemos recordar, a los que se esforzaron en empresas exigentes. Aunque fracasasen.
José Manuel Sánchez Ron, El valor del fracaso digno, El País, 11/11/2010
http://www.elpais.com/articulo/opinion/valor/fracaso/digno/elpepiopi/20101111elpepiopi_11/Tes?print=1
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