Carta sobre l'ànima (primer apèndix de la Carta XIII dedicada a Locke).



Debo confesarlo, cuando he leído al infalible Aristóteles, al divino Platón, al doctor sutil, al doctor angélico; he tomado esos epítetos por motes. Nada he visto en los filósofos que han hablado del alma humana salvo ciegos llenos de temeridad y de parloteo, que se esfuerzan en persuadir de que tienen una vista de águila a otros ciegos curiosos y tontos que les creen bajo palabra, y que pronto se imaginan que también ellos ven algo.

No fingiré poner en el rango de estos maestros de errores a Descartes y Malebranche. El primero nos asegura que el alma del hombre es una sustancia cuya esencia es pensar, que piensa siempre, y que se ocupa en el vientre de su madre de hermosas ideas metafísicas o de bellos axiomas generales que olvida después.

Por lo que respecta al padre Malebranche, está completamente persuadido de que 16 vemos todo en Dios; ha encontrado partidarios, porque las fábulas más audaces son las mejor recibidas por la débil imaginación de los hombres. Así pues, varios filósofos han hecho la novela del alma; finalmente ha llegado un sabio que ha escrito modestamente su historia. Voy a haceros el resumen de esa historia, según yo la he entendido. Sé muy bien que no todo el mundo convendrá con las ideas del Sr. Locke; podría ser que el Sr. Locke tuviese razón contra Descartes y Malebranche y se equivocase contra la Sorbona; yo no respondo de nada; hablo según las luces de la filosofía y no según las revelaciones de la fe. Sólo me corresponde pensar humanamente; los teólogos deciden divinamente, lo que es cosa muy distinta. La razón y la fe son de naturaleza contraria. En una palabra, he aquí un pequeño resumen del Sr. Locke, que yo censuraría si fuese teólogo, y que adopto por un momento como pura hipótesis, como conjetura de simple filosofía.

Humanamente hablando, se trata de saber lo que es el alma.

1.° La palabra «alma» es una de esas palabras que cualquiera pronuncia sin entenderla; no entendemos más que las cosas de las que tenemos una idea: no tenemos idea del alma, del espíritu;
luego no la entendemos.

2.° Nos ha complacido, pues, llamar alma a esta facultad de pensar y de sentir, como llamamos vista a la facultad de ver, voluntad a la facultad de querer, etc..

Después han venido razonadores que han dicho:

«El hombre está compuesto de materia y de espíritu. La materia es extensa y divisible, el espíritu no es ni extenso ni divisible; luego es, dicen, de otra naturaleza; luego es una reunión de seres que no están hechos el uno para el otro, y que Dios une pese a su naturaleza. Vemos poco el cuerpo, pero no vemos en absoluto el alma; no tiene partes, luego es eterna. Tiene ideas puras y espirituales, luego no las recibe de la materia. No las recibe tampoco de sí misma, luego Dios se las da; luego trae en ella al nacer las ideas de Dios, del infinito y todas las ideas generales».

Siempre, humanamente hablando, respondo a esos señores que son muy sabios. Primero suponen que hay un alma y luego nos dicen lo que debe ser; pronuncian el nombre de materia y deciden enseguida claramente lo que es. Y yo les digo: no conocéis ni el espíritu ni la materia; por espíritu, no podéis imaginar más que la facultad de pensar; por la materia, no podéis entender más que un conjunto de cualidades, de colores, de extensión, de solidez; y os ha dado la gana de llamar a eso materia, y  habéis asignado los límites de la materia y del alma antes de estar seguros, tan siquiera de la existencia de una y otra. En cuanto a la materia, enseñáis gravemente que no hay en ella más que extensión y solidez, y yo os diré modestamente, que es capaz de mil propiedades que ni vosotros ni yo conocemos. Decís que el alma es indivisible, eterna, y así suponéis lo que precisamente se pregunta.

