146: Anònim, Del mesianismo en tiempos de crisis




Esta vez, sin embargo, la hipótesis del desastre y su corolario, la crisis inherente a la economía, vinieron de otra parte, aunque reúnen muchos aspectos de lo que hace a este mundo inhabitable. Causado en su magnitud por la velocidad ilimitada de los intercambios humanos, el virus encuentra su fuente en la configuración mortal de nuestras relaciones con los no-humanos. Invoca así nuevos tiempos, de los que nadie parece tener la clave para entenderlos. Avanza subrepticiamente, nos vigila y finalmente nos aísla «en nuestras casas», una frase atribuida a esas burbujas donde cada uno de nosotros se mantiene sabiamente separado de los demás y lo reivindica más bellamente en tiempos de epidemia. Por lo tanto, revela una parte no despreciable de la forma en que nuestras vidas están continuamente siendo partidas y organizadas, acelerando de alguna manera la descomposición de su forma. Ciertamente era necesario recurrir al confinamiento; sin embargo, es allí donde experimentamos definitivamente esa soledad consumada tan característica de las individualidades monádicas bajo cuya figura ya pretendíamos existir. Incluso hay una expresión para esto: distanciamiento social.
Las interpretaciones se suceden, y renuevan con terror los esfuerzos inspirados de los malos teólogos para atribuir un sentido a lo que está desprovisto de él. Entre los ineludibles colapsólogos, y más ampliamente entre toda una multitud de ecologistas de cámara, un tema imperecedero resurge: la naturaleza nos está enviando un mensaje. Debemos escucharlo religiosamente. La palabra redentora de esta naturaleza sacrosanta, cuyo corazón es desafiado por los hombres, se revelaría en el fondo de este virus. Se afirmaría la venganza de lo que se ha negado durante demasiado tiempo. «Humans are the disease, corona is the cure», terminan murmurando algunos de estos sacerdotes en ciernes, olvidándose de paso de especificar qué más que sus tonterías hay que curar.
… su enfermiza duplicación del esquema del castigo se basa en la visión fantasmagórica de una naturaleza reificada. Fantasmagórica porque es fundamentalmente antropocéntrica: postular cualquier forma de voluntad a la naturaleza equivale tanto a renovar el gesto que nos separa de ella como a atribuirle rasgos que la reduzcan a la forma en que el hombre concibe y representa su propia acción desde que el cartesianismo lo convirtió en un demiurgo. Hay, pues, en este giro del pensamiento una extensión del dominio de la intencionalidad y sus supuestos metafísicos (en cuyo primer plano se encuentra obviamente la voluntad, y toda la procesión ontológica de la culpa que subyace a ella), donde la inmensidad de las interdependencias materiales que surgen con la catástrofe ecológica debería invitarnos a cuestionar la pertinencia misma del esquema intencional. 
Detrás de las imprecaciones desenfrenadas de quienes profesan estar listos para pensar en el apocalipsis, se esconde un narcisismo autocomplaciente que consiste en jactarse de «haberlo sabido antes que los demás». Una reciente declaración de Yves Cochet lo atestigua: «Con mis amigos colapsólogos, nos llamamos y decimos: “¡Ey, eso fue más rápido de lo que pensábamos!”». Autocomplacencia a la medida de una pérdida de puntos de referencia que les hace liquidar rápidamente la política, para alegrarse indecentemente de la secuencia actual, admirando sus consecuencias concretas sobre las poblaciones más vulnerables con su sucia indiferencia.
… desde el trabajo ficticio que se hace a distancia hasta las nimiedades cotidianas que ya no compramos, nos damos cuenta de repente de que lo que no es necesario es prescindible. Verlo como una llamada espontánea a la decencia común es, sin embargo, un error de asceta. Ciertamente hay una disminución de la producción, pero su carácter temporal queda atestiguado por la enormidad de las interdependencias que subyacen a las ocupaciones de los confinados durante esta crisis, en la que todo tiene que ver con las bases de datos (no siendo Netflix el último en complementar a la policía clavando a todo el mundo en su sofá) y de productos (por ejemplo una computadora o, más sencillamente, todo lo que constituye una casa) que tenemos a nuestra disposición; en resumen, mercancías. Estas bases no durarán para siempre, así como no podremos prescindir de ellas al instante cuando se levante el confinamiento.
