El voluntarisme màgic.






La inseguridad económica y laboral que produjo la crisis de 2008 no sólo trajo consigo una renovada segmentación social, sino que también, y sobre todo, creó una nueva manera de guiar los asuntos políticos: el giro emocional. Y este es el punto crucial del asunto.

Nadie pondrá en duda que la manipulación emocional ha sido una constante en el uso de la política desde tiempos inmemoriales. La mefistofélica novedad es el empleo del manido imperativo «hay que adaptarse» o el «podremos con todo». Nos hemos habituado a vivir permanentemente en crisis. Se puede decir, con poco margen de error, que en las instancias políticas existe una muy medida intencionalidad en –el afán por mantener– la normalidad. La normatividad de la normalidad. Pero la pregunta es: ¿qué y quién la impone?

Frente a este imperio emocional, en el que la resiliencia, la adaptación y la gestión emocional se han convertido en las hipnóticas insignias, debemos desarrollar un criterio propio que apueste no por gestionar nuestras emociones, sino que puje por comprenderlas y averiguar su raíz. Porque no. No hay que aguantarlo todo. La resiliencia y la adaptación se han convertido en un silencioso y dulzón vasallaje. Por eso, el totalitarismo de las sociedades occidentales es afectivo, y su víctima es el precariado emocional: «todo está en tus manos», «gestiona tus emociones», «lucha por tus sueños y lo conseguirás».

Esta depravada retórica de la autoayuda nos condena al silencio (porque todo el peso es puesto en el individuo) e induce a la sospecha mutua y a la culpabilidad: no hablamos de nuestros malestares comunes porque nos da miedo reconocer nuestra vulnerabilidad, no vaya a ser que el otro quiera aprovecharse de ella. Este pernicioso voluntarismo mágico («todo depende de ti») fomenta el deterioro del tejido social, nos aísla y señala, amenazante. Su resultado es una esclavitud emocional que impide la creación de lazos comunitarios significativos que permitan cuestionar las estructuras que alimentan nuestro malestar.

Las clases trabajadoras necesitamos un lúcido despertar. Nos hemos habituado, a fuerza de seguir la inercia de la subsistencia (quién podría culparnos por ello) a una vida invivible, a un contexto inhabitable, a un malestar soportable pero incómodo y punzante, a una existencia en la que el sujeto que no prospera es un desviado o un inadaptado que «no logra seguir los ritmos exigidos». No necesitamos un coach emocional, sino conciencia de la realidad para, juntos, superar nuestros miedos: pensamiento (individual), palabra (compartida) y acción (común).

Carlos Javier González Serrano, El precariado emocional, ethic.es 28/1272022

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