Sois más o menos como un regente de colegio que, no habiendo visto un reloj en su vida, tuviera de repente entre sus manos un reloj de Inglaterra de repetición. Este hombre, buen peripatético, se asombra de la justeza con la que las agujas dividen y marcan el tiempo, y queda aún más asombrado de ver que un botón apretado con el dedo hace sonar precisamente la hora que la aguja señala. Mi filósofo no deja de encontrar que hay en esta máquina un alma que la gobierna y que mueve los resortes, demuestra sabiamente su opinión por comparación con los ángeles que hacen marchar las esferas celestes y hace sostener en su clase hermosas tesis sobre el alma de los relojes. Uno de sus escolares abre el reloj: no se ven en él más que resortes, y sin embargo se sigue sosteniendo el sistema del alma, que pasa por demostrado. Yo soy ese escolar: abramos el reloj que llamamos hombre y, en lugar de definir audazmente lo que no conocemos, intentemos examinar por grados lo que queremos conocer.

Tomemos un niño en el instante de su nacimiento, y sigamos paso a paso el progreso de su entendimiento. Vosotros me hacéis el honor de enseñarme que Dios se ha tomado la molestia de crear un alma para alojarla en ese cuerpo.

Cuando tiene más o menos seis semanas llega el alma, y ahí la tenéis provista de ideas metafísicas, conociendo a Dios, el espíritu, el infinito, las ideas abstractas muy claramente, siendo en una palabra una persona muy sabia. Pero desdichadamente sale del útero con una ignorancia crasa; pasa dieciocho meses no conociendo más que la teta de su nodriza y cuando a la edad de veinte años se quiere recordar a esta alma todas las ideas científicas que tenía cuando fue unida al cuerpo, se encuentra a menudo tan obturada que no puede recibir ninguna. Hay pueblos enteros que no han tenido ni una sola de esas ideas: en verdad ¿en qué pensaban el alma de Descartes y la de Malebranche, cuando imaginaban semejantes ensoñaciones?

Sigamos pues la historia del niño pequeño, sin detenernos en las imaginaciones de los filósofos. El día que su madre le ha dado a luz a él y a su alma, han nacido también en la casa un perro, un gato y un canario. Al cabo de tres meses, enseño un minueto al canario, al cabo de un año y medio hago del perro un excelente cazador, el gato al cabo de seis semanas hace ya todas sus monerías, y el niño al cabo de cuatro años no hace nada de nada. Yo, hombre grosero, testigo de esta prodigiosa diferencia, creo en principio que el perro, el gato y el canario son criaturas muy inteligentes, y que el niño pequeño es un autómata; sin embargo, poco a poco advierto que este niño tiene también ideas, memoria, y que tiene las pasiones que estos animales, y entonces confieso que es también, como ellos, una criatura razonable. Me comunica diferentes ideas por unas cuantas palabras que ha aprendido, lo mismo que mi perro por unos gritos diversificados me hace exactamente conocer sus diferentes necesidades. Advierto que a la edad de seis o siete años el niño combina en su pequeño cerebro casi tantas ideas como mi perro de caza en el suyo. Finalmente alcanza con la edad un número infinito de conocimientos. Entonces ¿qué debo pensar de él?, ¿le creeré de una naturaleza absolutamente diferente? No, sin duda, pues vos que veis por un lado un imbécil y por otro al Sr. Newton, pretendéis, empero, que son de la misma naturaleza; con mayor razón debo pretender que mi perro y mi hijo son en el fondo de la misma especie, y que sólo hay una diferencia de más o menos. Para mejor asegurarme de la verosimilitud de mi opinión probable, examino a mi niño y a mi perro durante su vigilia y durante su sueño. Les hago sangrar a uno y a otro exageradamente, entonces sus ideas parecen escaparse con su sangre. En este estado les llamo y no me responden, y les saco todavía unas cuantas onzas, mis dos máquinas, que tenían una hora antes ideas en tan gran número y pasiones de toda especie, no tendrán ya ningún sentimiento.

