Cuando leemos la palabra “maquiavélico”, enseguida pensamos en el ejercicio sin escrúpulos del poder político, en el que cualquier medio está justificado por el fin y ese fin suele ser perpetuarse en el poder. En el mejor de los casos, nos vamos a la segunda acepción que da el diccionario de la RAE: “Modo de proceder con astucia, doblez y perfidia”.
Pero esta interpretación de las ideas de Maquiavelo es, como mínimo, algo limitada: como escribe el historiador Giuliano Procaci en su introducción a la edición de El príncipe de Espasa, la idea viene de algunos fragmentos de los capítulos XV al XIX del libro, en los que Maquiavelo defiende que el líder político puede “obrar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión” con tal de “mantener el Estado”, y pone como ejemplos al papa Alejandro VI Borgia, a su hijo César Borgia, al emperador romano Alejandro Severo y a Fernando el Católico (buena representación española).
Es verdad que estos capítulos son los más comentados y —seamos sinceros— los más divertidos, pero no son ni todo El príncipe ni todo Maquiavelo.
Nicolás Maquiavelo (1469-1527) fue canciller de Florencia de 1498 a 1512, año en que la república fue derrotada y regresaron los Médici. Maquiavelo se tuvo que retirar a su casa de campo, donde se dedicó a escribir. Ya estaba trabajando en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, pero el fracaso de la república le llevó a centrarse en El príncipe. “En ambos casos, el móvil es el mismo —escribe Victoria Camps en su Breve historia de la ética—: extraer de la historia y de la propia experiencia política las enseñanzas pertinentes para hacer ver las causas de la debilidad de una república como la florentina y sentar las bases de lo que debe ser el Estado moderno”.
Maquiavelo no nos presenta ni un sistema político utópico ni un soberano ideal. El príncipe quiere ser una visión realista y práctica del ejercicio y el mantenimiento del poder, lo que a menudo implica la gestión de conflictos y optar por la solución menos mala, al no haber ninguna buena.
En este manual práctico, el florentino da muchos consejos. Algunos, cuestionables. Por ejemplo, para Maquiavelo, las virtudes principales de todo príncipe son la piedad, la fidelidad, la humanidad, la integridad y la religiosidad. Pero lo fundamental son las apariencias: “No es necesario que un príncipe posea de verdad todas esas cualidades, pero sí es muy necesario que parezca que las posee”. Las virtudes que debe cultivar el soberano “no valen tanto por sí mismas como porque producen las consecuencias deseadas”, como escribe Camps. Y lo más importante no es ser buena persona, sino mantener a los súbditos unidos y leales.
También defiende la necesidad de buenas leyes. Pero a veces las leyes no bastan y hay que usar la fuerza. Es más seguro ser temido que ser amado, escribe Maquiavelo, y además es mejor para el Estado: a largo plazo es más piadoso quien se muestra cruel con los desórdenes y con el crimen “porque estos suelen perjudicar a la sociedad entera, mientras que las ejecuciones que decreta el príncipe solo ofenden a individuos concretos”.
Aparte de estos consejos conocidos y más discutibles, Maquiavelo da otras ideas menos dudosas e incluso recomendables. Me parece especialmente interesante el capítulo sobre la necesidad de defenderse de los aduladores, para lo que recomienda rodearse de consejeros sabios, y “concederles solo a ellos la libertad de hablarle con franqueza, y solo sobre aquello que él pregunte. Pero debe interrogarlos sobre todas las cosas y escuchar sus opiniones, y luego decidir por sí mismo según su propio parecer”. Afirma que el soberano no tiene que enfadarse cuando le dicen algo que no quiere oír, sino solo cuando sospecha que sus consejeros no están siendo sinceros por no molestarle.
Maquiavelo no solo escribió El príncipe: en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, defendió un ideario republicano. Lo hizo con la República Romana en mente, y, como escribe Camps, “con la nostalgia que le producía la estructura política de las repúblicas renacentistas”, cuya “debilidad interna presagiaba su propia extinción”.
No es que haya dos Maquiavelos: su objetivo era fundamentar una política que sentara las bases de un Estado fuerte y expansivo. En El príncipe se centra en el poder del soberano, pero en los Discursos lo hace pensando en las repúblicas italianas que reivindicaban su independencia frente a las autoridades absolutas del Papa y del emperador, y que se mostraron inestables, en su opinión, por los conflictos entre facciones.
Como escribe Isaiah Berlin en uno de los ensayos de Contra la corriente, Maquiavelo "prefiere el gobierno republicano en el que los intereses de los gobernantes no entran en conflicto con el de los gobernados", pero también "prefiere un principado bien gobernado que una república decadente". El florentino fue el primero en ver que "no todos los valores últimos son compatibles entre sí" y a veces hemos de buscar compromisos.
Y en los Discursos muestra especial atención al equilibrio entre poderes. En su Historia de la filosofía occidental, Bertrand Russell señala que “hay capítulos enteros que podrían haber sido escritos por Montesquieu”, ya que Maquiavelo defiende una “doctrina de los frenos y equilibrios” entre los tres poderes —príncipes, nobles y pueblo—, además de reivindicar la libertad política gracias al ejercicio de las virtudes cívicas. “Este aspecto de Maquiavelo es tan importante, por lo menos, como las más famosas doctrinas ‘inmorales’ de El príncipe”.
Russell intenta conciliar las ideas de Maquiavelo la siguiente forma:
1.Hay tres bienes políticos especialmente importantes: la independencia nacional, la seguridad y una constitución bien ordenada.
2.La mejor constitución reparte los derechos legales entre príncipe, nobles y pueblo, para que así sean menos probables las revoluciones y revueltas.
3.Si el fin es que este sistema subsista, hay que escoger los medios adecuados para lograrlo, con independencia de su bondad o maldad.
4.Imponer estos medios a menudo es una cuestión de fuerza, lo que puede depender “de la opinión, y la opinión, de la propaganda”.
5.Para la propaganda, funciona mejor al menos parecer más virtuoso que el adversario, y “un modo de parecer virtuoso es ser virtuoso”. Por eso a veces (no siempre) ganan los buenos.
6.Los políticos se conducirán mejor cuando dependan de una población virtuosa, que juzgará con más severidad sus faltas. Esto se puede ocultar “por medio de la hipocresía”, pero las instituciones adecuadas pueden velar para disminuir el grado de falsedad.
Con lo que llegamos a la conclusión de que nuestros Estados son bastante maquiavélicos y esto no es tan malo como parece, aunque tampoco sea maravilloso.
Jaime Rubio Hancock, En defensa de Maquiavelo, Filosofía inútil 26/04/2024 |
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