Lo más importante es que, a pesar de la reducción general de los intercambios comerciales, la mayoría de las cadenas de suministro siguen funcionando, independientemente de los riesgos para quienes las mantienen en funcionamiento. Se podría argumentar que aquellos cuyas vidas suelen parecer tan fútiles están saliendo a la luz.
Milagros, seguro que esto es lo que soñamos, lo que más necesitamos en tiempos de crisis. Por eso nos abandonamos al más mínimo truco teórico, que sirve para bajar la guardia. Debemos celebrar las liturgias del colapso y la esperanza puesta en Raoult por lo que son: los últimos avatares absolutamente análogos de la propensión de los humanos a la superstición. La misma que Spinoza dijo en el Tratado teológico-político es un mandato de nuestra desgracia, que deja la puerta abierta a todos los temores posibles, y nos obliga a eliminarlos recurriendo a explicaciones que hagan comprensible el desastre. Ya sea que culpemos a nuestra explotación de la naturaleza, que discernamos en este virus la expresión de su voluntad a través del castigo de nuestras fechorías o que motivemos nuestra esperanza en la ciencia a través del culto a una personalidad tranquilizadora, es la misma credulidad la que guía nuestra debilidad reflexiva. Spinoza, hablando de los humanos, no se equivocaba: «Forjan ficciones sin fin e interpretan la Naturaleza de formas sorprendentes, cual si toda ella fuera cómplice de su delirio. […] Tanto hace desvariar el temor a los hombres. La causa que hace surgir, que conserva y que fomenta la superstición es, pues, el miedo».
Salir de este callejón sin salida en el que el pensamiento es absorbido consiste, en primer lugar, en sacarnos de este miedo, hábilmente mantenido por aquellos que han hecho una profesión de evitar que tengamos que pensar. Estos mesianismos encantadores no nos ayudan de ninguna manera. El mesianismo, en tiempos de crisis, realiza la disolución de lo político si no va acompañado de una posición clara y distinta sobre el problema que pretende resolver. El mesianismo, entendido como una inspiración mística que aspira al advenimiento de una fuerza externa capaz de redimirnos, es el medio por el cual dimitimos de las armas de la crítica. Busca en la primera figura que aparece la irrupción de una autoridad que puede, en el mejor de los casos, librarnos (el tratamiento del maestro), en el peor, consolarnos (la explicación por el desastre). Por lo tanto, debemos oponer a la proliferación de estas representaciones de pánico otro camino que pueden tomar aquellos que sufren no sólo del momento en el que estamos, sino más generalmente del mundo que lo hizo posible. Tanto más porque esta crisis y las soluciones que se están proponiendo prefiguran lo que el desastre ecológico nos promete. Sin embargo, la internalización de la catástrofe amenaza con hacernos abdicar alejándonos de las posibilidades políticas que conforman un mundo deseable. Esperar que nos despierte revelando a un salvador es privarnos de entender sus mecanismos, y más aún, de luchar contra ellos.
En cambio, necesitamos comprender lo que en cada instante se esconde del destino fatal de un mundo ya calcinado. Para ello, debemos analizar cada aspecto del presente para encontrar algo por lo que luchar. El único mesianismo aceptable es el que se da a sí mismo los medios para poner fin a la historia universal de la que este virus es la última emanación. El que sabe que una interrupción del tiempo se provoca y busca en el pasado pruebas de este saber. El que concibe la revolución como un afuera cuyo advenimiento se construye dentro del mundo. El que, finalmente, no olvida que es imperativo ser varios para tirar del freno de emergencia en una locomotora tan imponente como aquella en la que el capitalismo abraza a los vivos. Hemos aprendido esto de Walter Benjamin, y los acontecimientos de hoy en día nos obligan a mirar en la dirección que apuntan sus Tesis sobre la historia. Porque no hay salida posible a menos que le construyamos la puerta. Empezando por dejar de esperar en medio de la emergencia, podremos seguir actuando contra el estado de cosas que se alimenta de ella y se deleita con nuestros miedos. También podremos concebir una ruptura que no sea otra cosa que la expresión política de nuestra fuerza. Sobre todo, podremos determinar para qué y contra qué tiene lugar la guerra.
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