Examino también a mis dos animales mientras duermen; advierto que el perro, después de haber comido demasiado, tiene sueños; caza, grita tras su presa. Cuando mi joven mozo está en el mismo caso, habla a su amante y hace el amor en sueños. Si uno y otro han comido moderadamente, ni uno ni otro sueña; en fin, veo que su facultad de sentir, de percibir, de expresar sus ideas se ha desarrollado en ellos poco a poco y se debilita también por grados. Advierto entre ellos cien veces más relaciones que las que encuentro entre tal hombre inteligente y tal otro absolutamente imbécil.

¿Cuál es pues la opinión que tendré de su naturaleza? La que todos los pueblos han tenido antes de que la política egipcia imaginase la espiritualidad e inmortalidad del alma. yo sospecharía, pero muy a favor de las apariencias, que Arquímedes y un topo son de la misma especie, aunque de un género diferente; lo mismo que una encina y un grano de mostaza están formados según los mismos principios, aunque uno sea un gran árbol y el otro una pequeña planta.

Yo pensaría que Dios ha dado porciones de inteligencia a porciones de materia organizadas para pensar; yo creería que la materia ha pensado en proporción de la finura de sus sentidos, pues ellos son las puertas y la medida de nuestras ideas; yo creería que la ostra de la concha tiene menos espíritu que yo, porque tiene menos sensaciones que yo, y creería que ella tiene menos sensaciones y sentidos porque teniendo el alma apegada a su concha, cinco sentidos le serían inútiles. Hay muchos animales que no tienen más que dos sentidos; nosotros tenemos cinco, lo que no es mucho; hay que creer que habrá en otro mundos otros animales que gocen de veinte o treinta sentidos, y que otras especies, aún más perfectas, tengan infinidad de sentidos.

Me parece que esta es la manera más natural de exponer las razones, es decir, adivinar y sospechar. Ciertamente, ha pasado mucho tiempo antes de que los hombres hayan sido lo suficientemente ingeniosos como para imaginar un Ser desconocido que está en nosotros, que lo hace todo en nosotros, que no es del todo nosotros, y que vive a nuestro lado. Sólo gradualmente se ha llegado a concebir una idea tan audaz. En principio, la palabra alma ha significado la vida, y ha sido común para nosotros y para los otros animales, después nuestro orgullo nos ha hecho un alma aparte y nos ha hecho imaginar una fuerza sustancial para las otras criaturas.

Este orgullo humano me preguntará lo que es, pues, ese poder de percibir y de sentir, al que llama alma en el hombre e instinto en el bruto. Yo satisfaré esta pregunta cuando las universidades me hayan enseñado lo que es el movimiento, el sonido, la luz, el espacio, el cuerpo y el tiempo. Diré, con el espíritu del sabio Sr. Locke: «La filosofía consiste en detenerse cuando la antorcha de la física nos falta». Observo los efectos de la naturaleza pero os confieso que no concibo mejor que vosotros los primeros principios. Todo lo que sé es que no debo atribuir a varias causas, sobre todo a causas desconocidas, lo que puedo atribuir a una causa conocida; ahora bien, puedo atribuir a mi cuerpo la facultad de pensar y de sentir; luego no debo buscar esta facultad en otro ser llamado alma, o espíritu, del que no puedo tener ni la menor idea. Os estrepitaréis ante esta proposición, encontraréis irreligión en lo de atreverse a decir que el cuerpo puede pensar. Pero ¿qué diréis, os respondería el Sr. Locke, si fueseis vosotros mismos los culpables de irreligión, los que os atrevéis a limitar el poderío de Dios? ¿Y cuál es el hombre sobre la tierra que puede asegurar sin una impiedad absurda que es imposible para Dios dar a la materia el sentimiento y el pensar? Débiles y audaces como sois, avanzáis que la materia no piensa porque no concebís que una sustancia extensa pueda pensar y ¿acaso concebís mejor cómo una sustancia, sea la que fuere, puede pensar?

Grandes filósofos que decidís sobre el poder de Dios y que decís que Dios puede de una piedra hacer un ángel ¿acaso no veis que, según vosotros mismos, Dios no haría en ese caso más que dar a una piedra el poder de pensar?, pues si la materia de la piedra no permaneciese, no sería una piedra convertida en ángel, sería una piedra aniquilada y un ángel creado. De cualquier lado que os volváis, estáis obligados a confesar dos cosas, vuestra ignorancia y el poder inmenso del Creador: vuestra ignorancia que se rebela contra la materia pensante, y el poder del Creador para el que ciertamente eso no es imposible.

