Els límits emocionals d'una democràcia.


Tocqueville escribe en La democracia en América sobre el peligro de una sociedad que toma decisiones sometida a la propaganda. Ortega sugiere en La rebelión de las masas los límites de la democracia participativa. Thompson estudia cómo se ha destruido el lenguaje político en Sin palabras. Haidt señala en La mente de los justos que estamos diseñados para agruparnos y decidir, más todavía en momentos de incertidumbre extrema, gobernados por la emoción.
Este último autor explica un experimento. Los investigadores dividieron a personas heterogéneas en dos grupos lanzando una moneda al aire. Unos tenían en común que había salido cara, y otros que había salido cruz. Les hicieron preguntas, utilizaron dinámicas, y los investigadores descubrieron que la división no solo era evidente, sino que era radical. El mero azar había trazado dos países, dos credos, dos políticas irreconciliables.
En otros experimentos se agrupaba a gente por su día de nacimiento, o se les mostraba una imagen de una mano recibiendo un pinchazo y se les informaba de cuál era la religión del pinchado. Adivinad: los marcadores neurológicos del sujeto experimental se volvían locos si le decían que estaban pinchando a un creyente de su misma religión, pero se mantenían estables en la indiferencia si pinchaban a 'otro'.
Quiero decir con esto que desde 2017 he pensado mucho en lo que significa la polarización visceral, y sobre los límites emocionales de la democracia, que llegan al máximo cuando lo que se propone no es votar entre un montón de partidos políticos sino dirimir un asunto trascendental en una pregunta de sí o no. Hoy sabemos que elegir entre muchas opciones fomenta hasta cierto punto el pensamiento crítico, la decisión consciente, mientras que elegir entre 'nosotros' y 'ellos' fomenta solamente el fanatismo, el gregarismo y el impulso emocional.
Juan Soto Ivars, Por qué dejé de estar a favor de un referéndum en Catalunya, El Confidencial 23/10/2019

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