L'efecte Ringelmann.
... el “efecto Ringelmann” sugiere que al formar parte de un grupo tendemos a reducir nuestra implicación individual, en parte porque sentimos que otros se harán cargo, diluyendo nuestra corresponsabilidad en el conjunto. Los esfuerzos se amortiguan entre sí, produciendo una especie de entropía social que dispersa ineficazmente nuestro potencial. La sociedad entera, extrapolaba Ringelmann, corre el riesgo de tirar con una fuerza que, paradójicamente, tiende asintóticamente a cero. Esta intuición, aunque expresada en términos físicos y agrícolas, apunta a un rasgo persistente de la condición humana. Nos gusta pensar que juntos somos más fuertes, pero no en cualquier circunstancia. El anonimato del grupo nos ofrece una oportunidad para escondernos detrás de los demás, relajando nuestro compromiso. Y no son menores las consecuencias a largo plazo de este déficit silencioso. El efecto Ringelmann ha sido replicado de forma notablemente consistente en términos no físicos. Psicólogos sociales como Bibb Latané y otros investigadores han confirmado que el esfuerzo individual decrece conforme aumenta el tamaño del grupo, por ejemplo aplaudiendo o gritando. Probablemente no lo hace de forma lineal y se atempera conforme el grupo se vuelve suficientemente grande. Este efecto muestra que el colectivo en lugar de estimularla, merma la motivación y la implicación. Incluso si la creencia es falsa e inducida, por ejemplo haciendo creer a los participantes que están actuando con otros, aunque no sea el caso. Ante la expectativa de actuar en grupo, nuestra mente infiere que no es necesario darlo todo. Esta predisposición automática parece estar incrustada en nuestro cableado evolutivo, tal vez como una estrategia de ahorro energético en entornos sociales donde la cooperación distribuida era la norma. Desde el punto de vista biológico, minimizar el gasto de energía - vaguear o escaquearse - es una estrategia natural de supervivencia en contextos de escasez. Si otros miembros del grupo cazan, recolectan o defienden, la posibilidad de ahorrar fuerzas sin poner en peligro el bienestar individual se convierte en una ventaja. En su forma más extrema, este fenómeno roza la parálisis colectiva. Y sirve para alimentar el discurso más individualista, liberal y favorable a la iniciativa privada: nadie cuida lo colectivo como lo propio. Y puede herir peligrosamente la respuesta a emergencias, el activismo político o la participación ciudadana. La famosa “tragedia de los comunes” se apoya en esta misma lógica: si el pasto es de todos, nadie lo cuida; si el aire es de todos, nadie lo limpia. Lo que parece al principio una ventaja cooperativa —la posibilidad de repartir la carga— se convierte, si no hay mecanismos de contrapeso, en una excusa para la inacción. Cuantos más somos, más probable es que sintamos que nuestra aportación es prescindible. Bien lo sabemos desde nuestra etapa como estudiantes en los trabajos en grupo, en los que siempre surgen compañeros que se escaquean recibiendo la misma calificación que el resto, a pesar de que la carga recaiga en quienes sienten más responsabilidad o temor al fracaso. O ya de adultos en las reuniones laborales, especialmente las que agrupan a muchos participantes, que suelen convertirse en el paraíso de la dispersión. Cuanto mayor es el número de asistentes, mayor es la duración, y a pesar de ello, más fácil es esconderse entre la multitud de cámaras apagadas o voces enmudecidas. Convocadas esas reuniones a menudo en nombre de la colaboración, en realidad terminan siendo un mecanismo de dilución del compromiso. Y a niveles más amplios, el fenómeno indudablemente afecta a la participación electoral, o al propio compromiso y acción política. Y además la tecnología nos brinda una falsa sensación de contribución: El mundo digital ha favorecido la pereza social bajo el “activismo simbólico”. Compartir un hashtag, dar “me gusta” a una causa o firmar una petición online produce una satisfacción moral momentánea, pero no implica una acción real. Este fenómeno, conocido como slacktivism o activismo perezoso, permite a los individuos sentir que están “haciendo algo” sin alterar su rutina. Aunque la visibilidad de ciertas causas puede beneficiarse de estas acciones simbólicas, también existe el riesgo de que sustituyan el compromiso profundo por un gesto superficial. Cuando muchos creen que con un clic basta, la movilización auténtica se debilita. Pero nuestra especie - y otras sociales - encuentran mejores formas de cooperación que revierten este efecto. Javier Jurado, Escaquearse o tirar del carro, Ingeniero de Letras 24/05/2025 |

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