¡Vosotros, que sabéis que la materia no perece, vais a disputar a Dios el poder de conservar en esta materia la más bella cualidad de que la había ornado! La extensión subsiste ciertamente sin cuerpos merced a Él, puesto que hay filósofos que creen en el vacío; los accidentes subsisten ciertamente sin sustancia entre los cristianos que creen en la transustanciación. Dios, decís, no puede hacer lo que implica contradicción. Eso es cierto, pero para saber si la materia pensante es una cosa contradictoria, habría que saber más de lo que sabéis; por mucho que hagáis, nunca sabréis más que sois cuerpos y que pensáis.

Mucha gente que ha aprendido en la escuela a no dudar de nada, que toman sus silogismos por oráculos y su superstición por religión, miran al Sr. Locke como a un impío peligroso. Los supersticiosos son en la sociedad de los hombres lo que los cobardes en un ejército: tienen y provocan terrores pánicos.

Hay que tener la piedad de disipar los temores; es preciso que sepan que no son los sentimientos de los filósofos los que jamás harán daño a la religión.

Es seguro que la luz viene del sol y que los planetas giran en torno a este astro; no por ello se lee con menos edificación en la Biblia que la luz ha sido hecha antes que el sol y que el sol se detuvo sobre la ciudad de Gabaón.

Está demostrado que el arco iris está formado necesariamente por la lluvia, pero no por ello se respeta menos el texto sagrado que dice que Dios puso su arco en las nubes, tras el diluvio, como signo de que no habría inundaciones.

El misterio de la Trinidad y el de la Eucaristía, por mucho que sean contrarios a las demostraciones conocidas, no son menos reverenciados por los filósofos católicos, que saben que los objetos de la razón y de la fe son de diferente naturaleza.

La noción de los antípodas ha sido condenada como herética por los Papas y los concilios; pese a esa decisión, los que acatan a los concilios y a los Papas han descubierto las antípodas y han llevado a ellas esa misma religión cristiana cuya destrucción se consideraba segura, en el caso de que se pudiera encontrar un hombre que (como se decía entonces) tuviese la cabeza abajo y los pies arriba respecto a nosotros, y que, como dice el muy poco filósofo San Agustín, se habría caído en el cielo.

Nunca los filósofos harán daño a la religión dominante de un país. ¿Por qué? Porque carecen de entusiasmo y porque no escriben para el pueblo.

Dividid el género humano en veinte partes; habrá diecinueve compuestas de los que trabajan con sus manos y que no sabrán nunca si ha habido un Sr. Locke en el mundo; en la veinteava parte restante ¡qué pocos hombres que lean se encuentran! Y entre los que leen, hay veinte que leen novelas contra uno que estudiará filosofía: el número de los que piensan es excesivamente pequeño y ésos no se preocupan de trastocar el mundo.

No es ni Montaigne, ni Locke, ni Bayle, ni Spinoza, ni Hobbes, ni Shaftesbury, ni el Sr. Collins, ni el Sr. Toland, etc., quienes han llevado la antorcha de la discordia al interior de su patria. Estos son en su mayor parte los teólogos que, habiendo tenido la ambición de ser jefes de secta, pronto tuvieron la de ser jefes de partido. ¿Qué digo? Todos los libros de los filósofos modernos puestos juntos no harán nunca tanto ruido como el que hizo antaño la disputa de los cordeleros sobre la forma de su manga y de su capuchón.

Por lo demás, Señor, os repito de nuevo que escribiéndoos con libertad, no me hago garante de ninguna opinión; no soy responsable de nada. Hay quizá entre los sueños de los razonamientos algunas ensoñaciones a las que yo daría preferencia; pero no hay ninguna que no sacrificase juntamente a la religión y a la patria.


Voltaire, Cartas inglesas, Primer apéndice a la Carta XIII

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